Revista Política
La muerte de José Antonio Labordeta es la muerte de un tiempo y de un país que ya sólo existen en la memoria de quienes no nos resignamos a olvidar, simplemente porque no nos da la gana que nos hagan renunciar a la verdad de cómo fueron las cosas en España. Porque el presente que vivimos, del que todos somos un poco culpables, se ha cimentado precisamente sobre la incitación al olvido, sobre el barrido de la memoria colectiva. Cuando he leído esta mañana en El País la necrológica que en presunto homenaje a Labordeta ha escrito una destacada dirigente del Partido Popular, casi no he podido controlar la indignación. Sólo desde el cinismo más absoluto y la desmemoria como religión se pueden derramar esas lágrimas de cocodrilo sobre la ausencia de alguien a quien, ayer los franquistas estrictos y hoy sus herederos más o menos actualizados, persiguieron, insultaron y vejaron a placer. Y es que José Antonio les plantó cara en sus canciones y en su actuación política durante décadas, hasta terminar por convertirse en un referente vivo de militancia libertaria (en el sentido menos partidista del término) por la dignidad, la democracia y la memoria.
Pero no venía a hablar de obviedades sino de mi Labordeta, del Laburdi cuyas letras aún me sé de memoria, del cabezudo ( así se llama en Aragón a los especialmente tozudos) a quien -ahora me doy cuenta- tanto quise y al que tantas veces habría dado un garrotazo. Quizá porque, modestia aparte y salvando las muchísimas distancias obvias, nos parecemos tanto, tenemos caracteres tan similares, lo mío con Labordeta no podía ser exactamente una historia de amor sino más bien de encuentros y desencuentros.
La primera vez que le vi fue en un recital -entonces se llamaban así- semiclandestino en un colegio de monjas de Nou Barris, el distrito obrero y de inmigración por excelencia de Barcelona. Yo tenía todos sus discos LP,s, pero aún así me llevé para la ocasión un flamante radiocasette y con él grabé a escondidas y entero el concierto (entonces no existía la SGAE actual, pero la "secreta" y los "grises" eran mucho peores). Recuerdo el tremendo calor, el enardecimiento del público, las octavillas volando, los puños en alto... José Antonio salió al escenario como siempre entonces, con camisa de cuadros y un pañuelo al cuello. Tocaba la guitarra apoyando un pie en una silla, como era costumbre entre los cantautores de la época. En fin que queriendo o sin querer, su presencia física tenía un aire a lo Pete Seeger de secano. Pero ahí terminaban las comparaciones, porque Labordeta poseía un vozarrón jotero con el que bramaba emocionantes cañonazos (El canto a la Libertad, Somos, la Albada, Rosa Rosae...), hilarantes chascarrillos llenos de malicia socarrona (El milagro de Lamberto, Coplas de Severino el sordo...), declaraciones de principios (Aragón, Ya ves, Regresaré a la casa...), y hasta canciones de amor y sentimiento de enorme ternura (la jota magallonera convertida en Canción de amor, La vieja..).
A medida que avanzaba la Transición, la democracia española se "normalizaba" y cundía el desencanto, la "nueva canción aragonesa", como todos el movimiento de los cantautores en España, fue perdiendo fuelle. Labordeta fue de los pocos que siguió cantando, aunque menos, y a pesar de los nuevos tiempos, que apuntaban claramente hacia la despolitización y la alienación cultural -o quizá por eso, para combatirlas- se tiró al ruedo de la política. José Antonio venía de la experiencia del Partido Socialista de Aragón, un invento que concitó muchas ilusiones pero quedó en nada, al ser fagocitado por el PSOE todo el entonces amplio espacio socialista. Cabezudo como siempre, anduvo por las proximidades del PCE rechazando los intentos de aproximación del PSOE. Al final acabó embarcado en otro artefacto singular, la Chunta Aragonesista (CHA), un partido nacionalista aragonés presuntamente de izquierdas por el que fue diputado en Madrid dos legislaturas y a los que acabó enviando cordialmente a hacer puñetas (alguien definió a la Chunta como "un grupo de niños pijos zaragozanos"). Por en medio su combate contra el Plan Hidrológico Nacional y el trasvase del Ebro, con momentos muy sonados como aquél en el que ante el boicot al que sometían su intervención en la tribuna desde la bancada de energúmenos del PP, Labordeta reacció recordándoles a éstos cuánto les fastidiaba que quienes habían estado "torturados y perseguidos por el franquismo pudiéramos hablar desde aquí", y mandándolos literalmente a la mierda.
Poco antes de que se retirara de la actividad parlamentaria, harto de la enfermedad y también de los críos de la CHA, que intentaban ponerle el ronzal (él no se dejaba, obviamente), le envié un correo electrónico pidiéndole que interviniera en un asunto. La cosa era que el Gobierno de Zapatero pretendía bautizar o rebautizar (ahora no caigo, ni tiene mayor importancia) el aeropuerto de Zaragoza con el nombre de un franquista, un monárquico alfonsino u otro especímen por el estilo, no recuerdo bien. Yo le pedía a Labordeta que interviniera para que el nombre que se le pusiera fuera el del general Núñez de Prado, insigne aviador, demócrata y republicano de ley, asesinado al bajar la escalerilla del avión en el que había llegado a Zaragoza en la primeras horas de la rebelión militar de julio de 1936, portando la candorosa petición del presidente Azaña al general Cabanellas para que no se sumara a la sublevación. José Antonio ni me contestó. Quizá andara agobiado aquellos días, en los que como digo había comenzado a tomar distancia de la política y de otras muchas cosas, pero me cabreó bastante su silencio.
Luego la enfermedad, los homenajes y la serenidad de una despedida, que como en la jotica humorística que cantó en la cena de su adiós como diputado del Congreso nos deja a muchos muy solos, pues:
"Esta es la jota que echamos
los que nos vamos del corro,
aquí se quedan los guapos
y nos vamos los buenos".
Efectivamente, se ha ido uno de los mejores y nos quedamos los demás.
Hay dos canciones que definen la personalidad entera de Labordeta. Una es "Somos", un himno a la resistencia contra la adversidad (un tema clave entre los que definen el alma aragonesa) que difunde una determinación casi negrinista, en el sentido de que invita a agarrarse a la tierra "como esos viejos árboles", como modo de aguantar lo que sea que venga (resistir es vencer, ya saben). Y la otra, esa canción que a él particularmente, le emocionaba cada vez más a medida que pasaban los años: la Albada. La primera vez que le oí cantar la Albada, a pelo y con aquél sonido extraño y ancestral de la zanfoña de fondo, tuve conciencia inmediata de que estaba oyendo un canto guerrero venido del fondo de los siglos, un himno ibero que lleva dos mil años llamando: "¡Arriba, los compañeros, que ya ha llegado la hora de tener en nuestras manos lo que nos quitan de fuera!". La "albada guerrera" de Labordeta es un canto profundo, solidario y de combate en toda la extensión de la palabra. Una llamada a la pelea por la libertad del hombre y de la tierra. Esa es la esencia, hondamente libertaria, de José Antonio Labordeta, y su mejor legado.
"Adiós a los que se quedan,
y a los que se van también,
adiós a Huesca y provincia,
a Zaragoza y Teruel".