Este próximo domingo es la solemnidad de S. Pedro y S. Pablo. Por eso hoy quería analizar cómo el cine ha reflejadola vocación de San Pedro; una llamada muy especial, pues aquel pescador iba a ser, nada más y nada menos, que la Cabeza de la Iglesia.
De todas las películas, he querido fijarme en “Jesús de Nazaret” porque esta cinta es, en mi opinión,la que mejor desarrolla la personalidad de Pedro y su profunda transformación interior. Esa transformación acontece en tres fases sucesivas y le hace capaz de responder a la llamada divina. Pero esto no se produce sin fuertes resistencias por su parte.
El primer encuentro entre los dos acontece en Cafarnaúm, junto al lago de Genesaret (Lc 5, 1-11). Jesús pasea por la ribera junto a los dos primeros discípulos, Juan y Andrés. Éste último ve llegar a su hermano Pedro, que a base de gritos y aspavientos dirige la nave hasta el embarcadero. Así se nos presenta: como un hombre protestón y enérgico, quejoso empedernido de la poca pesca y de los muchos impuestos.
Andrés se le acerca: “Éste es el hombre del que te hablé, el hombre del que hablaba Juan el Bautista”. Y las primeras palabras de Simón no pueden ser más ariscas: “¿Qué, otro hombre santo? ¿Otro de esos que nos dicen que tengamos paciencia, que ya vendrán tiempos mejores?... Mucho hablar mientras nos estamos muriendo de hambre”. Para sorpresa de todos, Jesús hace caso omiso de ese desplante y le dice con firmeza: “¡Vuelve de nuevo a pescar! Yo iré contigo”. A Pedro se le atraganta el vino que ha empezado a beber y se vuelve airado hacia Él: ni es el mejor momento para pescar ni está de humor para volver a intentarlo. Se le acerca enérgico, pero la mirada del Señor le aplaca. La música anuncia con sigilo el inicio de la conversión de Pedro, quien finalmente asiente: “Fiado en tu palabra, echaré las redes”. Y acontece la pesca milagrosa…
Poco después, Mateo entra en escena. Ha oído hablar de la gran pesca de Simón y se dirige a su casa para recaudar impuestos atrasados, ahora que tiene con qué pagar. En cuanto traspasa el umbral, Pedro se abalanza sobre él y le increpa, y tienen que separarle: “¡Es un pecador que se atreve a entrar en mi casa!”. Pero Jesús, que también está presente, reacciona de modo totalmente opuesto: “Mateo, esta noche iré yo a cenar a la tuya”.
Ésta afirmación suscita la primera controversia entre los discípulos. Cambia la escena. Ahora es de noche y los futuros apóstoles pasean junto al lago mientras critican la ocurrencia del Maestro: ¡Ir a cenar a casa de un publicano! Incapaces de resolver la situación, le piden a Pedro que hable con Jesús (lo cual implica que ya entonces le ven como cabeza del grupo). Pero Pedro parece echarse atrás en su aún incipiente vocación: “Andrés, yo no soy como tú, yo no sigo a sacerdotes y profetas. Yo soy un pescador. Si seguiste al Bautista, ¡sigue a éste!”. Alguien interviene, pero Pedro se revuelve con evidente enfado: “¡Dejadme en paz! ¿Por qué lo habéis traído a mí? Ésta es mi vida: mis redes, mi barca… ¡Adelante, seguidle, pero dejadme en paz!”. Cuando los demás se marchan, advertimos la profunda conmoción por la que atraviesa el alma de Pedro. No quiere abandonar su vida ni su barca… pero tiene la certeza interior de que Dios le está llamando.
El largo proceso de la respuesta de Pedro a su vocación culmina poco después, en la escena en que Jesús desembarca a la orilla del lago para iniciar una nueva predicación a la muchedumbre. Las gentes le esperan alborozadas,y algunos se arrojan al lago para salir a su encuentro. De nuevo la música nos hace partícipies de la alegría de la muchedumbre. Mateo, que ha quedado un poco rezagado, mira un instante a Pedro. Ahora es su mejor amigo del grupo, y le duele ver la duda que está comiéndole por dentro. No quiere ni puede forzarle: le hace un gesto con la mano y se dispone a seguir a Jesús. Pedro le ve partir y se queda pensativo un instante. Finalmente, salta al agua, introduce la soga en la barca y la empuja decididamente hacia el lago. “¡Lleváosla! —dice a los jornaleros—. Volved a Cafarnaúm”. Todavía le vemos dudar, cuando cruza su mirada uno de los braceros. Pero la barca se va, y él definitivamente se queda. Es, traducida en imágenes, la traslación de lo que narran los Evangelios: “Y ellos —Simón y los hijos de Zebedeo—, sacando las barcas a tierra, dejaron todas las cosas y le siguieron” (Lc 5, 11).