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Lee el primer capítulo de La asesina de los ojos bondadosos

Por Felisamoreno

Lee el primer capítulo  de La asesina de los ojos bondadosos


LA ASESINA DE LOS OJOS BONDADOSOS
FELISA MORENO ORTEGA
CAPITULO 1.- LA OPORTUNIDAD

Ayer se dio sepultura a Severina García Rodríguez, más conocida como la asesina de Noguerones, una pequeña localidad situada en el sur de la provincia de Jaén. A pesar de haber transcurrido más de veinte años, ninguno de los vecinos ha olvidado los luctuosos hechos que ocurrieron aquel día 25 de agosto de 1986, en que la citada Severina acabó brutalmente con la vida de siete de los ocho hijos de Antonio Márquez, así como con la de su mujer, Emilia Serrano. Los habitantes del pueblo se negaron a acompañar el cuerpo de la asesina y al entierro sólo asistieron Antonio y su hijo Francisco. Ambos comentaron a este redactor que estaban allí para asegurarse de que Severina realmente había muerto, y antes de marcharse escupieron sobre su tumba…".
La noticia se extendía aportando detalles de los acontecimientos y recogía comentarios de algunos de los vecinos que presenciaron lo ocurrido. Raquel sonrió, era justo lo que buscaba, llevaba un buen rato buceando en Internet porque debía terminar el artículo antes del sábado, lo publicarían en la edición del domingo. Era la primera oportunidad para demostrar su valía como periodista y le venía propiciada por la gripe de su compañera Lucía, la encargada habitual de analizar los sucesos de actualidad en el dominical del periódico. Después de tres años en aquel diario de tirada nacional —entró como becaria—, su situación apenas había experimentado ningún cambio. Realizaba labores simples, más bien de oficina; normalmente colaboraba con Lucía, aunque también estaba a disposición del resto de los redactores, que le encargaban los trabajos de investigación más pesados y menos reconocidos. Empezaba a desesperar, pero su innata timidez le impedía solicitar un ascenso, un puesto con mayor responsabilidad que le permitiera salir a la calle en busca de reportajes. Lucía, que llegó varios meses después que ella,  disponía de una sección propia en el dominical y realizaba reportajes para la edición diaria. Claro que ella no era como Lucía, no poseía esa avasalladora confianza en sí misma, no hacía repicar sus tacones por la redacción con paso firme y seguro; es más, ni siquiera usaba zapatos de tacón. Dentro de Raquel, en su alma dormida, palpitaba un deseo, una ambición, la secreta convicción de que podía ser tan buena periodista como cualquiera.
El lunes de esa misma semana un loco homicida había sembrado el terror en un pequeño pueblo de Kansas, Estados Unidos, al asesinar a una familia: los padres y sus cuatro hijos pequeños. Raquel buscaba sucesos similares en España, pero los encontrados no podían compararse a los sangrientos hechos ocurridos en la pequeña localidad norteamericana. Se disponía a cerrar el buscador cuando apareció el artículo de aquel periódico de provincias, concretamente de Jaén. Un ligero estremecimiento sacudió su cuerpo cuando releyó el primer párrafo y se detuvo en el nombre del pueblo: Noguerones. Le resultaba muy familiar, consultó el mapa de su agenda y confirmó sus recuerdos, se trataba de un pequeño municipio cercano a aquel otro donde Raquel pasó su infancia, el pueblo de su madre y de sus abuelos. Quizás fuera una premonición, un signo inequívoco de que aquella era su oportunidad, o sólo una coincidencia; pero el hecho de regresar a su tierra natal le produjo un cosquilleo en las palmas de las manos y depositó un regusto extraño en la boca, el sabor de la nostalgia. Era miércoles y disponía del tiempo justo para desplazarse al pequeño pueblo jiennense y reunir la historia completa. Pese a los muchos años transcurridos, confiaba localizar testigos del suceso, un acontecimiento así no se olvida con facilidad. Hablaría con Camacho, el redactor jefe, intentaría que le autorizaran el viaje desde el periódico y así poder pasar los gastos; su economía tiritaba, no le convenían los excesos. Algo en su interior le decía que aquella podía ser la noticia de su vida, sacar a la luz unos asesinatos ocurridos veinte años atrás, que demostraban que el horror puede hincar sus colmillos en cualquier parte del planeta, y eso incluía a España. Saboreó el éxito anticipadamente, dejaría de ser una anodina auxiliar para convertirse en redactora de una vez por todas. Bendita sea la gripe de Lucía...; las gripes se curan, pensó después, arrepentida de alegrarse de la enfermedad de su compañera.
La emoción del momento —se aunaban sus ganas de triunfar y un imperioso deseo de regresar a su tierra— se tradujo en una carrera nerviosa y acelerada por los pasillos. Ajena a las asombradas miradas del resto de sus compañeros, llegó ante la puerta del despacho del redactor jefe. Ahí perdió parte de su ímpetu, las dudas mellaron su entusiasmo; aún así entró con decisión y puso sobre la mesa el artículo localizado en Internet. Le explicó su idea a Camacho; éste no pareció entusiasmarse demasiado, aún así, consintió en pagarle los gastos de un día, si necesitaba más correría por su cuenta.
Raquel accedió, le pareció suficiente tiempo, saldría esa misma tarde y aprovecharía el jueves para realizar las entrevistas. A punto estuvo de darle un beso a su jefe, se contuvo en el último momento; no estaría bien visto, la disparatada idea le provocó una sonrisa.  Por su parte, Camacho la miraba sin disimular su irritación, se preguntaba si había hecho bien en acceder a la recomendación de Lucía y encargarle el trabajo a Raquel, no creía demasiado en sus posibilidades como reportera; realizaba eficientemente las tareas administrativas, eso le constaba, pero se preguntaba por qué diablos aquella chica se decidió a estudiar periodismo, si carecía de sangre en las venas. Seguía allí plantada delante de él, con aquella estúpida sonrisa en los labios y la mirada clavada en su rostro; se sintió molesto y la despidió con brusquedad.
José Manuel Camacho era un tipo serio, de pocas palabras, rechazaba las bromas y pocos le habían visto soltar una carcajada, aunque los más antiguos de la empresa comentaban que no siempre fue así. Una poblada barba blanca ocultaba su rostro, como si fuera la depositaria del secreto de su eterno malhumor, y dejaba al descubierto unos ojos fríos y apagados, a los que sólo la furia lograba dar brillo cuando la descargaba convertida en insultos e improperios sobre sus subordinados.
Raquel se marchó a casa presa de un frenesí desconocido en ella. Estaba despertando del letargo que últimamente atenazaba sus movimientos, se desprendía de aquella película invisible, viscosa y maloliente que impregnaba su vida de monotonía y resignación. Cuando estaba a punto de tirar la toalla, cuando parecía dispuesta a aceptar el puesto que le había ofrecido su novio en la empresa que dirigía, y renunciar así a sus sueños por unos cientos de euros cada mes, entonces, justo en ese preciso momento de su vida, se le presentaba aquella oportunidad. Pensaba en todo eso mientras metía apresuradamente su ropa en una mochila, sin prestar atención a las prendas elegidas que, mal dobladas, se fueron apiñando dentro. Entretanto, su mente volaba hacia una tierra olvidada durante años, perdida en su memoria, añorada y odiada a un tiempo. Jaén recobraba vida en su memoria, y con ella traía viejos recuerdos de su infancia, casi todos buenos, sólo uno lo suficientemente horrible como para no desear volver nunca más. Despertaron los fantasmas, agitaron cadenas, rechinaron dientes... Y entre ellos, la abuela Martirio le sonrió como sólo ella sabía hacerlo mientras acariciaba su largo pelo recién cepillado.
Con el pensamiento perdido en tiempos remotos, comprobó la grabadora, metió el portátil en su bolsa y llamó a la estación para reservar el billete. Le informaron que  dentro de dos horas salía un AVE para Córdoba, la ruta más rápida y directa para llegar a Noguerones, aunque le supondría alquilar un coche en la estación del tren. Su atención volvió a centrarse en el reportaje, alejando por un momento los espectros del pasado. Mentalmente trazó un planningde su visita: Ayuntamiento, familiares, vecinos, guardia civil y centro psiquiátrico se convertirían en sus principales objetivos. Se enfrentaba por primera vez, y en solitario, a la aventura de construir un reportaje. Recordó las innumerables ocasiones, frente a un café, en las que escuchaba las hazañas de los avezados reporteros del periódico. Se sentía igual que la primera ocasión que preparó una comida en su piso, cuando tuvo que enfrentarse a tantos y variados ingredientes. Relleno de carnaval, ¿por qué eligió precisamente aquel plato? Quizás porque era carnaval y quería sorprender a su madre, que siempre dudaba de sus aptitudes para la cocina, quizás para demostrarse a sí misma que era capaz de elaborar aquel complicado guiso de su tierra. Para aquella ocasión invitó sus padres, a su hermano Marcos y a Sofía, su novia. También se apuntaron un par de amigos de la universidad. Aún no había conocido a Pedro, su actual novio, eso no sería hasta un par de años después, cuando ya trabajaba en el periódico. Ahora estaba allí, bastante insegura de sus conocimientos culinarios, tratando de recordar cómo las experimentadas manos de su madre manipulaban los componentes para lograr aquel alimento exquisito, que sólo con degustarlo lograba transportarla a su infancia, a los años vividos en el pueblo. Con gran esfuerzo consiguió reunir todos lo necesario para elaborar la receta de su abuela Martirio, la lengua y el corazón de cerdo, salados, su madre siempre insistía en su característico sabor, docena y media de huevos, jamón serrano, panceta, lomo de cerdo y una pechuga de gallina. Lo que más le costó conseguir fue el pan grande, tuvo que encargarlo en una panadería e insistir mucho para que se lo hicieran. Las especias, nuez moscada y azafrán en hebra, se acompañarían del perejil y dos cabezas de ajos para elaborar el sabroso aliño. Suspiró resignada y puso manos a la obra. Procedió a picar la carne y el jamón, no se podía utilizar la picadora, otra indicación precisa de su madre, fue tajante cuando se lo consultó por teléfono. Acabaron doliéndole los dedos del roce con las tijeras, pero consiguió unos trocitos perfectos que después darían un toque multicolor al relleno. Desmigajó el pan hasta conseguir una masa blanda, nívea y esponjosa; una caricia que alivió el dolor provocado por las tijeras. Sintió un poco de pena cuando mancilló la blancura  del “miajón” con los huevos batidos; el aliño y la carne picada crearon una amalgama amarillenta, pegajosa, salpicada por las distintas tonalidades de la carne troceada. Ya solo quedaba dejarlo reposar unas horas antes de  meterlo en las bolsas para cocerlo; antiguamente, su abuela utilizaba las tripas del cerdo, en la actualidad, su madre prefería usar unas tiras de plástico que una vez rellenas se cosían antes de introducirlas en el agua con el caparazón de la pechuga y unos huesos de jamón.  La comida fue un éxito, todos alabaron las excelencias del plato; pero Raquel había amasado muchas emociones preparándolo, recuerdos que fluían mientras troceaba el corazón inocente de aquel cerdo, inocente como aquel otro que cada mes de noviembre se sacrificaba en casa de la abuela Martirio, ignorando las implorantes súplicas de una Raquel niña que no soportaba despedirse del animalillo que ella misma había alimentado los meses anteriores. No volvió a prepararlo nunca más, no quería que el recuerdo de su abuela se introdujera con tanta fuerza en su vida, ya que casi la tenía olvidada, arrinconada entre las telarañas de su memoria.
Ahora se le presentaba un nuevo reto, no tenía experiencia como reportera pero le desbordaban las ganas de salir de aquel estado de letargo en que se hallaba sumida. Sabía que su fuerza interior, esa que parecía dormida, despertaría para ayudarla a conseguirlo.
Una vez sentada en el asiento del tren, respiró tratando de acallar a su exaltado corazón, los sucesos la atraparon en unas horas de vértigo, sin tiempo para reflexionar, simplemente actuó. Volvió a leer el artículo bajado de Internet. ¿Qué había motivado a una mujer como aquella a cometer semejante atrocidad? Todos los vecinos parecían coincidir en su carácter bondadoso, siempre dispuesta a ayudar a sus semejantes, muy religiosa y devota. Cerró los ojos y trató de imaginarla mientras apuñalaba sin piedad aquellos pequeños cuerpos. Un escalofrío recorrió su espalda, observó de nuevo la foto que, antigua y desvaída, mostraba a una mujer morena de grandes ojos negros, peinada con dos largas trenzas. El retrato aparecía dominado por los inmensos ojos, que transmitían una bondad incontestable. La corriente de simpatía que sintió hacia Severina desconcertó a Raquel; aquella asesina, juzgada y condenada a pasar el resto de sus días en un centro psiquiátrico, no merecía su compasión.
Decidió alejarse por un momento de la historia, antes de desvirtuarla en su cabeza y de deducir conjeturas erróneas. Se acordó de Pedro, ni siquiera tuvo tiempo de avisarle, sólo un nota adhesiva en la nevera: “Me marcho a Jaén para preparar un artículo, vuelvo el viernes, un beso”. Nada le impedía llamarlo ahora, miró el móvil con desgana, no le apetecía hablar con él.
Cuando conoció a Pedro, acababa de empezar con fuerza e ilusión su trabajo en el periódico. Era la Raquel que preparó el relleno de carnaval, capaz de superar cualquier reto, la Raquelque aún confiaba en su futuro, pero también la Raquel tímida e insegura que con sus veintisiete años aún seguía sin conocer el verdadero amor, tan sólo algunos escarceos decepcionantes con compañeros de la universidad. La tarde que Pedro apareció en el bar, todas las chicas del grupo se le quedaron mirando. Alto, muy elegante, vestía un traje gris marengo, camisa malva y corbata a juego, le acompañaba el inequívoco perfume del éxito, un olor a colonia cara y exclusiva, un paso firme y desenfadado y una mirada segura e inquisitiva a un tiempo. Más tarde se disculparía por su aspecto,  acababa de salir de una reunión y no había tenido tiempo para cambiarse de ropa antes de acudir a su cita con David, el amigo común que lo acompañaba aquella tarde. Lo cierto es que todos llevaban ropa informal, vaqueros y camisetas, y Pedro ponía la nota discordante. Raquel observó que él se sentía cómodo con su traje, no le molestaba la diferencia, y se preguntó si no se habría vestido así a propósito, consciente del arrollador efecto que causaba sobre las mujeres, porque sus amigas no dejaron de fijarse en él desde que entró, ensayando sus más seductoras sonrisas. Mientras, ella se encogía, se replegaba para dejar el campo libre a sus compañeras, evitando reflejar en sus ojos el efecto que la presencia de Pedro le provocaba. Por eso se sorprendió tanto cuando, al final de la noche, cuando las copas mellaban su equilibrio y buscaba el sólido apoyo de la barra del pub, Pedro se dirigió a ella, la enlazó por la cintura y la besó sin mediar palabra. Luego se marchó, dejándola en un mar de confusión, agitada por unas olas desconocidas que la arrastraban a una playa repleta de dudas de colores. Pasó varios días desconcertada, desconfiaba de su memoria, achacaba el recuerdo del beso a sus excesos con el ron, hasta que  Pedro la llamó. David le había facilitado el número, quería quedar con ella para ir al cine.
A veces. Raquel se preguntaba cómo había llegado a su situación actual, en qué parte del camino dejó aparcadas sus ilusiones y en qué medida su noviazgo con Pedro contribuía a ello. La relación se desarrolló con rapidez; en menos de un mes, tras la primera película compartida, se convirtieron en una pareja estable; se veían a diario y casi siempre comían juntos. Pedro se fue integrando en su vida, modificando sus costumbres hasta el punto de que ya apenas podía recordar cómo era antes de conocerlo. Él poseía una personalidad absorbente, que envolvía a Raquel aniquilando su voluntad; lenta pero concienzudamente iba tejiendo una red de seda, una telaraña de sentimientos que culminó el día en que se trasladó a vivir con ella. Algo en el interior de la muchacha le avisaba, se rebelaba contra aquella dominación encubierta. Quizás por eso notó un puñetazo en el estómago cuando vio la maleta de Pedro en medio del salón, aunque de sobra hablado, el momento parecía no llegar. Se limitaba a comentarios del tipo “si vivimos juntos tendremos menos gastos” o “esta noche me gustaría quedarme contigo”, al final Pedro se marchaba, recogía los restos de su presencia y se los llevaba consigo. Ahora se esparcían por toda la casa y a Raquel empezaban a molestarle. Ella demoraba el momento de volver al piso, con la esperanza de encontrarlo dormido, si era así, respiraba aliviada y se metía en la cama en silencio para no despertarlo. Luego, mientras observaba el bello rostro en reposo, la respiración acompasada, los hombros desnudos que escapaban del abrigo de las sábanas, se sentía culpable y se preguntaba cómo había llegado a odiarlo tanto.
Conforme el tren devoraba los kilómetros y la alejaba del influjo de Pedro, se sentía libre, como cuando era una niña y corría por las camadas de los olivos, desatenta a la llamada de su madre, siempre tan protectora. Oía las risas de su abuelo que la animaban a seguir corriendo, sus pequeños pies machacaban las aceitunas caídas, dejando un reguero de sangre marchita en los terrones, lo que enfurecía aún más a su progenitora. Hasta que se detenía delante de la criba, un artilugio similar a un columpio donde se separaba el fruto de tallos caídos al desprenderlo del árbol. Para ello, los aceituneros utilizaban unas varas de almendro que manejaban con destreza, golpeando con estudiada saña a los sufridos árboles. Admiraba la fuerza de su padre, que levantaba la espuerta hasta la altura de la criba, por encima de su pecho, para luego dejar caer las aceitunas que bajaban alborozadas como niños díscolos. Abajo las esperaba la abuela, con sus dedos ágiles, que retiraba presta los tallos que escapaban al cribado, Raquel contemplaba esas manos curtidas, acostumbradas al duro trabajo del campo,  morenas y pequeñas, que también sabían acariciar y transmitir calma.
Los días eran largos y pesados incluso para ella, demasiado pequeña para colaborar; pero al final de la tarde, cuando se recogían los aperos y miraban hacia atrás para ver los sacos llenos que reposaban como animales cansados en mitad del olivar, sentían la satisfacción del trabajo bien hecho, la seguridad de que su esfuerzo no sería en vano, que aprovisionarían de aceite las despensas y de dinero las arcas de la familia, y asegurarían el sustento de la misma. En aquella época, las dudas no asaltaban su ánimo ni lloraba a escondidas buscando el motivo de tanta tristeza, las cosas eran más sencillas...

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