23 de abril. Plaça de Cal Font de Igualada. Díada de Sant Jordi.
– Recomiéndanos unos libros para mi hija. Tiene doce años. Es que todo lo que leía de Stilton se le ha quedado pequeño y ahora le aburre. ¿Qué nos puedes recomendar? Tú eres el experto.
Cuando me empecé a encargar de la sección de literatura infantil y juvenil de la librería, reconozco que había perdido todo contacto con este género desde que a los diecisiete años hiciera el salto a lo que se llama “literatura adulta”. Así que por responsabilidad profesional, decidí ponerme al día teniendo como meta final convertirme en un experto en LJ (en lo que aún sigo trabajando y espero que me lleve toda la vida para evitar acomodos lectores). Gracias a esas lecturas me libré de muchos prejuicios y redescubrí el placer de los libros de aventura.
Y todo en previsión del día en el que por la puerta entrara alguien y me pidiera que le recomendara un libro juvenil. Si tenía que hacerlo, quería saber de lo que estaba hablando. No quería convertirme en uno de esos libreros con los que me había encontrado en mi vida que no tenían ni idea de lo que hablaban y al pedirles ayuda te endilgaban lo primero que les venía a las manos, sin consideración por la edad o los gustos del joven lector que tenían delante. Recomendar lecturas es una de las tareas que definen al librero y, para mí, una de las más importantes. Una buena recomendación hace que ganes un cliente y un lector para el resto de la vida. Día sí y día también entra en la librería gente buscando la novela de su vida, o una para pasar el rato o como regalo a una segunda o tercera persona. Y algunos se acercan al librero y le hacen la pregunta: “¿Qué me puedes recomendar?”.
Para mí lo más importante es escuchar. Pregunto qué quieren, en qué idioma, qué han leído antes, qué les ha gustado, y si quieren algo parecido o prefieren arriesgarse y cambiar de tercio. Escucho lo que me dicen y ofrezco las distintas alternativas. Doy consejos, enseño libros, busco y nunca olvido que la última palabra la tiene el cliente, no yo. Por mucho que a mí me gusten las novelas de Sergio Klein, si el cliente quiere un libro de la Meyer, pues un libro de la Meyer por mucho que me duela y me sangren las heridas.Y hablar. Y llegar a acuerdos de lecturas. Como le dije a una clienta, “me leo dos novelas de Claudia Gray si tú te lees dos novelas de Richelle Mead” (salió ganando ella porque la Gray… madre de dios… pero todo sea por una venta). Y discutir. Y compartir. Y dejarse recomendar. Porque es genial que sea el cliente el que descubra y te recomiende una novela, como me pasó con El dragón de su majestad. Y descubrir a los demás un título que a ti, como lector y librero, te ha emocionado. Recomendar e insistir en que la serie de Generación Dead es de lo mejor publicado en los últimos años y ver que poco a poco tanta insistencia obtiene sus frutos. Y, sobre todo, que jóvenes clientes entren en la tienda sólo para darte las gracias por tal o cual libro, o que te digan que si no hubiese sido porque dejé en sus manos Atrapados, de Chris Wooding, nunca se habrían envenenado de palabra impresa y ahora serían un número más en las encuestas de no lectores. Todo esto es algo satisfactorio y genial, y justifica por sí sólo las cuarenta horas semanales de duro trabajo.
Claro, que también te equivocas y aparecen clientes diciendo que el libro que les recomendaste es un horror, que no les ha gustado nada e, inevitablemente, pierden algo de confianza. No hay que olvidar que al fin y al cabo todo acaba reducido a una cuestión de gustos. Eso sí, la conciencia la tengo tranquila, porque puedo recomendar una obra que no guste, pero nunca recomendaré un mal libro.
Por cierto, al final la madre y la hija del principio de este artículo se llevaron por indicación mía El baúl de viaje, de Bianca Turetsky, Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, y La chica del lago, de Steph Bowe. Y me sentí orgulloso de esta venta porque en los ojos de aquella joven lectora brillaba ese mítico fuego que sólo encienden los buenos libros y del que me sentí un poco responsable.