Este fin de semana cambio los podcasts encadenados por las lecturas encadenadas para que no se nos despiste que a mí, aunque me gusten los podcasts, prefiero los libros. De hecho cuando sueño con tener todo el tiempo libre del mundo, o de la jubilación, sueño con dedicarlo a leer sin parar.
Al lío. Marzo me ha cundido bastante, estoy sorprendida.
Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez llevaba en mi radar, pasando por delante de mi vista, un par de años. Lo veía en todas partes: en artículos, en twitter, en instagram, recomendado casi en todas partes (un poco menos por parte de las chicas de Deforme Semanal). En la Feria del Libro de Madrid, en septiembre del año pasado, decidí comprarlo y en marzo le llegó el turno. A gente muy cercana a mí y en quien confío mucho como lectores, les había encantado así que era apuesta segura. Me gustaría decir que me ha gustado muchísimo pero no ha sido así. Probablemente tener grandes expectativas con respecto a él ha jugado en su contra (Casi siempre tener expectativas sobre algo es contraproducente).
No tenía ni idea de qué iba porque recordemos que nunca leo la contraportada de ningún libro antes de leerlo y me sorprendió, agradablemente, que fuera una novela de terror. Poco a poco Enríquez sumerge al lector en un ambiente opresivo y cada vez más aterrador en el que entras por completo, se lo compras todo: los personajes, la trama, el paisaje, lo sobrenatural, la crueldad, la fantasía, todo. Escribiendo esta reseña y releyendo mis notas recuerdo que no es que no me gustase el libro, es que hay un parte, pasada la mitad de la novela, en la que la acción se traslada de Argentina a Londres en la que, sin saber muy bien porqué, dejé de comprarle a Enriquez lo que me estaba contando. En esa parte de la narración me aburrí, se me hizo larga, me sobraron páginas y dejé de creérmelo todo. La novela se estanca, da tres millones de vueltas y no avanza. De vuelta a Argentina se recupera bastante pero no lo suficiente como para enjuagar el mal rato anterior.
¿La recomiendo? Sí, es diferente, es entretenida, es tenebrosa y está muy bien escrita. (Acordaos de mí cuando lleguéis a Londres)
«God always behave like the people who make them» (Zora Necle Hurston)
Cosas que no quiero saber de Deborah Levy lo compré un raro día de marzo en el que salí pronto de trabajar y decidí darme un capricho: compré este libro y me hice la manicura. Mi amigo Agustí me lo había recomendado y en mi brujuleo por internet había visto alguna otra recomendación fiable. Este libro, bastante breve, es el primer tomo de la "autobiografía en construcción" de Levy. Comienza con un viaje a un pequeño hotel rural en Mallorca, sin lujos y sin agua caliente dice la autora (esto no me lo creo), al que la autora huye para descansar, para reflexionar, para ver que hace con su vida. De ahí pasamos a conocer su infancia en Sudáfrica marcada, por supuesto, por el apartheid y la posición política de su padre en contra de la segregación. Esa oposición al gobierno lleva al padre a ser detenido y a la niña, Deborah, a sufrir una época de desconcierto, de inseguridad que se traduce en una rebeldía (de niña pequeña, claro) que hace que su madre decida mandarla a casa de una tía porque ella no puede hacerse cargo. Todo es incierto, inseguro, desconcertante y complicado. Los recuerdos de Levy de esa infancia son tristes, son de desarraigo, no por no estar en su casa sino por haber sido arrancada de una infancia normal, con sus padres, para hacerle vivir algo que no entiende muy bien pero que sabe que no está bien. El volumen termina cuando la familia, tras la liberación del padre, se muda a Inglaterra donde empiezan una nueva etapa que tampoco será feliz porque sus padres se separan.
¿Me ha gustado? Menos de lo que creía, otra vez las malditas expectativas, y me ha recordado mucho a Coetzee. ¿Se parecen todos los escritores sudafricanos? ¿los blancos al menos? No lo sé. ¿Leeré más de Levy para ver dónde va en su construcción autobiográfica? Tampoco lo sé.
¡Ah! Repasando mis notas veo que se me ha olvidado comentar que en la primera parte del libro, cuando la autora llega a Mallorca, tiene una serie de reflexiones sobre las mujeres, sobre escribir que, si bien no comparto por completo, tienen cierto interés.
«A veces en la vida no se trata de saber por dónde empezar, sino dónde parar».
«Cómo nos reímos. De nuestros deseos. Cómo nos burlábamos de nosotras. Antes de que lo haga cualquier otro. Cómo estamos programadas para matar. Para matarnos. Resulta insoportable pensar en ello».
Desde la línea de Joseph Pontus también lo compré en la Feria del Libro. Fue por recomendación de Gonzalo, de Tipos infames, que casi siempre acierta. Desde la línea es un libro diferente en forma y fondo. Ponthus, que estudió humanidades y trabajo social, al no encontrar trabajo en su campo comienza a trabajar como obrero manual, en cadenas de producción, en distintas factorías. Primero en una de pescado congelado, luego un cocedero de marisco y más tarde en una sala de despiece de vacas y cerdos. El trabajo es monótono, mecánico, repetitivo, agotador físicamente y mentalmente extenuante por la constante repetición de tareas que resultan anodinas y que nunca se acaban. Ponthus, como un Sísifo contemporáneo, se enfrenta cada día a lo mismo y traslada esa sensación de repetición permanente y sin sentido a una escritura en forma de largo poema en prosa. No hay ni un solo signo de puntuación a lo largo de sus 252 páginas para trasladar al lector esa sensación de permanente movimiento agotador que no va a ninguna parte.
Ponthus consigue que en sus palabras se sientan, se lean y casi se viva la monotonía, la alienación, las rutinas inmutables, el cansancio extremo que impide descansar incluso cuando no se está trabajando, el dolor y el esfuerzo físico. Lo consigue y, por eso mismo, pasadas las 150 páginas el lector empieza a agotarse de estar en esa rueda sin fin que ya siente que no terminará nunca.
El libro comienza con una cita de una carta de Apollinaire desde la trincheras de la I Guerra Mundial.
«Es increíble lo que uno puede llegar a soportar» (30/11/2015)
Y me ha gustado esto relacionado con como, cuando no puedes sentarte a escribir, tu cabeza se llena de ideas pero luego, cuando tienes tiempo, estás tan cansado que es imposible.
«Un textoSon dos horas
Dos horas escamoteadas al descanso a la comida a la ducha
y al paseo del perro
He escrito tanto en mi cabeza y luego olvidado
Frases perfectas que reflejaban
Que era un trabajo
He escrito y robado dos horas a mi cotidianeidad
y a mi pareja
Horas a la fábrica
Textos y horas
Como tantos besos robados
Como tanta felicidad
Y todos esos textos que nunca he escrito
Jerôme Lindon. Mi editor de Jean Echenoz fue un regalo de cumpleaños. Lindon fue un editor importantísimo en Francia y fue el primero en apostar por Echenoz. En 2001, Echenoz al recibir la noticia de su muerte, sale a pasear y con todo lo que recuerda en ese paseo escribió este breve librito, sesenta y cinco páginas, recordando la relación que mantuvieron desde su primer encuentro, desde el primer envío de su manuscrito, hasta el último día que había hablado con él por teléfono.
¿Fueron amigos? No o no como nosotros podemos entender una amistad pero tuvieron una relación en la que el respeto era absoluto, un respeto como personas pero también como autor y editor. Cada uno de ellos valoraba, entendía y consideraba el trabajo del otro como eso, un trabajo, susceptible de crítica, mejora, edición, aceptación, celebración o rechazo. Esto que parece una obviedad no lo es tanto y menos en nuestra época. Ahora mismo cualquier crítica a un libro, un disco, una obra de teatro, un guión se recibe como algo personal y se desprecia con frases del tipo "Si te crees tan listo, hazlo tú" o "no se puede criticar porque hay mucho trabajo detrás". Entre Lindon y Echenoz hay un respeto absoluto en la opinión del otro y el autor confía totalmente en el criterio de Lindon incluso cuando desestima uno de sus manuscritos.
Este librito es una preciosa carta de amor de un autor a su editor, una carta de amor a una amistad sin sensiblerías ni cursilismos. ¿Recuerda Echenoz los momentos más importantes de sus muchos años de relación? No. Recuerda lo que le vino a la cabeza al conocer la muerte de Lindon, porque lo que creemos que es más importante no es, necesariamente, lo que nos viene a la cabeza cuando lo perdemos.
Esto que escribe sobre Lindon me ha gustado mucho:
«No debe creerse, sin embargo, que este hombre es frío, tajante, autoritario, poco afectivo, qué sé yo, es todo lo contrario. Lo cierto es que es un hombre apasionado, que se subleva, que se burla, que se enciende y se alegra tanto como puede indignarse y protestar. Que no se piense que no es simpático tampoco, no es esa la cuestión, es un hombre perfectamente amable. El asunto es que tiene otras cosas que hacer que ser simpático, la simpatía no le preocupa. Y, además, simplemente no tiene tiempo que perder al respecto y no duda en manifestarlo de forma rotunda. Un día que le llamo por no sé qué motivo, excusándome primero por si le molesto: «Sí, me molesta enormemente» dice antes de colgar».
Como una novela de Daniel Pennac fue una compra en la Cuesta Moyano. Nada más empezarlo me sentí tan identificada que sabía que me iba a gustar. Pennac reflexiona sobre porqué nuestros hijos, a pesar de haber sido grandes lectores durante toda su infancia, se desenganchan de la lectura por completo cuando llegan a la adolescencia. Yo estoy ahí y, como él, pensé que no me pasaría porque lo había hecho todo bien. A mis brujas les leí cuentos desde que eran enanas todas las noches, íbamos a la biblioteca todas las semanas a cambiar los libros que ellas mismas elegían, fueron un par de años a un taller, que les encantaba, en la biblioteca, en nuestra casa hay libros por todas partes y siempre nos han visto leer en cualquier sitio y en cualquier circunstancia. Les leí en alto mientras cenaban durante muchos años y les encantaba. Todo bien y, sin embargo, cuando llegaron a los 13 o 14 años se desengancharon por completo.
Pennac publicó esta novela en 1992, años antes de internet, de las redes sociales y los móviles. Su intento de comprensión de ese abandono de la lectura en la adolescencia se centra en qué les hacemos a los hijos, desde casa o desde el colegio para provocar esa desconexión de algo que antes les encantaba. La obligación de lectura, la necesidad de comprender más allá de disfrutar, la imposición de libros y ritmos de lectura son, para Pennac, lo que desconecta a nuestros hijos de la lectura. Me gustaría estar de acuerdo con él pero tengo mis dudas, nuestros hijos leen menos ahora porque tienen un móvil y mil pantallas. Si a nosotros, adultos adictos a la lectura, nos cuesta concentrarnos cada vez más ¿cómo no les va a costar a ellos? ¿Si su ocio está lleno de redes sociales cuando encontrarán hueco para leer? Coincido con Pennac en que decirles "tienes que leer" no funcionará nunca a pesar de que yo me encuentro a mí misma diciéndoselo a mis hijas de vez en cuando. Me reconozco en las sensaciones de Pennac, en su desesperación por no conseguir o, mejor dicho, por ver como no leen, al ver lo que se están perdiendo.
¿Volverán a leer? No lo sé. Quiero creer que sí. Ojalá.
«El tiempo para leer siempre es tiempo robado. Al igual que el tiempo para escribir, por otra parte, o el tiempo para amar.¿Robado a qué?
Digamos que al deber de vivir.
Esta es, sin duda, la razón de que el metro- símbolo arraigado de dicho deber-resulte ser la mayor biblioteca del mundo. El tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo de vivir. Si tuviéramos que considerar el amor desde el punto de vista de nuestra distribución del tiempo, ¿Qué arriesgaríamos? ¿Quién tiene tiempo de estar enamorado? ¿Se ha visto alguna vez, sin embargo, que un enamorado no encontrara tiempo para amar?
Yo jamás he tenido tiempo para leer, pero nada, jamás, ha podido impedirme que acabara una novela que amaba.
La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, como el amor, una manera de ser. El problema no está en saber si tengo tiempo de leer o no (tiempo que nada, además, me dará) sino en si me regalo o no la delicia de ser lector».
El sexto y último libro del mes ha sido otra compra que hice por impulso en la Cuesta Moyano: El tranvía de la navidad de Giosuè Calaciura. Esta breve novela, no llega a 120 páginas, es un cuento de navidad que a mí me ha recordado a This is us, The Wire, El autobús perdido de Steinbeck y a Dickens. En un tranvía de una ciudad italiana sin especificar, la noche de navidad, en un tranvía que se dirige a la parte más lejana, más oscura y pobre de las afueras aparece un recién nacido abandonado. Es un pequeño bebe negro que descubre el mundo atado a un asiento. Al autobús van subiendo viajeros que llevan su historia encima, una historia que es siempre de pobreza, de miseria, con un pasado en el que tuvieron esperanza y un presente en el que no creen en el futuro. Un viudo con una joven prostituta, un mago con Alzheimer, un criado filipino, un vendedor ambulante, un joven emigrante ilegal, todos ven al niño y ese encuentro los une por un breve instante, les da una llama de esperanza... que se apaga.
No es una novela memorable. Se lee con agrado aunque con muchísima tristeza. Lo peor que puedo decir es que seguramente se me olvidará. ¿Corred a comprarla? No, pero si la veis en una librería de segunda mano o en la cuesta moyano o la encontráis en el Retiro porque allí dejaré yo mi ejemplar, leedla.
Y con esto y un bizcocho... hasta los encadenados de abril.