Revista Libros
El peso del pasado
En un primer momento, Julián no reconoció a la mujer que se ocultaba tras el rostro demacrado de la mendiga. Calculó más de treinta años desde que la vio por última vez, en el barrio miserable donde vivió su infancia. Él sólo era un niño de doce y ella una hermosa mujer de treinta. Su último encuentro fue en el otoño de 1978; un otoño especialmente lluvioso y frío, o al menos así lo recordaba Julián cada vez que rememoraba aquellos días. A veces dudaba, quizás el frío y la lluvia sólo eran una invención de su memoria, empeñada en proporcionar un escenario desapacible a los desgraciados hechos que marcaron el resto de su vida.
Cuando ella entró en su bar, sólo le pareció una anciana indigente, una más de las que solía ver cada día por las calles de la ciudad; por eso decidió darle unas monedas, que se marchara y no molestase a los clientes que pronto empezarían a llegar. Pero ella le señaló las tazas y las magdalenas, con una mirada de súplica en sus ojos de color indefinido. El establecimiento estaba vacío, así que no perdía nada por atenderla en un acto de caridad. Le sirvió el café sin mirar aquellos ojos que le inquietaban. Una cierta desazón se había apoderado de él; pensó que era normal sentirse así ante alguien que no posee nada; solía pasarle a menudo, la miseria que tan bien conoció de niño le asaltaba en cualquier esquina: desheredados que pedían limosna, que él entregaba sin mirar nunca a los ojos, como si temiera encontrar su infancia reflejada en ellos. No tardaría en darse cuenta de que con aquella vieja mujer había algo más, y que la inquietud provocada por su presencia se debía a otros motivos mucho más personales.
La anciana acarició la taza con sus dedos enrojecidos, y agradeció el contacto caliente con una sonrisa, que mostró una dentadura perfecta y de un blanco insospechado entre la mugre de su cara y su ropa. Las manos le temblaban cuando acercó el café a sus labios. Bebió a pequeños sorbos, como si temiera quemarse o que aquel infinito placer se terminase demasiado pronto. La manga del abrigo, raído y manchado al igual que el resto de su vestimenta, dejaba al descubierto una muñeca fina y blanca de la que pendía una pulsera de plata grabada con unas extrañas filigranas, que simulaban estrellas y lunas. Algo se puso en marcha en la cabeza de Julián, los recuerdos se agitaron como el corazón de un adolescente y volvió a la época en que la sangre le empezaba a arder en las venas. Los ojos, la nariz, la forma de las orejas... No había duda, era ella. La edad coincidía, parecía más vieja por el pelo blanco, pero en su cara no se apreciaban demasiadas arrugas. Aún conservaba cierto aire de niña inocente, una sensación que acentuaba el brillo ingenuo de su mirada extraviada.
Ella permanecía ajena a su examen, se comía la magdalena despacio, rumiando cada bocado; y recordó entonces cuando ella le insistía a Carlos, su hijo, que debía masticar bien la comida para que no le hiciera daño. El mundo es una burla, pensó Julián, por qué ha aparecido precisamente ahora, por qué tengo que ver el deshecho humano en que se ha convertido mi diosa. Se sintió mareado, aturdido, como si acabara de despertar de una pesadilla y al abrir los ojos los monstruos siguieran allí, como el dinosaurio de Monterroso. Por fin pudo hablar, despacio, apurando los escasos restos de ánimo que le quedaban:
—Puede venir cuando quiera, aquí siempre tendrá la puerta abierta, algo para comer y calor, lo que necesite—Julián dijo estas palabras como si fueran la declaración de amor que de niño no pudo llegar a pronunciar.
La mujer lo miró sin articular palabra; en su rostro se dibujó una sonrisa de agradecimiento antes de salir por la puerta y dejar a Julián sumido en la confusión; metido de lleno en una infancia que unos días trataba de olvidar y otros se agarraba a ella como lo único que podía salvarlo de sí mismo.
Cuando su camarero entró, la anciana acababa de marcharse del bar. Aún persistía en el ambiente un olor entre agrio y dulzón, que no acababa de desagradar a Julián porque le traía evocaciones de su niñez.
—¿Qué le pasa, jefe? Parece que haya visto un fantasma.
Salva siempre lo trataba de usted, aunque le había insistido mil veces en que lo tuteara, es “por el respeto a la autoridad”, solía replicarle.
—Sí, será eso, un fantasma que ha regresado de mi pasado—contestó Julián.
—Vaya, esto se pone interesante, siempre me gustaron las historias de ultratumba, ¿me lo contará?
—Quizás algún día, hoy no me siento con fuerzas.
—Vaya jefe, usted siempre igual, la vida hay que tomársela según venga, fíjese en mí, con un mísero trabajo de camarero y tan feliz. Si yo le contara las cosas que me han pasado... Y más contento que una pandereta, ya ve. Venga, vamos a tomarnos un café y me cuenta lo del espíritu ese.
—Vamos a trabajar, que se te va el día, muchacho.
Para cambiar de tema, se puso a inspeccionar las mercancías que su empleado le había traído del mercado. De reojo podía apreciar cómo Salva lo observaba con un interés inusitado. Recordó la entrevista de trabajo. Era el único de los candidatos que no tenía experiencia y, sin embargo, lo eligió a él. Le gustó porque hubiera deseado ser como él, un joven alegre y divertido. Siempre sintió envidia de esas personas que viven sin llevar un pesado fardo sobre la espalda, que caminan erguidas, con la vista al frente y una sonrisa eterna en la boca. Así era Salva y por eso lo contrató, para tener cerca a una persona optimista, analizarlo, compararlo consigo mismo, con su juventud marcada por la tristeza, y establecer conclusiones, aunque ya todo fuera inútil.
Después, en los seis meses transcurridos desde entonces, pudo distinguir detalles, algunos gestos de desánimo que curvaban su boca, y que le llevaron a pensar que tras la fachada de joven animoso contador de chistes, charlatán y bromista, había otro Salva que se mantenía bien oculto a los demás, pero que a Julián, experto en desánimo y tristeza, no le pasaba inadvertido.
Ahora no era Salva quien lo preocupaba. Era la anciana quien ocupaba toda su atención. Se abría de nuevo el grifo del pasado, ese que tantas veces quiso cerrar, pero que nunca dejó de gotear por completo. Una gota que martilleaba su cerebro, que incluso lo despertaba algunas noches con terribles pesadillas. La imagen de la lluvia cayendo inexorable sobre la mancha de sangre que se extendía sobre el asfalto, y él presenciando la escena como una estatua de sal a punto de diluirse bajo el aguacero, derrotado e impotente.
Se preguntaba, con temor, si la anciana lo habría reconocido; aunque le parecía imposible, su aspecto físico actual era tan diferente… Sería como confundir un escarabajo con un cerdo. Sonrió con ironía, por fin había ascendido a la categoría de mamífero, pero en la más pordiosera de sus clases. Aquel cuerpo de niño famélico se ocultó con el tiempo bajo gruesas capas de grasa. Un gordo seboso, en eso se había convertido, el objeto propicio para las burlas de su mujer y sus hijas. A pesar de ello, esos mantos adiposos lo reconfortaban, eran un buen abrigo para el frío que se había instalado en su memoria. Mejor que no sepa quién soy, se dice, así no tendré que pasar la vergüenza de mirarla a la cara y pedirle perdón.
—Jefe, ¿puede venir un momento? —gritó Salva desde la trastienda.
Julián se sintió aliviado, agradeció que el grito de su empleado lo devolviera al presente; a veces no podía soportar el peso del pasado.
El resto de la mañana no cesó el flujo de clientes, el local estuvo muy animado. Salva contó alguno de sus chistes y a Julián apenas le dio tiempo de pensar en lo sucedido. La imagen de la anciana tomándose el café se resistía a desaparecer; allí seguía, ubicada en el mismo lugar, superponiéndose al cliente de turno, como cuando él, de niño, se pegaba en el brazo una calcomanía sobre otra hasta formar una imagen irreconocible, que su abuela se encargaba de borrar con un estropajo, restregándolo sin piedad por su piel hasta hacerle llorar.
A pesar del trajín en el local, Julián pudo notar que Salva lo había estado observando con atención todo el tiempo. Al chico le resultaba difícil disimular. Tenía unos ojos grandes y profundos, enmarcados por unas cejas espesas e irregulares, que no afeaban su mirada, sino que la hacían más intensa. Los labios gruesos y una nariz resuelta completaban un conjunto que debía ser muy atractivo para las chicas, porque no dejaban de llamarlo. Más de un día, Julián tuvo que pedirle que apagara el teléfono móvil durante las horas de más trabajo. No era muy alto y solía caminar muy erguido, aparentando más estatura de la real. También las zapatillas con suelas gruesas lo ayudaban a ganar esos centímetros que la genética le había negado.
La tarde se presentaba tranquila. Era viernes, muchos de los empleados de Resplandor Seguros, la compañía instalada en el edificio de enfrente, no trabajaban esa tarde. Salva se había marchado después de comer para descansar un rato y no regresaría hasta las siete. María, la cocinera, también se había ido ya; sólo venía unas horas al mediodía para las comidas: un menú sencillo y platos combinados, muchos de ellos servidos en la misma barra. El local, con forma de bastón antiguo, era alargado y estrecho y apenas disponía de espacio para las mesas, carencia que compensaba una inmensa barra. Además, a la mayoría de la gente que iba por allí le gustaba permanecer de pie, quizás para resarcirse del mucho tiempo que pasaban sentados en sus oficinas. La decoración la había elegido Matilde, la mujer de Julián; o mejor dicho, había contratado un decorador carísimo que optó por muebles de diseño, tan costosos como incómodos. Casi nadie quería sentarse en aquellos taburetes lisos y brillantes, con un aspecto sospechosamente resbaladizo. Los cuadros que adornaban las paredes eran reproducciones de obras de arte vanguardistas que Julián no conseguía entender. Los fue sustituyendo por carteles de películas; el cine era, junto con la lectura, una de sus mayores aficiones, por no decir las únicas. Matilde no se opuso a los cambios, por entonces, apenas iba por el bar. Ya se le había pasado la fiebre inicial; al principio quería controlarlo todo, luego, cuando comprendió que por mucho que quisiera imprimirle glamour aquel local no dejaría de ser un vulgar bar de tapas para vulgares oficinistas, se desentendió de él. A Julián lo que más le gustaba de su bar era la estufa. La compró en un anticuario; se gastó mucho en la instalación, tuvo que adaptarla a las necesidades modernas y la reglamentación, pero se sentía satisfecho con el resultado.
Aún faltaba más de una hora para las siete y el local se encontraba vacío. Deseaba que estuviera Salva allí, necesitaba que lo distrajera con su conversación marrullera, que no le permitiera pensar en la anciana andrajosa, que olvidara lo que fue y en lo que se había convertido la mujer a la que más había querido en su vida. Anhelaba que apartara de su mente los sucesos de aquel día de un otoño fiero que supuso el final de su niñez y el inicio de una vida adulta sin futuro.
No fue una tarde fácil y Salva debió adivinarlo nada más regresar, cuando encontró a Julián en un estado de conmoción. Le costaba responder a sus preguntas, parecía instalado en otro mundo, muy lejos de allí.
—Julián, ¿qué le pasa? Lleva todo el día muy raro, perdone que me meta donde no me llaman. No me gusta verlo así, tan triste.
—No te preocupes, no me pasa nada.
—¿Tiene que ver con el fantasma de esta mañana? —preguntó sonriendo.
—Sí, tiene mucho que ver.
—Puede contarme lo que quiera, la gente dice que es increíble lo bien que escucho, teniendo en cuenta lo mucho que hablo.
—No me apetece hablar, lo siento.
—Entonces hablaré yo, ¿qué le parece?
—Deberías estar preparando los aperitivos, recuerda que trabajas aquí —dijo Julián sin acritud.
—Hoy los ha dejado María preparados, es un encanto de mujer, si tuviera veinte menos me casaría con ella; ya sabe: años y kilos.
Julián por fin sonrió, pensó en María, la cocinera, que ya rondaba los cincuenta años, tenía un rostro redondo de ojillos vivos, nariz insignificante y morritos siempre pintados de rojo. Le recordaba a una actriz de cine venida a menos. Siempre hablaba del premio de belleza que recibió en su pueblo cuando sólo era una chiquilla, fue aquello lo que la animó a marcharse a la capital, aunque pronto se dio cuenta de que ser la más bella de un villorrio de menos de mil habitantes no significaba nada en Madrid. Llevaba el pelo teñido de rubio platino y las uñas de un rojo matador. Sonreía con un gesto estudiado, para evitar que se le viera el hueco de la muela que le faltaba, justo al lado del colmillo superior izquierdo. Era buena. A Salva lo quería como al hijo que nunca tuvo y lo consentía en exceso. A él no se acercaba demasiado, conocía a Matilde y temía que se pusiera celosa, por eso procuraba mantener las distancias.
—Te la has metido en el bolsillo —dijo Julián, sin poder evitar una sonrisa condescendiente.
—Uno, que tiene éxito con las mujeres.
—Bueno, ¿qué era eso que me ibas a decir? —preguntó Julián. La conversación con el chico lo estaba animando, no quería sumergirse de nuevo en el pasado.
—Es una especie de secreto, debe prometerme que no se lo contará a nadie.
—Lo juro por Snoopy —dijo Julián, y se sintió ridículo, nada más decirlo, por utilizar una expresión tan anticuada.
—Soy escritor. O más bien, quiero ser escritor.
—Vaya, nunca lo hubiera imaginado.
—Sí, ya sé que tengo aspecto de chico guapo que sólo piensa en ligar, pero dentro de mí hay un ser profundo.
Julián se rio con ganas. No, nunca hubiera imaginado que Salva quisiera ser escritor, antes lo veía de gigoló o stripper, o monitor deportivo, o cualquier cosa relacionada con su físico. Tal vez le estuviera mintiendo, para darle distracción, para arrancarle una sonrisa. Era típico en él.
—Estoy en un taller literario a través de Internet, tengo un profesor que me está ayudando a mejorar mi estilo; imaginación no me falta, ya sabe usted, jefe.
—No, imaginación no, eres un mentiroso compulsivo. ¿Cómo puedo saber que esta conversación no es fruto de tu imaginación también?
—No puede saberlo, tendrá que creerme, sin más.
—¿Me pides fe? Hace tiempo que perdí, en todo.
—Creo que usted tiene más ganas de hablar que yo.
—Puede, pero hoy no es el día adecuado.
—¿Y cuándo lo será? —inquirió Salva.
—Cuando realmente me crea que eres escritor. Lo mismo te pido que cuentes mi historia. Dicen que si sacas fuera lo que te hace daño el dolor disminuye, que es como extirpar un cáncer. Yo he intentado algunas veces poner por escrito mi vida, y siempre acabo rompiendo los folios, será por eso que el dolor sigue ahí.
Julián vio que Salva lo miraba con incredulidad. Estaría pensando cuál podría ser la historia de aquel calvo cuarentón, casado desde muy joven con una mujer insoportable, padre de dos hijas malcriadas y propietario de una notable barriga cervecera. Sí, no era precisamente el prototipo de hombre atractivo, dueño de un pasado misterioso, lleno de intrigas y sucesos apasionantes. La conversación se vio interrumpida por el ruido de la puerta al abrirse. Empezaban a llegar clientes. A partir de ahora, Julián no tendría que preocuparse por los recuerdos, el trabajo no se lo permitiría.
Acabaron poco antes de las once, aquella zona se quedaba desierta por la noche, no había bares de copas ni otro tipo de establecimientos nocturnos que atrajeran clientela después de las diez. Así que para esa hora ya tenían el bar recogido, la caja hecha y habían repuesto las bebidas. Normalmente, Salvador solía salir pitando nada más echar el cierre, pero esta noche parecía no tener prisa.
—Jefe, ya que hemos terminado pronto, le invito a una copa.
Julián estuvo a punto de rechazar la invitación, entonces recordó lo que le esperaba al llegar a su casa, el beso frío de su mujer, la indiferencia, el silencio sólo amortiguado por el sonido de la televisión, los recuerdos…
—Muy bien, tú dirás dónde, como sabes, no salgo mucho.
—No muy lejos de aquí, un amigo mío tiene un garito. La música no está muy alta, se puede hablar a gusto.
Las intenciones de Salva habían quedado claras: le apetecía conversar. Tal vez intentaría convencerlo de que era escritor para que le confiara su secreto; tal vez era el propio Salva quien quería contarle algo. Todos necesitamos desahogarnos en algún momento. Julián lo entendió así en aquel preciso instante; la angustia que sentía desde niño no había desaparecido con el tiempo, sino que se había ido intensificando porque nunca la había exteriorizado. Comprendió también que, independientemente de lo que le dijera Salva aquella noche, él ya había tomado una decisión.