El otro día celebré los quince años de Cosas que (me) pasan y hoy he pensado que también merecería celebración que han pasado diecisiete años desde que, una noche de enero de 2006, tras acostar a mis dos hijas que por entonces eran bebés, me senté en la misma mesa en la que estoy tecleando ahora y empecé a escribir sobre los libros que leía. El retorno del profesor de baile, de Henning Mankell, fue aquel libro. ¿Qué recuerdo de él? Nada, absolutamente nada; pero si leo lo que apunté aquella noche recuperaré la memoria gracias a los detalles y las impresiones que escribí aquel día. Aquella rutina de doblar esquinas mientras leía y, al terminar el libro, sentarme a dejar para la posteridad mis impresiones sobre la lectura y las citas que me habían llamado la atención la sigo manteniendo. Hay cosas que han cambiado: ya no tardo semanas en buscar el cuaderno perfecto porque me vale cualquiera siempre que se abra del todo y tenga un papel en el que pueda escribir con pluma. Tampoco mantengo, por falta de tiempo, la costumbre de volver a esos cuadernos a buscar inspiración en todas esas citas. ¿Para qué escribo los cuadernos si no vuelvo a ellos? Porque no pierdo la esperanza de volver a ellos, de recorrer todas esas notas y encontrarme no solo con las citas, los autores y los libros sino también encontrarme conmigo, con mi yo de 33 años, de 38, de 42 o 46. Cuando consiga hacerlo creo que va a ser una experiencia curiosa. Y a lo mejor lo cuento aquí.
Al lío de los libros de este mes.
Ensalada loca, de Nora Ephron, lo compré en Amapolas Librería. Me gustó tantísimo Se acabó el pastel y me gusta tanto el humor ácido e inteligente de Nora que estaba deseando leer más. Este volumen recoge artículos publicados en distintas revistas y periódicos. Algunos han envejecido mal, sin que esto sea un demérito para esos textos: no se escribieron pensando en que duraran, en que fueran relevantes pasados seis meses. Muchas de las noticias que Nora analiza y a las que otorga muchísima importancia pasadas por el filtro del tiempo carecen de la más mínima trascendencia, algunas resultan incomprensibles desde el futuro. A pesar de todo esto, Nora es Nora y siempre encuentro algo con lo que reirme, admirarme, asombrarme o asentir con fuerza.
Hay también muchas ideas con las que disiento y una de ellas es el tema de los pechos. Cuando leía esas páginas iba diciendo: «No, Nora, no tienes razón». A pesar de escuchar las quejas de sus amigas con mucho pecho «explicando que sus vidas habían sido muchísimo más tristes que la mía. Les tiraba la cinta del sostén en clase, no podían dormir boca abajo» y muchas cosas más, Nora defiende que tener poco pecho es algo más traumático que tener mucho. Nora, NO TIENES RAZÓN. Tener mucho pecho es terrible, no encuentras bikini, no encuentras sujetador y cuando lo encuentras es cuatro o cinco veces más caro que el que las mujeres de poco pecho pueden comprar en cualquier tienda. Además, el pecho más grande pesa más y se cae más. ¿Trauma por poco pecho? Sí. ¿Más que por tener mucho? Ni de coña. Y de esta burra no me bajo, venga Nora o quien sea.
Leyendo el ensayo Sobre lo de no haber sido nunca la reina del baile, en el que habla de la belleza de las mujeres, no paré de asentir todo el tiempo. «Una de las pocas ventajas de no ser guapa es que una embellece con los años: sin ir más lejos, yo misma no paro de mejorar de aspecto». Correctísimo, Nora. Nadie te ve y no te importa, pero tú te ves estupenda. «No existe en Norteamérica una chica fea que no cambiase sus problemas por los de ser guapa; no creo que haya una chica guapa que honradamente prefiera no serlo». Esto es así, los problemas de las guapas son imaginarios y es imposible empatizar con ellos. Y no pasa nada.
Nora dedica bastantes páginas al movimiento feminista, al que apoya con fervor crítico, como yo creo que hay que apoyarlo. «Me temo que el problema consiste en que como escritora estoy comprometida con la verdad y como feminista estoy comprometida con el movimiento; y dado que libremente me comprometí con él, considero una de las ironías constantes de este movimiento que no haya forma de decir la verdad sobre él sin que en cierto modo parezca que se le ataca».
Leed a Nora, pero empezad por Se acabó el pastel
Los reyes me trajeron El adversario, de Emmanuel Carrère. «¿Todavía no lo habías leído?», me dijo alguien. Pues no, no lo había leído, ¿qué prisa había? La historia de Jean Claude Rommand es tan increíble que hay que contarla muy mal para que no atrape al lector. Lo sucedido es extraordinario porque es llevar el engaño y la mentira a una cumbre que para los que mentimos de una manera vulgar y chapucera resulta casi una obra de arte. La mentira es excelsa y el personaje incomprensible. Cuando se descubre que tras su fachada está hueco, ¿lo que se descubre es la verdad u otra capa de maldad? Veo una línea clara entre A sangre fría, El adversario y La ciudad de los vivos (éste último ya estáis tardando en leerlo y doy por hecho que cualquiera que pasa por aquí leyó A sangre fría hace tiempo). Tres historias de crímenes narradas por autores competentes que pretenden contarlas sin tocarlas, desde una atalaya de objetividad imposible de mantener. Todos sabemos que Capote terminó enamorado de Perry y deseando que le ajusticiaran para poder terminar su novela y, en mi opinión y por otras lecturas que he hecho de él, Carrère no se enamora de Rommand porque está demasiado enamorado de sí mismo. Es una autor, y ya lo he dicho más veces, que siempre entra en sus novelas a codazos, como el que en una discoteca empieza a bailar en los límites de la pista de baile pero poco a poco va empujando y presionando hasta llegar al centro porque necesita ser el foco de atención: así es Carrère.
Por si acaso queda alguien, como yo, que llega «tarde» a El adversario, me gustaría decir que es una novela que hay que leer, con una historia que no voy a destripar, que te deja boquiabierto y que al terminar solo deja una pregunta: ¿cómo fue posible?
In., de Will McPhail ha sido mi lectura favorita del mes. McPhail es dibujante habitual de The New Yorker, revista en la que se publican la mayoría de sus tiras, que me encantan. Todas son divertidas, punzantes, ingeniosas y me dan ganas de recortarlas y pegarlas en mi pared de viñetas. In. es su primera novela gráfica y cuenta la historia de Nick, un joven veinteañero, dibujante como McPhail, que es consciente de estar siempre encerrado en sí mismo. Decide intentar conectar con otros, con quien sea: el barman de un garito que frecuenta, su vecina mayor lesbiana que discute con su pareja a gritos mientras baja las escaleras, su madre, el fontanero, su hermana y Wren, una chica que conoce en un bar. Me ha gustado todo: la historia, el tono, la colocación de las viñetas en la página dejando espacio, aire para transmitir la idea del vacío interior y también de la nada exterior que, de alguna manera, ahoga a Nick. Esas escasas viñetas tienen muchos silencios, no hay texto pero no hace falta: por la expresión de los personajes y tu experiencia vital sabes qué está pasando, qué están pensando y sintiendo. Los personajes son entrañables, la madre es una giganta y Wren una heroína bien construida, sin superpoderes ni grandilocuencia, quieres ser su amiga. McPhail además llena la historia de su humor y hay algunas viñetas geniales: la descripción del «pelo de follar» me hizo reírme a carcajadas porque ¿quién no ha pensado eso alguna vez? El trazo lineal y sencillo cambia por completo cuando Nick consigue “conectar” con otro personaje, tener una conversación llena de significado que va mucho más allá de la superficie. Las viñetas entonces se expanden, ocupan la página y, en ese punto, donde antes solo había personajes, se llena con escenografía: grandes edificios, montañas, cielos, glaciares, espacios. En esas conversaciones profundas todo es inmenso e inabarcable, todo está por descubrir, y en esa inmensidad de las relaciones personales intensas nosotros nos volvemos diminutos, así está Nick en esas viñetas.
Me ha gustado muchísimo. Corred a comprarlo o a sacarlo de la biblioteca. Esta viñeta, con un chiste sobre podcasts, sí que está ya en una de las paredes de mi despacho.
Y con esto y un bizcocho, hasta los encadenados de febrero.
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