Fotografía: Pablo Rojas Madariaga
18 de Octubre de 2021
Hace hoy dos años, Chile se transformó en un país en llamas. Ardían los supermercados, las oficinas de las Administradores de Fondos de Pensión (AFP), las comisarías y las estatuas de colonizadores. Los contingentes policiales no daban abasto para detener la furia popular, consecuencia de la represión que sufrieron los adolescentes después de 11 días saltando los torniquetes contra el aumento al precio del metro, la gota que colmó un vaso de décadas de abusos.
Ante la rebelión, el gobierno recurrió a los militares en el país que aún obedece a la constitución de Pinochet. “Estamos en guerra”, dijo el presidente Piñera. Mala idea. La imagen de los tanques en las avenidas y el toque de queda despertaron las pesadillas soterradas de la dictadura, enardecieron a las masas, y la rabia descontrolada dio paso a algo todavía más peligroso para la élite: organización, espíritu de unidad en un país profundamente dividido por el cinismo neoliberal y, ante todo, una causa y un relato común.
Las manifestaciones y barricadas se multiplicaban y millares de cabros se lanzaban sin miedo a las calles con palos, piedras y escudos labrados a mano llenos de consignas revolucionarias, frente a las balas de “pacos” y “milicos”. En los barrios, cerros, liceos y centros de trabajo se multiplicaban los cabildos ciudadanos. Algunos partían de una acumulación previa, como las juntas vecinales, los colectivos culturales, las asambleas estudiantiles. Otras lo hacían de cero: vecinos que nunca se habían mirado a la cara, sin experiencia de hablar en público ni de pensar la política siquiera, ahora florecían de ideas que hasta entonces se habían callado.
Superando miedos y suspicacias, intentaban definir juntos por qué el sistema funcionaba tan mal, y cuál era el país que querían. Los anhelos coincidían con la marea de rayados y murales que iban bañando las paredes de adobe, los muros de las canchas de fútbol, de los bancos ahora protegidos con planchas de acero. “Somos el río volviendo a su cauce”.
Se quería avanzar en una agenda de derechos sociales, recuperar los recursos naturales, acabar con las AFP, el extractivismo, la violencia policial, la división entre una justicia para ricos y una para pobres, incluso desconocer los tratados económicos firmados a espaldas de la ciudadanía. Querían dignidad y una vida en paz.
Se sabía de dónde había que escapar, pero el destino era una incógnita. “Hay que centrarse en sacar a Piñera”, clamaba uno. “No, debemos avanzar hacia la Asamblea Constituyente”, exigían otros. Una septuagenaria tomaba la palabra y se lanzaba a recordar durante veinte minutos el gobierno de Allende, ante la desesperación de moderadores que buscaban progresar y del pibe adolescente que llevaba frenético el acta del día. Solo algo estaba claro: había que defender la calle. Era el único territorio que no generaba división, el único en el que habitaba la verdad que a todos los unía. Si la soltaban, todo se vendría abajo. Un rayado decía: “La revolución me quita la depresión”.
Entre la masa, los luchadores sociales del conurbano, fogueados en cada conmemoración anual del Golpe de Estado o del Día del Joven Combatiente, se vieron de pronto acompañados de las batucadas de muchachitos de camisa limpia que por primera vez tomaban las plazas, sorprendidos de que la policía respondiera con detenciones masivas, lacrimógenas, chorros de agua mezclada con soda cáustica, balines de caucho y plomo, horrorizados al descubrir que el Estado moderno y democrático en el que creían vivir ocultaba a una bestia sarnosa. La calle se llenó de cascos blancos de observadores de derechos humanos, de cámaras de fotos con las que enfrentar la complicidad de los grandes medios, de estudiantes de medicina asistiendo a los heridos. “Quien no se mueve no siente las cadenas”, decía Rosa Luxemburgo.
A diferencia de lo que pasaba antes de octubre, los distintos colectivos ya no se contentaban con ir a sus propias marchas sino que “apañaban” en todas las demás. Un día eran los portuarios, otro los trabajadores del sector salud, otro las empleadas de las salas cuna, los defensores del medioambiente, los universitarios, el colectivo LGBTI, la asamblea de tal o cual cerro. Unidas bajo todas las causas y banderas, se habían convertido en otra cosa, una movilización permanente, una avalancha que lo arrastraba todo con ella. “Sigue luchando”, “Resiste”, “No te rindas”, “Las balas van a volver”, clamaban las consignas que jovencites encapuchades pintaban a plena vista sin que nadie intentara detenerles. “Protégenos, santísima virgen de las barricadas”.
Organizaciones sociales que llevaban años acumulando fuerza en los márgenes se vieron de golpe invadidas por un tsunami de politización ciudadana que ni los activistas de larga data lograban ordenar, mucho menos pilotear. Para los recién llegados nada existía antes de octubre, ni los políticos ni la “vieja guardia” dirigencial eran quienes para mostrar el camino que ellos podían labrarse solos en su mágico despertar. No había modo de guiarlos, solo quedaba seguir la caravana, el viento a favor y confiar en que la deliberación se fuera abriendo camino.
Contra virus y marea
Nadie se imaginaba en octubre que, seis meses después, una “peste” moderna vendría a interrumpir la toma de la Moneda. Lo que no logró la represión, lo hizo la pandemia, fulminando buena parte de esa construcción colectiva efervescente pero precaria. Los chicos de secundaria que iniciaron el alzamiento y los universitarios capaces de bloquear el país a voluntad, se vieron de golpe encerrados, conectados por las redes pero separados de sus compañeros, con ansiedad, angustia y depresión, a la merced de un sistema de salud público-privado que entrega psicofármacos como caramelos, con padres aguantando a duras penas gracias a un Ingreso Familiar de Emergencia que llegó tarde y mal, reclamando con cacerolazos sus fondos de pensiones por cuentagotas –de 10% en 10%–, un sálvese quien pueda.
Mientras avanzaba la pandemia, despedir a los “rebeldes” en las empresas fue cosa fácil: la atención estaba ahora en otra parte y ya no había tanta gente “apañando” para impedirlo. Los médicos, muy activos en la revuelta, lo dejaron todo para contener con esfuerzo la ola de fallecidos que de pronto caía en tromba sobre un sistema público que hacía agua. Los maestros, que llevaban en pie de lucha desde antes del estallido, alineados tras la consigna “el profe marchando también está educando”, acabaron dando lecciones ante pantallas negras y el desinterés de atormentados alumnos.
Había costado treinta años para el reencuentro, y ahora no podían ni siquiera darse un abrazo. Los grupos territoriales sí lograron afianzarse y sobrevivieron, pese a todo en contra, en las ollas comunes que se alzaron para resistir a la necesidad, lideradas por mujeres y convertidas en formas de resistencia y trabajo comunitario. Desde allí mantuvieron la comunicación por las redes, coordinando actos y caravanas por todo el país para el plebiscito de 2020. Algunos de los integrantes de las listas de independientes, que fueron la sorpresa de las elecciones constituyentes, surgieron o se hicieron conocer apoyando estas iniciativas tejidas desde abajo, alimentadas aún por la épica octubrista que apostaba por el todo o nada. La agónica victoria del “Apruebo” y de los sectores progresistas en las urnas fue catártica.
Y hoy, a medida que caen las restricciones de la pandemia, la calle, aunque otra vez atomizada, se sigue moviendo. Vuelven a la carga los paros y conflictos sectoriales del sector público. Resurgen los actos barriales, mitad cultura, mitad agitación. Y hace unas semanas, los cabros tomaron las sedes del Instituto Nacional de Derechos Humanos cuando el ente estatal redujo artificialmente la cifra oficial de mutilados oculares a la mitad.
En las plazas resisten aún cada viernes, puntuales a la cita, los últimos galos para quienes “solo luchando avanzamos”, aguantan golpizas, detenciones, realizan velatones por los que salieron a marchar y nunca volvieron. Parte de la batalla se ha trasladado al frontis del ex Congreso Nacional donde ahora sesiona la Convención Constitucional, que acaba de definir sus reglamentos. Por eso, la discusión de las normas de fondo arranca, oportunamente, coincidiendo con el segundo aniversario del 18-O.
“Aún no hemos ganado nada”, se repetía en 2019 para que no cejase la lucha. ¿Quiénes han ganado, a dos años de aquel octubre que envuelto en ecos del pasado volvió a partir el suelo en dos?
Las brasas de octubre
El movimiento feminista, tras tumbar a dos ministras de la Mujer y Equidad de Género por su silencio cómplice ante la violencia sexual, tuvo que presionar en las calles para que se aceptara la paridad de género en la Convención Constitucional. Paradójicamente la medida benefició a los hombres, porque de no ser por su sistema corrector, a partir de los votos hoy habría más constituyentes mujeres, lo que evidencia el cambio en el sentimiento social. La política se llenó de rostros femeninos. El Senado aprobó recientemente el aborto libre hasta las catoce semanas y, aunque está en espera de ratificación, el hecho supone un paso que solo puede atribuirse a esa marea verde que en plena revuelta creó un himno mundial, en uno de los países más conservadores de la región.
Ganaron una batalla las disidencias sexuales, tras una larga lucha contra la violencia homofóbica. En su última rendición de cuenta pública ante el Congreso, Piñera lanzó con carácter de urgencia su proyecto de Ley de Matrimonio y Adopción Igualitaria, algo que nunca estuvo en su programa y que ni su propio conglomerado acepta. Su promulgación sería un éxito para el movimiento LGBTI.
Los pueblos originarios, eternamente arrinconados por el Estado, obtuvieron al fin una rotunda representación institucional. Algunas intervenciones en las comisiones de la Convención dejaron estremecedores testimonios entre lágrimas, como el relato de un superviviente selknam. La redignificación de la “morenidad” mestiza de Chile, representada en la convención, contrasta sin embargo con el hostigamiento racista que sufre la “machi” Francisca Linconao y las amenazas de muerte dirigidas hacia la presidenta Elisa Loncon por grupos ultras. La militarización del Walmapu también se agudiza, con paros camioneros azuzados por los latifundistas, exigiendo más represión contra los grupos de resistencia indígena que ocupan los terrenos de las empresas forestales.
¿Qué hay de la mítica “primera línea” que todo lo dio, que puso el pecho y los ojos a las balas, en muchos casos hasta la vida, por este despertar?
Tras dos años de brutalidad policial, de las más de 3000 querellas presentadas, solo hubo cuatro condenas y la impunidad se mantiene en el alto mando. La declaración firmada por 105 convencionales en favor de la Ley de Indulto para los presos de la revuelta quedó en una declaración altisonante y repudiada por el oficialismo. Tras meses recorriendo comisiones senatoriales, el proyecto sigue pendiente de ser votado y ahora podría acabar incluyendo a agentes del Estado en una suerte de “intercambio de rehenes”. Mientras, los familiares de los presos o los asesinados siguen convocando semanalmente a mítines a las puertas del Congreso, La Moneda o la Convención, recorren los platós de televisión o se cuelgan de los puentes en actos desesperados.
El movimiento octubrista tuvo una oportunidad. Podían ir por más, aliarse y tomar el poder para aplicar ellos mismos los cambios que pedía la calle. Pero hubo reparos, vacilaciones y algún que otro acto de egoísmo. La Lista del Pueblo se lanzó al ruedo por su cuenta, y vivió un auge fulminante seguido de una atronadora caída. La inexperiencia, la persecución de una pureza que impidió formar alianzas, las divisiones internas que los medios oficialistas explotaron con fruición, acabaron en un candidato que presentó firmas fraudulentas para postularse, en la incapacidad de presentar candidatos parlamentarios y en diversos escándalos. Un final torpedeado para una organización horizontal que creció izando las banderas de octubre y no pudo resistir tres meses ante la trituradora institucional de Chile, que los examinó con lupa accediendo incluso a sus registros médicos.
En la Convención destaca hoy un asiento vacío. En él se sentaba Rodrigo Rojas, el Pelao Vade, icono vivo de las protestas, que se había hecho famoso y querido inscribiendo en su cuerpo consignas en favor de los pacientes de cáncer a los que decía pertenecer. La revelación de que su mito se había construido sobre una mentira logró lo que ni los mil ataques mediáticos y digitales desplegados contra el proyecto constitucional obtuvieron en sus primeros dos meses: romper la magia. El Antiguo Régimen se cobraba su primera cabeza, y la épica de la constituyente se había terminado.
Realpolitik en la convención
Muerta la épica, cobra fuerza el pragmatismo. Mientras la mesa directiva de la Convención pugna por mantener la imagen de unidad, a lo largo de estos tres meses de comisiones y debates por el reglamento, se han distinguido tres “bloques” y algunos versos libres que votan con unos u otros según la situación.
Por un lado, una “Montaña” octubrista, compuesta por lo que queda de la Lista del Pueblo, los movimientos sociales, los pueblos originarios y el PC, que empujan para mantener vivo el maximalismo que emanó de las protestas. En el medio, la centroizquierda del Frente Amplio y los socialistas, erigidos en “árbitros” de la Convención, escorados hacia el octubrismo en sus anhelos, pero votando con la derecha en cuestiones prácticas en nombre de “lo viable” y “lo posible”. Y un “partido del orden”, que todo lo discute y denigra, que azuza el desprestigio a la Constituyente y promete acudir al Tribunal Constitucional o hasta la Corte Suprema para taponar las medidas que abrirían la puerta, siquiera tímidamente, a la participación popular. Cuentan para ello con el altavoz cómplice de los grandes medios, que viven alimentando la crispación, en busca de que la gente pierda la fe y el proyecto se desmorone.
Ante la presión constante, la misma mesa directiva le concedió algunos gestos al polo del “Rechazo”. Cuando las organizaciones de detenidos desaparecidos de la dictadura denunciaron la presencia de un ex edecán de Pinochet en la comisión de Derechos Humanos, la defensa de sus derechos constitucionales prevaleció. También acordaron otorgarles una vicepresidencia en la Cámara, todo en aras de una “reconciliación” que molesta al octubrismo y tampoco aplaca a la “nobleza”.
Solo tres meses después de que Elisa Loncon anunciara en el discurso de inauguración que la Convención se aprestaba “a fundar un nuevo Chile”, la Cámara se dividía en una tensa jornada en torno al número de votos necesario para aprobar o rechazar las normas constitucionales. Mientras la movilización popular exigía tumbar “el quórum de dos tercios” que había impuesto el acuerdo constitucional firmado por los partidos políticos, la votación se saldó con el Frente Amplio y los socialistas ratificándolo junto con el apoyo de los convencionales de la derecha. Y para hacerlo, debieron realizar una pirueta significativa.
Aprobar este quórum por dos tercios hubiera sido imposible en caso de votarse, precisamente porque el tercio octubrista se oponía y podía bloquerlo.
Entonces, dictaminaron que ciertas cuestiones del reglamento se aprobarían, paradójicamente, por mayoría simple. Así, entre los votos de los “equilibristas” de centroizquierda y del “partido del orden”, se consumaba una jugada muy polémica a manos de aquellos que habían prometido romper con la “cocina” parlamentaria. De igual manera, ante los proyectos de Consulta Indígena y Popular presentados al pleno, se intercambiaba la palabra “vinculante” por “incidental”, y la “obligación” de sesionar en regiones por un “propenderán a”, distanciándose del anhelo de participación activa.
Otro trago amargo tuvo que ver con la Comisión de Derechos Humanos, convertida en algo parecido a una Comisión de la Verdad “exprés”, por donde desfilaron presencial o telemáticamente representantes de centenares de organizaciones sociales, territoriales, familiares de detenidos desaparecidos de la dictadura militar, voceros de asambleas populares denunciando el terrorismo de Estado contra tres generaciones. Incluso un juez demostró la participación del Poder Judicial en el violento accionar contra manifestantes durante las protestas. Todo para que, al final, las propuestas emanadas de esta comisión quedaran al margen, postergadas para ser votadas más adelante. No le sentó bien a la “machi” Linconao, quien por si acaso señaló: “Venimos a escribir más derechos, y no solo a ratificar los que ya están”.
Uno de sus anuncios más recientes fue la aprobación de un “plebiscito dirimente intermedio”, que se presentaría al mismo tiempo que el referéndum de salida. Así “destrabarían” normas constitucionales que, aunque no hayan alcanzado los dos tercios de acuerdo, sí obtengan un amplio apoyo. Pero todo se complica: la directiva de la Convención ha asumido que dicho plebiscito deberá primero ser ratificado por el Congreso y esto a las puertas de nuevas elecciones. Otra estratagema que pone en jaque la soberanía del poder constituyente, al asumir en la práctica su dependencia del poder constituido en 1980, en plena dictadura.
Las primeras consecuencias de esta “pinza” de desprestigio ya se hacen notar: al continuo ataque mediático de la derecha se le agregan ahora muestras de presión callejera a las puertas de la Convención al grito de “con todo sino pa qué”. Comuneros mapuche de la Araucanía declararon que ni Loncon ni los demás representantes de escaños reservados los representan. Incluso episodios de inusitada violencia contra convencionales que, meses atrás, se manifestaban en la plaza de la que ahora se ven expulsados. El reciente fallecimiento de una observadora de derechos humanos durante una protesta mapuche encenderá todavía más los corazones de un país que está harto de esperar.
La Convención Constitucional fue desde su origen un proyecto fraguado para calmar a una calle rebelde que había empezado a actuar por su cuenta, lejos de las asambleas territoriales que llamaban a desconocer la institucionalidad, lejos también de la reforma parlamentaria que la movilización no hubiera aceptado. Y si el objetivo era establecer un diálogo entre los de arriba y los de abajo, que ni los de arriba ni los de abajo se tragaron sino como concesión desesperada, resulta lógico que ahora la Convención se sitúe en un limbo que concentre todos los resquemores y la desconfianza de un país en el que la convivencia ha saltado por los aires. Para tener éxito en su objetivo de coser las heridas, todo depende de que esta inestabilidad no acabe pulverizándolos, y de que el movimiento social siga apoyando lo que hasta ahora es el único contrapoder institucional que ha logrado materializar.
Como todo hoy día en Chile, la situación parece un eco del momento álgido del gobierno de Salvador Allende. Por un lado, necesitaba a la Democracia Cristiana para no ser triturado por la derecha reaccionaria, pero a la vez vivía una presión constante del movimiento popular que exigía avanzar en medidas socialistas a mayor velocidad. Allende sabía hablarle al pueblo: si aumentaba el cuestionamiento, le recordaba a las masas que su proyecto era a largo plazo, que más que felicitaciones o críticas exigía compromiso y colaboración. Pero la Convención no legisla ni ejecuta. Nada puede “hacer” aún salvo mandar gestos, hacer promesas y dar abrazos.
Si algo la revuelta chilena sigue siendo incapaz de producir es un liderazgo que pueda ordenar el rumbo. No por ausencia de postulantes sino porque, tras décadas de traiciones, ya no tienen intención de seguir a ninguno.
Un pingüino quiere ser presidente
En noviembre de 2019, la movilización tenía contra las cuerdas a Piñera y a todo el mundo político. Ni siquiera el retiro de los militares tras la “marcha más grande de Chile” había logrado apaciguar la crisis. Entre el 12 y el 14 de noviembre un paro nacional detenía los puertos, las carreteras, incluso algunas mineras. El Congreso, el Senado y la Moneda temblaban al filo del abismo.
Piñera se reunió entonces con el Consejo de Seguridad Nacional como si la nación entera estuviera bajo ataque. Se rumoreaba que las Fuerzas Armadas pedían impunidad a cambio de volver a las calles y bajo esa amenaza los políticos sellaron el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, pactando el plebiscito constitucional y sus normas. Entre ellos, varias de las fuerzas que componían el Frente Amplio, joven coalición de nueva izquierda que hubiera podido capitalizar el impulso de cambio.
En el documento destacaba la pequeña firma de un diputado que la estampó a título individual y contra la decisión de su propio partido. Se trataba de Gabriel Boric, aquel muchacho de Magallanes que se convirtió en uno de los rostros emergentes de las manifestaciones estudiantiles de 2011, herederas a su vez de la revolución pingüina de 2006. El mismo joven que, junto con otros miembros del Partido Comunista (PC) y el Frente Amplio, participó en lo que supuso un auténtico trauma para el movimiento callejero: la aprobación de la ley “antisaqueos” o “antibarricadas”. La ley se tradujo en un aumento de las penas de cárcel para los manifestantes que participaran en disturbios o interrumpieron el tránsito. La coalición se dividió y algunas de las fuerzas que la integraban se separaron con duras palabras. Las disculpas del mismo Boric, a solo 24 horas de la votación, supieron a poco.
Meses después, su imagen comenzó a cambiar. Se había formado la coalición Apruebo Dignidad con el PC, y, contra todo pronóstico, Boric vencía en primarias a su socio Daniel Jadue. Su estrategia consistió en girar al centro e ir a la caza del voto socialista de la ex Nueva Mayoría, defraudado por el fracaso de Bachelet y que enarbola nuevamente la bandera allendista. A juzgar por las declaraciones de su militancia, de ciertos diputados y hasta de constituyentes afines al partido, lo ha conseguido.
El mismo Boric dice reconocerse en Allende, en un progresismo amplio y democrático, pero su propuesta rehúye de nacionalizaciones o enfrentamientos con el sector privado. Al mismo tiempo, alaba la independencia del Banco Central y pide perdón en público por los “errores” del pasado, cuando sus declaraciones y propuestas eran más radicales. Promete cambios, pero sin “echar por la borda lo ganado estos años”. Le pide al electorado que no le tenga miedo a la juventud, porque “gobernarán con responsabilidad”.
Su tono, y el errático camino que lo ha llevado hasta aquí, lo separan inevitablemente de la ola rebelde y rompedora de finales de 2019. Así, lo que hasta hace poco parecía una batalla entre dos relatos (“los treinta años” contra “Octubre”) se ha visto invadido por uno que se opone a ambos: el lento y paciente caminar de los pingüinos aprendiendo a hacer política, a partir del diálogo y en busca de una reconstrucción sosegada para poner fin a la guerra.
El alzamiento de octubre tuvo un efecto que hoy está ausente en la campaña política: despertó la conciencia de clase de los sectores más oprimidos del país, precisamente de los que nunca pudieron pagar los créditos para terminar la universidad. Resurgió como nunca la palabra “pueblo”, la resistencia de las poblaciones obreras, el dolor de los cabros abusados en el Servicio Nacional de Menores, el orgullo consciente de los que siguen “pateando piedras”. Ese mundo brilla por su ausencia en la retórica frenteamplista.
Entre sus filas abundan asesores de think tanks y profesionales del marketing político, dirigentes universitarios que pasaron directamente de las protestas a puestos institucionales, con buena labia y poca “calle”. Enfants terribles de las clases medias que agradecen el apoyo de José Mujica y miran por encima del hombro a Pedro Castillo o a Evo Morales. Ni un rostro “moreno” destacable en la primera fila. Sus referentes son los proyectos de la izquierda verde del norte de Europa, como si la posición de Chile fuera un error en el mapa del mundo. Suena casi a un reverso juvenil de aquella idea de “jaguar” latinoamericano que la propia revuelta vino a desnudar para revelar las miserias que ocultaba.
Aun así, la victoria de Boric significaría que el electorado de Chile apuesta por la juventud en vez de lo añejo, por proteger la Convención Constitucional y darle una oportunidad a su promesa de poner freno a la pesadilla neoliberal. Los medios de comunicación, las encuestas, incluso la derecha parecen dar ya por sentada su victoria en la primera vuelta de las elecciones de noviembre. Pero en los últimos dos años, Chile ha vivido un torbellino de pasiones extremas, una lucha de clases descarnada a cara descubierta, entre un “nosotros” y un “ellos” que no aceptaba compromisos: elite contra pueblo, políticos contra ciudadanos, instituciones contra asambleas, latifundistas contra mapuches, “quiltros” contra “pacos”. En ese contexto, ¿logrará un proyecto que aspira a dialogar con todos, pero en el que la centroderecha solo ve a un “lobo con piel de cordero” y los jóvenes combatientes consideran una “mierda buena onda”, construir un nuevo principio de gobernabilidad?
El regreso de los muertos vivos
La polarización funciona en ambos sentidos. A finales de 2019, mientras el octubrismo se hacía fuerte, la agrupación Capitalismo Revolucionario iniciaba sus propios actos y marchas al grito de “morir luchando, marxistas ni cagando”. Enarbolando con orgullo los símbolos de Patria y Libertad, el grupo armado que sembró el terror durante los años de la Unidad Popular, apoyados por exmilitares y por la UDI (partido de derecha donde el pinochetismo “democrático” se recicló), atacaban a manifestantes y se oponían a la nueva constitución con integrantes vinculados incluso a femicidios.
El “Rechazo” logró apenas el 20% en el plebiscito constitucional, pero en 2021 las ínfulas reaccionarias contraatacan con más fuerza, en medio de la carrera presidencial. Vandalizan la estatua de Allende y la tumba de Víctor Jara. Se agrede, cuchillo en mano, a manifestantes de la plaza Dignidad, igual que hace un año lo hacían con pistolas de perdigones contra familiares de presos políticos.
Frente al poco apoyo que recibe Sebastián Sichel, el heredero de Piñera, más escorado al centro y con un discurso vacilante, crece el proyecto de “mano dura” de José Antonio Kast. Emulando a Trump y Bolsonaro, este candidato propone cavar una zanja que impida el paso a los inmigrantes venezolanos y haitianos, ensalza la acción de carabineros durante el “estallido delictual” (como lo llaman sus adherentes) y pretende ahondar la via chilena al neoliberalismo.
Su discurso ya no solo prende entre los nostálgicos de la dictadura sino ahora también entre la “clase media” de emprendedores y dueños de comercios que vieron sus negocios golpeados primero por las protestas y luego por la pandemia, y solo aspiran a que les bajen los impuestos para poder proteger mejor su rincón particular en medio del caos. El creciente odio al inmigrante que los medios y el Gobierno potencian, le da alas.
En las últimas semanas, una serie de movilizaciones en Iquique contra los inmigrantes que malviven en carpas en la calle, degeneró en una turba enajenada que los persiguió hasta el interior de los comercios y armó una hoguera con sus pertenencias, carritos de bebé incluidos. La escena recuerda a un episodio en la Araucanía del año anterior. Entonces, una concentración antimapuche desalojó violentamente, en pleno toque de queda, a familias de comuneros que habían ocupado la municipalidad de Curacautín. En ambos casos, los actos se produjeron ante la inmovilidad de carabineros, concentrados en proteger a los “manifestantes”.
De llegar a una segunda vuelta contra Gabriel Boric, Kast tendría dificultades para ganar en el actual escenario. Pero avanzar posiciones lo colocaría en una situación idónea para potenciar un proyecto desestabilizador. La maquinaria que va destruyendo todas las posibilidades de proyectos transformadores, puede acabar agudizando el desencanto de una sociedad cuya abstención electoral ya roza el 60%, sin que eso redunde en una movilización democrática. Lo cuál puede entregarle el país a un monstruo que venga a destruir lo poco que el octubrismo ha ganado en estos años. Saltan entonces a la palestra los Pandora Papers, la investigación internacional que reveló el negocio millonario mediante el cual Sebastián Piñera vendió en las Islas Vírgenes Británicas sus acciones de la Minera Dominga, a un amigo de infancia. El escándalo ha abierto, finalmente, la puerta a la acusación constitucional. Y aquí aparece la oportunidad para una tercera figura en ascenso: Yasna Provoste, ex presidenta del Senado.
Frente a la inexperiencia de los pingüinos, ella presenta un currículum efectivo. Meses atrás, lograba arrebatarle a Piñera el Ingreso Familiar de Emergencia y ordenaba a su bancada para permitir los retiros de AFP, erigiéndose en líder de la oposición. Mientras el resto de candidatos, todos ellos hombres blancos, se dirigen a un choque de trenes, ella recorre las provincias del interior sin hacer ruido. Recientemente, a un rondero del Perú profundo esta estrategia le funcionó. Ser la única mujer, además de origen humilde, de pueblos originarios (diaguita) y atacameña, podría convertirla en una figura ganadora para los tiempos populares, descentralizadores, femeninos y de mestiza morenidad que vive Chile. Si no fuera, claro, por el partido que la acompaña, la Democracia Cristiana, los eternos gatopardos de la política chilena, que hoy viven su peor momento. Hacer rodar la cabeza de “María Antonieta” Piñera y entregársela a la revolucionada plebe podría ser exactamente lo que necesitan para recuperar el protagonismo.
La memoria obstinada
Chile es una franja de tierra en la que abundan los sismos. En el mapa parece más una cordillera que un país, pero se siente una isla. Aislado por un océano al oeste y una barrera rocosa al este. En el norte, un desierto. Bosques, lagos y cerros diseminados en el medio. Y un hormiguero de glaciares en el sur. En su territorio conviven siete etnias (picunches, mapuches, huilliches, rapanui, diaguitas, atacameños y caucahués), y supervivientes de otras que su Estado ni reconoce. En dichos pueblos primaba la oralidad, una historia que se transmitía pasando por el tamiz de cada narrador, produciendo un telar de cuentos con los que explicarse a sí mismos.
Hoy, el grupo mayoritario pero rara vez identificado como tal, lo componen los mestizos. Una mezcla en cuya sangre circulan genes de casi cinco siglos de opresión bajo un poder primero extranjero, luego centralizado, siempre ajeno a la tribu, que con sables y fuego impone una y otra vez relatos que nadie entiende ni respeta, que solo algunos aprenden a repetir para ganarse el favor del patrón. Pero la memoria es obstinada, y nadie la puede gobernar.
En su centro, una capital dividida en dos. En el oriente, la elite de “Sanhattan”, su corazón financiero, que veranea en las tierras a la venta de Chiloé, controla los fundos de la Araucanía, gestiona el negocio minero del norte y posee los principales medios de transporte y comunicación, mientras aún sueña en su cómodo lecho con el “milagro” neoliberal de Chicago. En el occidente, en ese “otro Chile” común y corriente que también alcanza a las regiones, las poblaciones polvorientas aprietan los dientes, el narcotráfico se hace fuerte y la policía castiga a lumazos al que alza la voz, donde aún florecen las animitas por los muertos o desaparecidos, y donde hoy resuena un poquito más la palabra “compañero”, para abrirse paso entre la jungla.
Como frontera entre ambos, una plaza con una multitud de nombres en eterna disputa. Plaza Baquedano, por el prócer que cruzaba la ciudad para compartir con los “rotos”, héroe patrio para unos, genocida para otros. Plaza Italia, en honor a una de las tantas colonias europeas que se asentaron en el país y que dio lugar a la popular división “de Plaza Italia p’arriba”, “de Plaza Italia p’abajo”, que separaba a los grandes de los chicos. Y ahora, Plaza de la Dignidad, la zona cero del estallido o despertar social, revuelta o insurrección popular, primavera o alzamiento.
En Chile hay mil y un nombres, mil y un canciones, mil y una leyendas para narrar de dónde viene, dónde está y hacia dónde camina la rebelión de Octubre, porque la historia aún se está contando y la hacen los pueblos.
Facundo Ortiz Núñez