
Editorial Mondadori. 140 páginas. 1ª edición de 2004.
Otra novelita de Aira.Y aseguro que esta vez, un viernes de hace dos semanas, salí extrañamente de casa sin ningún libro para el transporte público. Había terminado La noche navegable de Villoro horas antes y a las 20.30 había quedado en Cuatro Caminos con un amigo que quería llevarme a un espectáculo de teatro de improvisación. En el metro, sin nada que leer, miro el reloj y comprendo que voy a llegar demasiado pronto, así que me bajo en Nuevos Ministerios con la idea de subir Raimundo Fernández de Villaverde andando. Y al caminar por la acera, observo el local de la librería de segunda mano Ábaco, que está -o estaba, más bien-, en una de las pequeñas plazoletas a las que se abre la calle. Y desde lejos me parece que la librería no está cerrada sino abandonada. Me acerco y aliviado leo que se han trasladado a un local más grande en la propia Raimundo Fernández de Villaverde. Sigo subiendo la calle y me encuentro con la nueva ubicación de la librería Ábaco, y ahora es más grande y se puede caminar con holgura por sus pasillos. Como me sigue sobrando tiempo, me quedo un rato. Paseo por las estanterías y me detengo en la sección de libros hispanoamericanos. Bajo un montón aparece esta novelita de César Aira (Coronel Pringues, Argentina, 1949): Las noches de Flores, de la editorial Mondadori, un libro como nuevo y con un precio de 4,5 euros. Una novela de la que desconocía la existencia y que compro por impulso. Y de vuelta a casa, tras el surrealismo del teatro improvisado, empiezo a leerla en el metro.
Las noches de Flores está ambientada en los primeros años del siglo XXI en Buenos Aires, concretamente en el barrio de Flores -donde vive el propio Aira- y en las primeras páginas se nos presenta a Aldo y Rosa Peyró, una pareja de jubilados del barrio: “Eran miembros muy característicos de nuestra vapuleada clase media, con una jubilación mediocre, casa propia, sin apremios graves pero sin un gran desahogo.” (pág. 7). Para completar su sueldo los Peyró han aceptado trabajar como repartidores de pizzas en el barrio. Sus compañeros de trabajo son chicos de 14-16 años que hacen el reparto en moto, ellos lo realizan a pie, y así ganan algo de dinero y hacen ejercicio. En la pizzería les reservan los pedidos más cercanos y a veces los más sospechosos. La nueva situación de Argentina ha hecho que los ladrones agudicen el ingenio para intentar robar, por ejemplo, las motos de los repartidores. Si el pedido puede parecer peligroso es a Aldo y a Rosa a los que se envía desde la pizzería. “La delincuencia sí era una consecuencia directa de la crisis. Había aumentado tanto que salir a la calle ya era arriesgar la vida, sobre todo de noche”. (pág. 25)También los secuestros están aumentando, y ha saltado a la prensa el de Jonathan, un chico que hacía el reparto de comida en moto para otra empresa de la competencia.
Los primeros capítulos de Las noches de Flores presentan un relato simpático al describirnos la crisis del país (aunque en la página 17 nos encontramos con una larga e innecesaria descripción de la tecnología de un GPS. Recordatorio personal: no describir nunca en una obra literaria avances tecnológicos, en 5 años esas páginas pasan a ser ridículas), cuyo costumbrismo porteño se rompe en la página 29 con la aparición de Nando: “Esto lo dijo un ser extraño, mitad murciélago, mitad loro, de un metro de alto, que se descolgó de un árbol al paso de los Peyró, y siguió caminando con ellos”. La aparición de este ser es asumida sin demasiados problemas por los Peyró, y la novela entra en los presupuestos del relato neofantástico.
Ya hablé en el blog de una conferencia de César Aira a la que asistí (ver AQUÍ). En ella, Aira habló de sus lecturas de folletines y de novelas malas y olvidadas del siglo XIX y principios del XX, y de su fascinación por este tipo de narrativa en la que se perdía la verosimilitud y que incidía en la casualidad absurda y el melodrama patético.
Y al ir leyendo Las noches de Flores me estaba extrañando que Aira fuera a cerrar el texto de una forma lógica, a pesar de la aparición del personaje de Nando. Y no fui defraudado: traspasada la mitad de la novela, no sólo se empieza a perder la verosimilitud narrativa, sino que directamente nos desplazamos hasta el territorio de la incoherencia narrativa. Así en la página 79 recibimos esta información: “Como todos los ciegos, Rosa siempre sabía más de lo que parecía”. Y no es que el narrador nos hubiese ocultado este detalle concerniente a Rosa, que hubiese dosificado la información suministrada, sino que directamente este dato entra en contradicción con otros aportados en páginas anteriores; así ya hemos leído, por ejemplo, en la página 24: “Esa noche se detuvieron varias veces, aquí y allá, a contemplar unas pintadas que habían aparecido en las paredes del barrio”, o en página 25: “lo veían tal como era: familias durmiendo en la calle”.
Y en esta segunda mitad de la novela el foco narrativo se desplaza desde el matrimonio de los Peyró hasta el fiscal constitucional Zenón Mamaní Mamaní, que investiga el secuestro y muerte de Jonathan. Zenón recibe en su casa de Buenos Aires la visita de su amigo, el escritor boliviano, Ricardo Mamaní González. Estos dos personajes se relacionan con el también escritor Pedro Perdón. Después se nos informa de que Ricardo –que según el juicio de Zenón es el más destacado escritor de Bolivia- en realidad es un informático, que con la ayuda de lingüistas ha inventado un sistema de identificación de textos; y de que Pedro es un guionista no ya de reality shows, sino de los previos del programa, del proceso de selección de los candidatos al reality show.En las conversaciones que surgen entre estos tres personajes, Aira reflexiona sobre el arte: “El arte está buscando siempre lo nuevo, y lo nuevo ha terminado identificándose con lo distinto. Se ha producido una reversión de causas y efectos, y ahora basta con que sea distinto” (pág. 126-127).
Y la segunda mitad de Las noches de Flores se ha convertido ya en un delirio narrativo: Aldo en realidad es una famoso y peligroso delincuente llamado Cloroformo. Y en la página 117 recibimos esta información: “Rosa estaba orinando de pie, como un hombre, y un movimiento lateral le mostró [a Aldo] que era realmente un hombre, porque sostenía en la mano un miembro de proporciones descomunales”. Esto último lo leí en el autobús –una de las rutas- que me acerca por las mañanas al colegio donde trabajo. Y se me escapó una carcajada, que no era debida al chiste de Aira sino al planteamiento del chiste: vamos a ver, Aira, amigo, después de leer a todos los clásicos, lees los folletines y los melodramas olvidados del siglo XIX y de principios del XX; es decir, investigas donde no investiga ningún escritor de tu generación; reivindicas las vanguardias, a Macedonio Fernández a Felisberto Hernández; y tras todo este extraño camino, tras toda esta pirueta literaria, acabas en el chiste de que la mujer era un hombre y tenía un pene descomunal, acabas en el chiste que puede concebir cualquier adolescente que no ha leído nunca un libro sin que le obliguen a hacerlo en el cole (y sé de lo que hablo).
Un escritor de folletines o de melodramas del siglo XIX o de principios del XX escribía sus narraciones sin ironía, y de este modo se equivocaba y llegaba a callejones sin salida que resolvía de forma inverosímil o cayendo en contradicciones, y la pregunta es: ¿si Aira toma estos elementos y los recrea desde un punto de vista irónico, la propia ironía crea la gran obra de arte? Es decir, si Aira escribe una novela mala, sabiendo que es mala, haciéndola mala adrede, con incoherencias, con surrealismo, con soluciones absurdas, ¿esto hace que sea distinta, original y de esta forma se transforma en una novela buena?
He leído críticas en Internet sobre Las noches de Flores airadas contra Aira, y la indignación que ha provocado la novela en algunos lectores me ha hecho sonreír. La verdad es que yo empecé leyendo el libro con interés y lo he terminado con incredulidad. Ante el absurdo que se me planteaba no he podido contener la risa; recuerdo, además de lo ya citado, la supuesta explicación realista sobre quién es el personaje de Nando, ese ser mitad murciélago y mitad loro del que ya he hablado, que me provocó otra carcajada. Y supongo que la broma literaria que es Las noches de Flores puede indignar o hacer gracia, y esto último, en todo caso, porque el libro es tirando a corto, que de tener 500 páginas dudo que alguien consiguiera acabarlo. Y algo parecido sentí ese viernes, cuando empecé a leer el libro en el metro, después de haber asistido a una hora y cuarto de teatro d improvisación: que esta modalidad de teatro como curiosidad y como broma está bien, pero ¿quién aguanta tres horas de una obra de teatro puramente improvisada? O ¿cómo esta obra que surgía ante nuestra mirada divertida iba a aguantar la comparación con una gran obra de teatro del Siglo de Oro, por ejemplo? Y había, claro, actores mejores que otros, y los que tenían más tablas improvisaban mejor, y la prosa ajustada de Aira hace que su experimento narrativo aguante mejor que el material del que parte, esos folletines del XIX o de principios del XX, porque imagino que además de incoherencias narrativas y melodramas pomposos contendrían altas dosis de prosa inflada y ridícula, algo en lo que no cae (o no quiere imitar) Aira; puesto que la reivindicación de las vanguardias, las incoherencias y el melodrama unida a la de la prosa mala sería ya una apuesta imposible de ganar.
Yo, entre un libro como Las noches de Flores y, para entender lo que quiero decir, otro como Salvatierra, la cerrada y perfecta corta novela realista del también argentino Pedro Mairal, me quedo con la segunda; porque la narración de Mairal me emocionó más y me mantuvo en vilo hasta el final de sus escasas páginas. Las noches de Flores la acepto como broma, como reivindicación de las vanguardias, y tampoco me ha quitado las ganas de acercarme a los libros más celebrados de Aira, que aún no he leído, Cómo me hice monja o Enma, la cautiva.Y estas son, básicamente, las reflexiones que me provoca otra novelita de Aira.
