Cabe preguntarnos si las masacres cometidas en nuestra región tuvieron ideólogos. Si nos referimos a las del siglo XIX y en particular a las que sufrieron nuestros pueblos originarios incluso después de la emancipación, sin dudas los tuvieron en toda la criminología positivista y racista.
Pero no me refiero a masacres tan antiguas, sino a las más recientes, de la segunda mitad del siglo XX y en especial las de seguridad nacional.
Creo que no podemos confundir a un ideólogo, que por lo menos presenta algunos ribetes originales (por disparatados que sean), con repetidores de tesis francesas o norteamericanas. Gobery do Couto e Silva y Augusto Pinochet escribieron libros, pero con elaboración simplista e importada, reiterando los elementos emponzoñados del autocolonialismo.
Por cierto que hubo intelectuales al servicio de nuestras dictaduras masacradoras, pero estos escribas ocasionales no merecen ese nivel de consideración. La ideología de nuestras masacres era por completo colonizada.
La cuestión criminal llega a su vigésimo capítulo, y está a cinco de su conclusión. Disfrutemos entonces de las últimas entregas de una publicación inédita para un diario (en este caso, Página/12). A continuación, los párrafos principales del fascículo dedicado a contestar algunas “preguntas de oro”.
Las masacres siempre pretendieron un control territorial para homogeneizar, higienizar, desinfectar. El proceso milenario comenzó dentro de la propia Europa hacia el resto del mundo mediante el colonialismo y el neocolonialismo. Luego rebotó y volvió brutalmente a Europa, dejando múltiples estelas poscolonialistas en su camino aunque no en todas las sociedades.
En el territorio propio, las masacres requieren Estados-policía, salvo cuando se ejecutan sobre pueblos originarios como nuestra campaña al desierto o el robo de niños a los originarios australianos. En cambio, fuera del territorio nacional, suelen practicarlas los Estados más o menos liberales, como durante el neocolonialismo o en el caso serbio.
Todo parece empezar con la aparición de un chivo expiatorio que en realidad un grupo hegemónico crea para acumular poder. Esto no significa que se trate de un medio eficaz en este sentido, pues en la mayoría de los casos no dio el resultado esperado en el mediano y no muy largo plazo.
La masacre no puede llevarse a cabo sin el apoyo o la indiferencia de la población y sin la convicción de las agencias ejecutoras. Este presupuesto depende de la creación previa de una realidad mediática que instale el pánico moral (mundo paranoide) neutralizando los valores dominantes.
El pánico moral es casi siempre ilusorio pero no alucinado. Es decir: deforma la realidad pero rara vez la inventa. Esto obedece a que es más sencillo alterar la percepción de un objeto real que promover la de uno inexistente.
En ocasiones se alimenta el pánico moral con un hecho desencadenante, cuya autoría queda en el misterio, como el incendio del Reichstag o el misil que mató al presidente de Ruanda. En menor medida las agencias policiales autonomizadas se valen de iguales tácticas: dejan que se cometan homicidios, provocan saqueos o desórdenes, liberan zonas.
Estos hechos dan lugar a la tesis de la provocación suficiente, mediante la cual el masacrador se presenta como alguien al que las circunstancias históricas colocaron en la triste función masacradora, y que para salvar a la comunidad, a la civilización, a la raza, a la república, al proletariado no tiene más remedio que sacrificar algunas vidas para preservar al resto. Ésta es la fórmula de Caifaz que en la Argentina se llamó “teoría de los dos demonios”.
En palabras de Sykes y Matza, la negación del daño es una técnica de comunicación, resultante de que ningún masacrador quiere que sus atrocidades espanten a su población (al contrario, busca asustarla con las endilgadas al chivo expiatorio). Es más fácil negar el daño cuando los hechos tienen lugar fuera del territorio; por eso se fomenta una resistencia a creer cuando ocurren en el territorio propio.
La negación de la víctima es otra técnica de neutralización indispensable. El chivo expiatorio se construye siempre sobre un prejuicio previo, cuya discriminación jerarquiza seres humanos: negros, indios, judíos, albaneses, islámicos, croatas, armenios, tutsis, hutus, gays, burgueses, comunistas, degenerados, asociales, inmigrantes, discapacitados, pobres, ricos, habitantes urbanos, todo lo que sustancializado permite considerarlos subhumanos o menos humanos, atribuirles los peores crímenes, construir un Ellos malvado y dañino que a toda costa debe ser eliminado.
Entre los tipos de técnicas de neutralización que anuncian las masacres, figura la condenación de los condenadores: los masacradores pretenden identificar a todos los que condenan sus crímenes como “traidores” e ”idiotas útiles” incapaces de detectar el peligro del enemigo. También como obstáculos o encubridores de los crímenes imputados a ese Ellos.
Los criminales de masa neutralizan sus valores hasta el extremo en que no pueden retroceder, no sólo porque perderían su liderazgo sino porque el más mínimo reconocimiento de sus atrocidades generaría su desmoronamiento psíquico. De hecho, no existe aparato psíquico capaz de resistir el formidable grado de culpa que provocaría ese reconocimiento.
El último tipo de técnica de neutralización es un componente ideológico presente en todas las masacres, que es la invocación de lealtades superiores, donde encontramos todas las construcciones megalómanas que hacen que el Nosotros adquiera dimensiones míticas: el homo sovieticus, la Gran Serbia, la Volksgemeinschaft, el poder hutu, la Camboya democrática, la Indonesia occidental, el Occidente cristiano, etc. Por regla general, estos criminales no se quedan cortos en materia de proyectos delirantes.
Para la criminología una de las preguntas de oro es “¿con qué se cometen las masacres?”. A la luz de la experiencia histórica, la respuesta se presenta de manera rotunda: “con el poder punitivo”.
Las agencias ejecutivas del sistema penal han estado presentes en todos los genocidios. En ocasiones fueron fuerzas armadas pero no en función bélica, sino asumiendo funciones policiales, como en las dictaduras de seguridad nacional. La fragmentación del gobierno disimula esta realidad, en particular en los casos de las empresas colonizadoras (porque no fueron llevadas a cabo por las policías urbanas de las metrópolis) y de las dictaduras de seguridad nacional (que no estuvieron comandadas por policías uniformados como tales).
Por regla general, los ejecutores materiales son muy jóvenes y a veces hasta adolescentes, mientras es posible que los masacradores de escritorio no hayan ejercido personalmente ninguna violencia. Sobre los primeros ejerce una atracción fascinante el sentimiento de omnipotencia que provoca disponer de la vida de un semejante, tenerlo a disposición, sentir su miedo.
Esto nos lleva a otra pregunta de oro -¿Quién?- que no puede responderse en relación con los ejecutores materiales ni con los masacradores de escritorio (que bien pueden ser burócratas). Cuando preguntamos quién o quiénes, miramos hacia las cúpulas del poder masacrador y sus ideólogos.
Lo sorprendente es que en la mayoría de los casos nos hallamos con intelectuales que elaboraron (y llevaron a la práctica) sus técnicas de neutralización. De hecho, está fuera de toda duda que la elite del nazismo responsable de la planificación de las más atroces masacres estaba casi toda integrada por universitarios con título máximo. También Hendrik Frensch Verwoerd, el creador del apartheid en Sudáfrica y que además dispuso los desplazamientos masivos de población negra, fue un académico.
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La versión completa de este fascículo se encuentra aquí.