Revista Cultura y Ocio
Dentro de nueve días se celebrarán las elecciones al Parlamento de Cataluña. Una de las razones por las que vuelvo hoy a la patria (que todavía es la que siempre ha sido) es porque quiero votar en ellas. No me abstendré ni votaré en blanco, como he hecho en las tres o cuatro últimas convocatorias electorales, tanto autonómicas como generales. Cataluña está secuestrada en estos momentos por un estado de opinión y yo no quiero que me conduzcan a donde no quiero estar sin oponer toda la resistencia posible. Esa resistencia pasa por votar a alguna de las fuerzas políticas unionistas —utilizo el término en su sentido más literal: favorables a la unión, sin las connotaciones negativas que los separatistas se empeñan en asignarle— y por exponer, tanto en público como en privado, mi opinión contraria a la independencia. Sé que el valor de ambos actos es muy pequeño, por no decir insignificante, pero repito: me tendría por inmoral si no me opusiera, en la medida de mis fuerzas, a un proyecto que amputa la comunidad de la que me siento parte, que compromete gravemente el presente y el futuro de mi familia, y que obedece a motivos espurios y a tácticas sectarias. El neoindependentista Mas —un oscuro gestor y un personaje del aparato de Convergència que descubrió que la independencia podía encubrir todos sus pecados y garantizarle un futuro inmarcesible en el sillón de la Generalitat y en los libros de historia— y sus acólitos —el melifluo Junqueras y la abertzale CUP— han planteado estas próximas elecciones autonómicas como un plebiscito sobre la independencia. Me disgusta aceptar esta manipulación de la naturaleza de la votación, pero la realidad exige que lo haga: si gana Junts Pel Sí, la coalición que agrupa a los partidos soberanistas y a las organizaciones que les apoyan, se iniciará un proceso perverso, cuyas consecuencias son imprevisibles. Y no quiero que ganen por incomparecencia. Todos los que no estén de acuerdo con el proyecto independentista y se queden en casa el próximo 27 de septiembre, estarán cometiendo una grave irresponsabilidad y contribuyendo al triunfo de los que, pese a sus interesadas proclamas, empujarán a una separación efectiva de las personas, romperán lazos familiares, emocionales y patrimoniales, marginarán al castellano hasta convertirlo en una lengua de segunda, quebrantarán la economía, harán que Cataluña salga de la Unión Europea y de los demás organismos internacionales de los que ahora forma parte, crearán un ejército y, en suma, perpetuarán, con el aval de un estado, la hegemonía de las élites burguesas, transformadas en castas gobernantes, que han regido la sociedad catalana desde la Revolución Industrial, que en Cataluña, a diferencia de España, sí tuvo lugar. Mas plantea en estas elecciones una trampa que revela su perfidia política y su deriva antidemocrática: si las elecciones son plebiscitarias, como él quiere que sean, el resultado del plebiscito ha de contarse por votos, no por escaños. Ningún plebiscito habido en el universo mundo (ni siquiera aquel que organizó en los años 80 Augusto Pinochet, y que perdió) se ha resuelto por la mediación de los asientos asignados en una cámara, sino por el de los votos individuales a favor de una o otra propuesta. Mas quiere lo mejor de las elecciones autonómicas (la mayoría en escaños, que puede obtener gracias a una ley electoral que favorece a su partido) y lo mejor de los plebiscitos (que esa mayoría legitime su plan). Y lo quiere así porque sabe que, si compitiera con limpieza, atendiendo directamente a la voluntad de los ciudadanos, no tendría asegurado el éxito, o, más probablemente, cosecharía un fracaso: en estos momentos, las encuestas indican una intención de voto a favor de las fuerzas independentistas de alrededor del 45%. Si este porcentaje se confirma el 27 de septiembre y, no obstante, Mas sigue adelante con su plan y proclama la independencia, habrá cometido un acto profundamente antidemocrático: no otra cosa es adoptarla contra la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos. Y no solo es una obscenidad que una decisión tan grave como separar una porción de un país de ese país se adopte sin que la mayoría de la población la haya refrendado. Lo sería también que se adoptara sin una mayoría clara o cualificada, como exigen ya las leyes para decisiones o modificaciones constitucionales de especial relevancia (y es absurdo que, para la modificación más transcendental que cabe imaginar, la secesión de un territorio, se exija una mayoría menor que para cambiar una norma), y como establecieron el Tribunal Supremo y la Ley de Claridad canadienses al fijar las condiciones que debía reunir el referéndum por la independencia del Quebec: la mayoría a favor de esta debía ser suficiente, superior a la mitad más uno de los votantes, dado que, por la singular naturaleza y trascendencia de la iniciativa, no resultaba ético confiarla a una mayoría que no fuese reforzada. Mi oposición a la independencia es tanto sentimental como racional. Sentimental, porque mis sentimientos están con Cataluña, pero también con España, con la que disiento en muchas cosas, que me enfurece en muchas otras, pero que, pese a todo, siento propia, considero mía. La espesa urdimbre de relaciones afectivas, sociales, lingüísticas, culturales y literarias que me vinculan con el país de mis ancestros —y de mi familia actual— no admite esta mutilación. La independencia no tolera medias tintas: o estás por el sí o por el no, o estás a favor o en contra. Y, si gana el sí, esa radicalidad, ese maniqueísmo, se prolongará en forma de frontera, de un ordenamiento jurídico distinto y de una nacionalidad diferente. Yo ya he perdido a un buen amigo por nuestras discrepancias sobre el procés, y me consta que otros mestizos o charnegos como yo han pasado, o están pasando ahora mismo, por situaciones parecidas. Pero mi desacuerdo es también racional, porque no creo que a Cataluña le vaya a ir mejor fuera que dentro de España. Opino, por el contrario, que constituirse como estado independiente le supondría unos costes elevadísimos, de toda índole, que amenazarían durante muchos años el bienestar de sus ciudadanos. Hay un tercer conjunto de razones que me lleva a oponerme al soberanismo: conozco a quienes gobiernan, a los políticos criados a los pechos de Convergència y sus adláteres, a los altos funcionarios que llevan medio siglo pastoreando la administración catalana, a la pequeña burguesía catalanista y a los gestores en quienes delega la llevanza de los asuntos públicos. Y son todos de una mediocridad inverosímil, de una chatura espiritual indecible, de una incultura abrumadora, de una incompetencia que sobrecoge. Esos son los que tendrían el poder en una Cataluña independiente: esos y su caterva de paniaguados. Convergència es una partido podrido hasta las cachas, cuyas sedes están embargadas por los jueces para responder por sus responsabilidades en diversos casos de corrupción, y cuyo lider histórico, Jordi Pujol, ha demostrado ser un falsario y un defraudador. La gestión de la crisis por parte de Mas y su gobierno ha sido errática, ineficaz y cruel: se ha cebado, como hacen siempre los gobiernos de derechas, en los más débiles; ha reducido la cantidad y calidad de los servicios públicos; ha castigado a los funcionarios; ha desamparado a jubilados y enfermos. La independencia —su proyecto, su desiderátum, su utopía— ha sido para Mas una astuta cortina de humo con la que ocultar la depravación de su partido, hacer más llevaderas las penurias de la crisis, y disimular su torpeza como administrador y su nulidad como político. La independencia es, pues, para mí una inconveniencia, una trampa y un mal, y la rechazo como ciudadano catalán, español y europeo. Pero, dicho esto, me parece necesario decir algo más. A la independencia nos están llevando los independentistas catalanes y los hacedores españoles de independentistas catalanes. En otras palabras, tanto el nacionalismo español como el nacionalismo catalán son responsables de este camino aciago. El nacionalismo catalán —si entendemos "nacionalismo" como la expresión política del sentimiento de pertenencia a una comunidad— no es de ahora: Mas, sus necesidades partidistas y los intereses de las clases a las que defiende y representa, lo han exacerbado, pero tiene, como mínimo, siglo y medio de antigüedad, y muy notables valedores en el mundo de las artes, la cultura y el pensamiento. Quienes se manifiestan en la Diagonal o en la Meridiana el 11 de septiembre no son norcoreanos ni nazis: muchos, la mayoría, son gente respetable que no se siente español y que no serlo, vecinos de buena fe que consideran que estarían mejor en otro lugar, ciudadanos que, por diversos motivos, han llegado a la conclusión de que la independencia es deseable. Que el bombardeo en los medios de comunicación —con artículos y columnas constantes de ensayistas tan admirados como Fernando Savater o Félix de Azúa, por no hablar de las mesnadas tertuliano-vociferantes de los periódicos, cadenas y emisoras de la caverna— los presente, sin pausa ni excepción, como descerebrados o fascistas, no ayuda a resolver el problema: lo agrava. Considerar que el hecho de que haya, por lo bajo, dos millones de catalanes que ansían separarse de España es mera consecuencia de un sistema educativo adoctrinador y de una prensa vendida al independentismo, es tomar a la gente por idiota y a los periodistas por mamelucos. Llamar nazi al que no quiere ser como uno puede ser muy consolador, pero también es una coartada para no tener que pensar por qué no quiere ser como uno: para no entenderlo. Equiparar al nacionalismo catalán y, ahora, al independentismo con el terrorismo etarra es una barbaridad incalificable, y llamar a Mas golpista, un rebuzno y una iniquidad. La sentencia del Tribunal Constitucional que anuló varios artículos del actual Estatuto de Autonomía fue un enorme error, uno de los mayores que han cometido las instituciones españolas en relación con el problema catalán: muchos catalanes que confiaban en esa reforma, y que suscribían el encaje de su comunidad en el estado que la nueva norma planteaba, se sintieron traicionados por este mismo estado y ahora han encontrado la ocasión de darle la espalda. Y hay que recordar que fue el PP el que lo impugnó, después de haber sido aprobado por el Parlament y las Cortes, y, en referéndum, por los catalanes; el mismo PP que recogió firmas en toda España contra ese Estatuto (cuatro millones, llegó a juntar) y promovió un boicot comercial a los productos catalanes. Otra grave equivocación ha sido no permitir un referéndum, con todas las garantías legales, sobre esta cuestión: hasta que no se celebre, como se ha hecho en Canadá, el Reino Unido y Puerto Rico, países de impecables credenciales democráticas, no podremos saber cuántos están a favor de una cosa y cuántos de otra, y determinarlo es fundamental para establecer la razón democrática. Cataluna y España necesitan aclarar las ideas y las relaciones. Hay que mejorar el sistema de financiación de las comunidades autónomas, que perjudica a muchas de ellas, como Cataluña, y, al mismo tiempo, hay que acabar con la financiación privilegiada de Navarra y el País Vasco, en cuyo espejo los independentistas no dejan de mirarse. También hay que mejorar la representación política de las comunidades en las instituciones del Estado. Y, sobre todo, España —y, en particular, sus ciudadanos más conservadores, los más nacionalistas (españoles)— ha de asumir que, histórica, cultural y lingüísticamente, no es una, sino muchas, y que nunca será grande ni libre (de la tentación independentista, por ejemplo) hasta que no acepte que sus hijos también son muchos, distintos y, a menudo, incomprensibles. Hasta el momento, el gobierno del PP no ha hecho nada de esto: su estrategia —porque su cerebro, me temo, no da para más— ha consistido en llenarse la boca de proclamas vacuas, de nacionalismo español disfrazado de defensa de las instituciones, y amenazar (y atizar) con el garrote de la ley. Ni una sola iniciativa razonable, ni una sola propuesta audaz, ni una sola aproximación política, ni un solo plan de cambio, ni una sola muestra de flexibilidad. Nada: impugnarlo todo, apelar a la bandera y dejar pasar el tiempo. Mientras tanto, las masas siguen creciendo, bajo una bandera distinta, en la Meridiana y la Diagonal. El 27 de septiembre el embrollo está servido. Muchos nos han metido aquí y ninguno parece capaz de (ni querer) sacarnos. Yo haré lo que pueda. Aunque pueda costarme caro si alguna vez quiero reincorporarme a la Generalitat.