Lady Elisabeth Porter abandonó la estancia con un sonoro portazo. El crujido de sus enaguas y sus indignados pasos resonaron a lo largo de los pasillos, alarmando incluso a sus nobles antepasados, corsarios al servicio de su Real Majestad, que observaban la escena desde sus retiros pictóricos.
Sentado en un sillón de brocado rojo acababa de dejar perplejo a su noble padre, Lord Porter quien, conociendo de sobra el carácter de su hija, no supo reaccionar con la rapidez que el asunto requería. Cuando vino a darse cuenta, Lady Elisabeth había desaparecido de Lavender Manor.
Unas millas más hacia el Este, en la residencia de Lord Craven - James -, el primogénito de la familia se refocilaba en el lecho con Margaret McTontish, cuyos satisfechos grititos podían escucharse por todos los rincones de la mansión.
Horas más tarde Lady Elisabeth regresaba a Lavender Manor. Descabalgó presurosa de su caballo. De su mano colgaba una bolsa de terciopelo verde en la que se podían apreciar unas manchas oscuras, de tamaño y olor semejantes a las de su traje de cabalgar.
Antes de presentarse ante Lord Porter, pasó por la cocina, de donde cogió una bandeja de plata de las que se usan habitualmente para servir las mesas, depositó el contenido de la bolsa sobre ella y se dirigió hacia la estancia de su egregio padre.
Abrió la puerta y le mostró el contenido de la bandeja.
— ¿Qué has hecho?- gritó Lord Porter.
— Vengar mi honor — dijo Lady Elisabeth.
Sobre un pequeño charco de sangre, la nariz de James parecía bailar al ritmo de los pasos furiosos de la que había sido, hasta hacía unas horas, su prometida.
— Tal como imaginaba lo encontré encamado con esa tonta de Margaret.
Lady Elisabeth salió de la habitación. Por uno de los pasillos se dirigió al sótano de la mansión. Allí, en una hornacina de piedra, dejó la nariz de James junto con otras tantas, recuerdo de aquellos que traicionaron a sus antepasados. Era conocido en todo el país que a los Porter nadie les ganaba a narices.
Texto: Elena Casero
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