Mis primeros pasos como lectora aficionada (fuera de las lecturas obligatorias del colegio) llegaron de la mano de adaptaciones ilustradas sobre obras de Julio Verne, Emilio Salgari o Robert Louis Stevenson; cómics que de inmediato despertaron mi afán por las historias de aventuras y que enseguida me supieron a poco. Así que me puse a investigar entre los libros que atiborraban las estanterías de mi hermana mayor, y allí descubrí colecciones enteras de novelas escritas por alguien llamado Enid Blyton (quien más tarde descubrí que era una mujer inglesa que bebía té, y no el joven pelirrojo y bohemio que yo siempre había imaginado) en las que niños normales, como entonces era yo, se veían envueltos en situaciones extraordinarias y vivían un sinfín de aventuras. Aventuras que me cautivaron durante los primeros años de mi adolescencia y que devoré con el hambre que da la curiosidad, en esa edad en la que poco importa si lo que tienes frente a ti está lleno de clichés y fórmulas manidas porque solo buscas el cosquilleo del misterio bajo el calor de las mantas, y te duermes arrullada por el convencimiento de que la vida es una trepidante aventura en la que todo puede suceder.
Mis gustos se fueron diversificando; crecí y mis lecturas crecieron conmigo, y aunque nunca perdí la predilección por ese género de novela, debo reconocer que, por aquel entonces, no era demasiado exigente y leía todo, o casi todo, lo que caía entre mis manos. Bien es cierto que el tiempo y la infinidad de historias leídas permeabilizan tus intereses, hasta que llega un punto en el que empiezas a descartar cierto tipo de literatura en favor de otra que sabes que habrá de satisfacerte más. Pero eso no impide que, cuando surge un fenómeno literario como Harry Potter, te dejes llevar por la corriente y le eches un vistazo, aunque el género no sea tu favorito (y aunque solo consiguiera llegar hasta el tercer libro de la heptalogía: mi tolerancia hacia los clichés y la repetición de situaciones y personajes también se ha ido afilando con la edad). A quienes el fenómeno les haya cogido creciditos, como es mi caso, el mundo Potter y el subsecuente maremágnum de universos alternativos y realidades paralelas que han invadido las librerías en forma de literatura en serie para jóvenes, no habrán interferido demasiado en sus preferencias lectoras, sobre todo porque cada cual ya tiene más o menos trazado su rumbo. Pero para millones de jóvenes, cuyo placer por la lectura nació en el nº 4 de Privet Drive, es una consecuencia natural, casi inevitable en su búsqueda de nuevas aventuras que se asemejen a aquella que abrió sus ojos, por vez primera, de par en par ante un libro.
¿No es algo maravilloso?
De todos modos, tengo la sensación de que a muchos de esos jóvenes lectores, este género en concreto podría estar empezando a resultarles un poco agotador, y parece que comenzaran a simultanear estas lecturas con otro tipo de imaginario más terrenal, mucho más en consonancia con la realidad en la que viven sumergidos: historias reales, sobre problemas reales de adolescentes reales, porque los jóvenes agradecen que algunos autores derriben a porrazos el mito (un mito adulto, qué duda cabe) de que la juventud es la mejor etapa de la vida y leen con avidez las desgarradoras experiencias de chicos atrapados en un mundo trágico, muchas veces sordo y casi siempre cruel.
Pero el mundo no es solo eso, y está plagado de maravillas. De tormentas suspendidas sobre la inmensidad del océano, de conversaciones susurradas a la luz de la hoguera, del viento silbando en los oídos sobre una cresta nevada, de ballenas bailando entre las olas cuando llega el atardecer.
Así que hay muchos tipos de libros mágicos. Vaya si los hay.
Son todos los que obran el prodigio de crear hábitos de lectura.