Como el foie gras, la Declaración de los Derechos del Hombre y la guillotina, América Latina es un invento francés. Aunque se ha naturalizado y hoy parece un simple recorte geográfico, la idea surgió en 1860, como resultado de las ambiciones de Napoleón III de incorporar al continente americano a la esfera de influencia de Francia a través del establecimiento en México de la monarquía de Maximiliano de Austria. En los planes del emperador de la farsa, el decisivo apoyo francés consolidaría un México independiente que funcionaría como barrera frente al expansionismo de Estados Unidos, garantizaría los intereses coloniales de París en el Caribe y permitiría abrir los mercados de Centroamérica y el Norte de América del Sur (1).
Aunque el Segundo Imperio Mexicano terminó en un fracaso y Maximiliano fue fusilado tres años después de asumir el trono, la idea de América Latina como la región que comprende a todos los territorios no anglófonos de América se fue afianzando. El bolivarianismo, con sus mil interpretaciones posibles, operó como el ideal doctrinario de un latinoamericanismo que, de Martí al Che, tuvo sus hazañas y sus héroes, sus aportes originales al pensamiento (la teoría de la dependencia, por ejemplo) y sus instituciones (la ALADI y la Cepal tal vez sean las más relevantes).
Ya en los 90, en pleno auge de la globalización pos-caída del Muro y con el ALCA aún en el horizonte, la región fue redescubierta por el capitalismo como un potencial mercado unificado (América Latina como target), cuyos emblemas más característicos fueron, por supuesto, la CNN en español y la MTV Latinoamérica, que comenzó a emitir el 1 de octubre de 1993 con “Sudamerican rockers”, el hit de los chilenos Los Prisioneros, una banda que asumía con alegría su des-nacionalización (aparecían tocando delante de una serie de banderas de países inexistentes) tanto como su condición periférica:
No nos acompleja revolver los estilos
mientras huelan a gringo y se puedan bailar
El estribillo mezclaba inglés y francés:
We are sudamerican rockers
Nous sommes rockers sudamerican
Fracturas
Hoy América Latina se encuentra fracturada en tres sub-regiones cuyas fronteras resultan totalmente nítidas, si se les presta atención. La primera tiene como límite una línea imaginaria que podríamos situar a la altura del Canal de Panamá. Salvo Cuba, todos los países ubicados de allí hacia el Norte se encuentran atados, para bien o para mal, a Estados Unidos, que absorbe la mayor parte de sus exportaciones (73,9 por ciento en el caso de México), provee casi toda la inversión extranjera directa y recibe a la mayoría de los migrantes (dos millones y medio de salvadoreños, de una población de menos de siete millones, viven en territorio estadounidense).
El costado formal de esta imbricación material son los tratados de libre comercio. Primero a través del TLCAN, firmado entre Estados Unidos, México y Canadá, y luego por medio del DR-CAFTA, suscripto por los países centroamericanos y República Dominicana, la región ha ido conformando un área comercial unificada. Definitivamente norteamericanizada en términos económicos, delimita el segundo perímetro de seguridad estadounidense, con todas sus presiones de terrorismo y narcotráfico, consolidando una fuerza de atracción tan poderosa que supera la orientación política de los gobiernos, como demuestra el hecho de que ni el sandinista Daniel Ortega ni los salvadoreños Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén, ambos pertenecientes al Frente Farabundo Martí, denunciaron, una vez en el poder, los acuerdos con Washington.
Pero la mayor novedad no se sitúa aquí sino en el mundo andino, que en la última década atraviesa una etapa de mutaciones más profundas que las de cualquier otra zona del continente. La vieja Comunidad Andina de Naciones (CAN), integrada en su momento por Chile, Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador y Venezuela, se encuentra sumida en una crisis terminal. Lanzada en 1969 e inspirada en la Comunidad Económica Europea, la CAN pasó por momentos turbulentos, que incluyeron el retiro de Chile en 1979, pero sobrevivió como una zona de libre comercio dotada de dos instancias supranacionales tempranamente construidas: una secretaría general con sede en Lima y un tribunal de justicia situado en Quito.
Como un zombi que camina pero en realidad está muerto, la CAN sobrevive sólo en los papeles. Comenzó a extinguirse en abril de 2006, cuando Hugo Chávez anunció el retiro de Venezuela con el objetivo de incorporarse como miembro pleno al Mercosur. Con su decisión, tan unipersonal como audaz, Chávez no sólo estaba optando por una de las varias identidades de un país que es a la vez andino, caribeño y amazónico; también estaba introduciendo una nueva línea de fractura regional y provocando una reacción en sus antiguos socios. Por un lado, los gobiernos de Bolivia y Ecuador comunicaron su intención de seguir el ejemplo venezolano y sumarse al Mercosur, un proceso que de todos modos demorará años y que exige no sólo un engorroso trabajo de armonización aduanera y verificación de pautas comerciales, sino también un mínimo de sintonía política: recordemos que la incorporación de Venezuela recién se aprobó cuando Paraguay, que frenaba su ingreso, fue suspendido a raíz del desplazamiento irregular de Fernando Lugo, como si el bloque sólo pudiera ampliarse a costa de golpes blandos en alguno de sus Estados-miembro.
Al tiempo que Venezuela, Bolivia y Ecuador se acercaban al Mercosur, Colombia, Perú y Chile anunciaban, junto a México, la creación de la Alianza del Pacífico. Sin pretensiones de coordinación política ni mayores ambiciones que las que derivan de la prosperidad económica, la Alianza del Pacífico aparece como un proceso de integración típico del siglo XXI, como la APEC en Asia-Pacífico o la futura ATCI atlántica. Todos sus integrantes firmaron acuerdos de libre comercio con Estados Unidos, como parte de una estrategia de integración hacia el Este y el Norte que, igual que en Centroamérica, se mantiene a pesar de los cambios de gobierno: recordemos que el TLC entre Chile y Estados Unidos fue suscripto por el socialista Ricardo Lagos y que Ollanta Humala mantuvo la adhesión de Perú una vez que llegó a la Presidencia.
El perfil de la Alianza del Pacífico es diferente al del Mercosur, aunque menos por la voluntad de sus líderes que por la fisonomía productiva de los países que la integran. Sucede que la estructura de sus economías descansa fundamentalmente en la exportación de commodities (petróleo en Colombia y México, minerales en Perú, cobre en Chile), lo que las exime de la necesidad de proteger a sectores industriales significativos, como sucede en Brasil y Argentina. De hecho, los países de la Alianza expresan, sumados, el 35 por ciento del PBI latinoamericano, pero explican más del 50 por ciento de las exportaciones, dato que confirma la orientación exportadora y el perfil abierto del proceso de integración (2).
Nuestro lugar
¿Qué lugar ocupa Argentina en esta América Latina fracturada? Desde al menos tres décadas, Argentina apuesta a una relación estratégica con Brasil, relación que comenzó con la decisión de los gobiernos de Raúl Alfonsín y José Sarney de desnuclearizar el vínculo bilateral, continuó con el lanzamiento del Mercosur por parte de Carlos Menem y Fernando Collor de Mello y sumó componentes de coordinación política desde la llegada al poder de Néstor Kirchner y Lula. Lo más parecido a una política de Estado que tenemos por aquí, la asociación con Brasil es un activo estratégico que todo gobierno debería cuidar. Y que en los últimos años contribuyó a la paz y la estabilidad regional gracias a operaciones diplomáticas cuidadosas en países como Bolivia, Venezuela, Ecuador y Colombia (aunque no siempre, como demostró el caso de Paraguay, efectivas).
Si la amistad con Brasil se ha fortalecido, los cambios en el escenario internacional afectaron otros aspectos del patrón histórico de relaciones exteriores de Argentina. En un mundo cada vez más descentrado, el dato más relevante es el peso decreciente de los vínculos con Europa y Estados Unidos, evidenciado en la disminución del intercambio comercial y en un progresivo alejamiento político, que sin embargo no implica un deslizamiento hacia posiciones radicalmente anti-estadounidenses ni, menos aun, anti-occidentales. Una forma de comprobarlo es el relevo de los votos en la Asamblea de Naciones Unidas: aunque a partir de 2003 las coincidencias entre Argentina y Estados Unidos disminuyeron, la distancia es similar a la de otros países de la región, como Brasil, Chile y Uruguay, e incluso a la de aliados estratégicos de Washington, como Colombia y México, y por lo tanto atribuible al unilateralismo de George W. Bush antes que a un giro radical del kirchnerismo. De hecho, desde la asunción de Barack Obama las coincidencias aumentaron (3).
Finalmente, la mayor novedad en la agenda internacional es el acercamiento a nuevas potencias como Rusia y, por supuesto, China, convertida en el segundo socio comercial de Argentina. La relación tiene tantas luces como sombras: si por un lado permitió sostener las exportaciones en momentos de desaceleración económica del primer mundo, contribuyó a la estabilidad monetaria a través de los swaps de monedas y ayudó a emprender grandes obras de infraestructura con financiamiento de largo plazo, por otro acumula un déficit comercial alarmante, que el año pasado llegó a 6.300 millones de dólares, bajo un patrón de intercambios que no podemos calificar sino en términos de centro-periferia: Argentina exporta a China commodities (básicamente, soja) e importa productos con valor agregado (textiles, juguetes, electrónica).
El futuro
Rebobinemos antes de concluir. Luego de algunos años en los que los diferentes países latinoamericanos parecían converger sin matices en torno a los ideales de la democracia y el libre mercado, la región comenzó a exhibir una serie de grietas que hoy definen tres espacios nítidamente recortados. En este panorama fracturado, Argentina conforma junto a Brasil un eje atlántico que apuesta a la integración económica, la estabilidad política y una cierta autonomía decisoria, tanto en la definición del modelo de desarrollo como en su inserción internacional. Esto, por supuesto, no quiere decir que no existan problemas: el Mercosur, por ejemplo, es un proceso estancado, con los dos socios menores sometidos a la permanente tentación de los acuerdos de libre comercio con otros países (no es casual, en este sentido, que Uruguay y Paraguay se hayan incorporado como observadores a la Alianza del Pacífico).
Por eso conviene mirar las cosas con cuidadoso pragmatismo. Como todo en la vida, la política exterior es un balance tenso entre valores e intereses, tal como demuestra el caso de la relación entre Argentina y Venezuela, siempre a tiro de las críticas opositoras. Pero una mirada desapasionada no tardaría en comprobar que el comercio bilateral se multiplicó geométricamente, de 150 millones de dólares en 2002 a cerca de 2.000 millones el año pasado, con una orientación claramente ventajosa para nuestro país, tanto por el superávit comercial como por su estructura (Argentina exporta bienes de alto valor agregado, como alimentos procesados, maquinaria agrícola e insumos químicos, e importa commodities, básicamente petróleo). En suma, lo que cualquier manual de comercio exterior sugeriría hacer.
1. Mónica Quijada, “Sobre el origen y difusión del nombre América Latina”, Revista de Indias, Vol. LVHI, Nº 214, 1998.
2. Cecilia Pérez Llana, “La ofensiva del Pacífico”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Especial América Latina, mayo-junio de 2014.
3. Roberto Russell y Juan Gabriel Tokatlian, “La política exterior del kirchnerismo”, en Carlos Gervasoni y Enrique Peruzzotti (eds), ¿Década ganada?, Debate, 2014.
* Director de Le Monde diplomatique.
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