Revista Juvenil

Literatura de reality shows - Nuestros destacados - Reportaje del mes

Por Eltiramilla

La idea del ojo que todo lo ve es poderosa, muy poderosa. Con ella no nos referimos a ninguna sociedad secreta y centenaria, sino a esa suerte de Gran Hermano que vigila con cámaras, sensores y micrófonos cada movimiento, gesto, susurro y estornudo.

“El ojo que todo lo ve” en el cine

El pensamiento de una sociedad absolutamente controlada por otros viene de largo y no sólo se encuentra presente en nuestra forma de contar predilecta, la literatura. Dejando al margen la telerrealidad, esos programas televisivos de calidad dudosa como Supervivientes, Gran Hermano, etc., también otras artes se han hecho eco de esta corriente, tan peculiar como extendida y explotada en la actualidad. Hablamos, por ejemplo, del cine, que en ocasiones se ha visto invadido por historias de ambiente opresor, futuro desalentador e individuos rendidos ante un poder que coarta su libertad y los domina gracias a una tecnología avanzada y muchas veces futurista.

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El ejemplo más popular es El Show de Truman (1998), en el que el protagonista que da nombre a la película, con Jim Carrey en el papel, comienza a sospechar que las reglas de su mundo no son las que deberían. Desde luego, Truman da en la diana, porque desde el momento en el que nació, sin él saberlo ni consentirlo las cámaras del mundo han estado filmado su vida, segundo tras nanosegundo y en cualquier lugar, por privado que fuera. De hecho, el suyo ni siquiera es el mundo real, sino un gran escenario que incluye un océano falso y un firmamento en el que llueve a placer. Toda su existencia ha sido orquestada por “el director” para servir a un programa televisivo de ficción realista que se transmite a lo largo y ancho del mapa. Fuera de ese mundo de mentira, millones de telespectadores viven el día a día en compañía de Truman y “su programa”; y dentro de esa pantomima, las horas del traicionado transcurren con total normalidad, como si todo fuera real. Al fin y al cabo, ¿quién pensaría que su universo no es suyo y todo lo que le rodea, también familia y amigos, es pura fachada? Sin embargo, esta pregunta, lejos de parecer retórica o tener cierto aire paranoico, ha sido formulada infinidad de veces en nuestra Historia, porque el miedo a ser observado es un sentimiento recurrente, fuerte e irracional.

El espectáculo de la vida de Truman es un gran ejemplo de ese Gran Hermano del que hablamos: alguien permanece vigilado las veinticuatro horas del día por miles de cámaras que cumplen una función muy clara, entretener a unos a costa de otros. ¿El objetivo final? Dinero, poder y control, los tres pilares fundamentales que sostienen toda sociedad desequilibrada. Tal vez la idea del ojo que todo lo ve partiera de una hipótesis experimental interesante, de un estudio antropológico sin igual; sin embargo, todos los humanos terminan cayendo en lo mismo y pecando de codicia y ambición.

Hay que vender el producto a toda costa

La telerrealidad es espectáculo, morbo, diversión y entretenimiento para el cliente. ¿Qué ocurre entonces cuando el producto aburre? Una opción es cortar por lo sano y eliminarlo de la parrilla; la otra, recrudecerlo hasta que sea suficiente y remonte, sin importar los medios o la bestialidad final: después de todo, el producto ofertado no es más que ganado, fáciles corderos, y está visto que con él se puede hacer de todo, sin reparar en nada y mucho menos en una ética moral inexistente.

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Otros ejemplos cinematográficos menos claros pero igual de representativos podrían ser THX 1138 (1971) o Matrix (1999-2003). La primera película, claramente influenciada por la novela 1984, de George Orwell, habla de una sociedad distópica, pura ciencia ficción en la que los gobernantes, no contentos con controlar cada nimio detalle de la vida de sus ciudadanos mediante todo tipo de cacharro tecnológico, utilizan las drogas para anular cualquier sentimiento humano y lograr de ese modo fáciles autómatas. En cuanto al segundo film, Matrix, poco se puede contar sobre él sin desvelar su esencia, pero basta con decir que de nuevo nos encontramos ante un mundo tecnológicamente avanzado en el que no hay un solo ciudadano que se salve del ojo que todo lo ve. Y si a alguien se le ocurre despertar del sueño, ¡zas!, se le hace desaparecer como por arte de magia.

Todos estos ejemplos resultan inquietantes, sobre todo porque la línea que separa la ficción de nuestra realidad cada vez se torna más fina y transparente; no hay más que encender la caja tonta para caerse del guindo y pensar en las posibilidades de nuestro mundo, cada vez más avanzado, globalizado e interconectado.

El Gran Hermano en la literatura “agenerada”

A pesar de que el mundo del celuloide cuenta con ejemplos tan interesantes, no podemos perder de vista nuestro norte, la literatura, y en concreto la juvenil.

Está claro que la idea de la que llevamos buenos párrafos hablando vende, y mucho, además. Tanto, que se ha exprimido hasta su última gota; aunque cuando parece que por fin ya no hay más de donde beber, el género se renueva de alguna manera inexplicable y vuelve a sorprendernos. ¿Cosa del marketing y un público bien amaestrado? Lo que está claro es que si el producto continúa funcionando en nuestra televisión, la literatura, que no es tonta, también ha pretendido aprovecharse de ello, en muchas ocasiones con gran éxito.

Comenzamos nuestro viaje en el año 1949, cuando George Orwell vio publicada una de sus obras más aclamadas, 1984, que a nuestro favor podríamos tildar de “agenerada”. La referencia al Gran Hermano en la novela es directa y completamente explícita, y se cuenta que fue en ella donde nació el estadio de control al que nos referimos en el reportaje. En el texto del autor, esa forma de poder se extiende, se ramifica y se cuela por cualquier resquicio, penetrando con intensidad en la vida de todos los ciudadanos y cambiando según le convenga el curso de la Historia del Hombre. El sistema, omnipotente, corrupto y totalitario, ha eliminado de cuajo la libertad personal, la intimidad y los sentimientos humanos; nada le gustaría más que aplastar el libre albedrío y para ello no se conforma con nada. Tampoco repara en sacrificios, y es que ese jefe todopoderoso hace las veces de policía, dios, juez y verdugo. A pesar de que Orwell no esgrimió con su pluma una historia del todo original, ya que se basó en el imaginario de varios colegas del gremio, nadie puede negar que con esta novela conmocionó al mundo lector, porque hablaba de una situación terrible, saturada, asfixiante y, lo que es peor, posible.

Cómo no, 1984 fue llevada al cine en varias ocasiones, al igual que otras obras que se daban la mano con ella; a saber, el relato de Philip K. Dick, El informe de la minoría (1956), y El Señor de los Anillos (1954), del reverenciado J. R. R. Tolkien. El texto de Dick, que años después se adaptaría a la gran pantalla como Minority Report, no habla de un Gran Hermano al uso, pero sí de una forma invasiva de control absoluto por parte de una autoridad que ha decidido tomarse la ley y las libertades de los ciudadanos por su mano. De hecho, el universo representado por el escritor se asemeja bastante a lo que contaba Isaac Asimov en su sociedad robótica, porque ambos hablaban del azar, las reglas, lo predecible y lo que no lo era, y de alguna forma incurrían en paradojas similares. En cuanto a las letras de Tolkien, esa trilogía que ha creado escuela, debemos mencionar al malo malísimo, Sauron: él, El Aborrecido, El Señor de los Anillos, El Poder Oscuro, El Nigromante, El Ojo Rojo, El Ojo Sin Párpados. Esta vez no hablamos de un puñado de tristes que se dedicaban a mandar sobre el resto, sino de uno solo, jefe de grandes y oscuros ejércitos, de un personaje que todo lo sabía y todo lo controlaba, y que en algún momento de la historia pasó a convertirse, literalmente, en el ojo que todo lo ve. Por suerte, como en toda leyenda de final bondadoso, Sauron encontró su fin.

Los Juegos del Hambre es el nuevo negro

En el mundo de la moda el negro ha sido siempre un color poderoso. Es elegante, combina con todo y ya puede caérsenos un batido de grosellas encima, pues apenas se notará la mancha. El negro domina, es el jefe de los colores, y cuando algún otro sobresale por encima de los demás, se suele decir que es “el nuevo negro”. De acuerdo con esto, una de las cabezas de la literatura juvenil de ahora es la trilogía de la norteamericana Suzanne Collins, Los Juegos del Hambre (2008-10), tal vez el mejor ejemplo de telerrealidad de las últimas décadas (después de 1984, claro).

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Collins, que ha hallado en esta saga su gallina de los huevos de oro, cuenta que un día cazó la inspiración al vuelo gracias al ejercicio del zapping con el mando a distancia: en un canal emitían un reality show y en otro se hablaba de la guerra. Contextos bien diferentes pero que, unidos, dieron forma a una trama revolucionaria e impactante. Con un lenguaje claro, conciso, seco y directo, y una protagonista rebelde y atípica que guía la historia sin mucho dramatismo, Los Juegos del Hambre nos cuenta qué son, precisamente, Los Juegos del Hambre. Después de un pasado terrible y sangriento salpicado de guerras sin fin y más muertos que supervivientes, ahora el mundo se reduce a un trozo de tierra en ninguna parte dominado por las altas esferas del Capitolio: nunca mejor dicho, el ojo que todo lo ve, el Gran Hermano. Él ostenta el poder, subyuga, ordena, obliga, hace y deshace, dicta, habla, no escucha, mata, trama, conspira y aplasta; y la sociedad, sin medios para luchar contra la fatalidad, se pliega ante lo inevitable, esto es, Los Juegos del Hambre. ¿Qué son, qué significan? Como castigo por los levantamientos del pasado, todos los distritos en los que se divide la sociedad salvo uno, aquel en el que reside el poder, deberán cumplir un pacto: el Día de la Cosecha habrán de entregar dos tributos; es decir, un chico y una chica, sin importar si se trata de niños o adolescentes. El destino de los desafortunados será la muerte, televisada para todo el mundo por cortesía del Capitolio: unos juegos salvajes situados en un recinto especial repleto de cámaras y trampas en los que participan todos los tributos elegidos. Sólo podrá quedar vivo uno, de manera que tendrán que matarse unos a otros para sobrevivir y, con muchísima suerte, convertirse en el único vencedor.

La brutalidad de este Gran Hermano reside no sólo en el ritmo galopante de la novela, ese lenguaje sin tapujos o la crudeza extrema de la historia, sino en su trasfondo. Asistir a cómo mueren y se asesinan los tributos, compartir sus

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miserias y comprobar que todo ello no es más que un espectáculo insignificante para los habitantes del Capitolio resulta una experiencia desesperanzadora y demoledora. ¿Cómo es posible que gente tan civilizada y muchas veces buena no se inmute ante semejante tragedia? Las cámaras lo filman absolutamente todo, y si no hay suficiente sangre, los jefazos del Capitolio se encargan de soltar monstruos y mareas para acelerar la violencia. Porque esto es un espectáculo, y como bien se ha dicho siempre, el show debe continuar.

Lo que más miedo debe darnos no es que la ficción de Collins no sea irrealizable, sino el hecho de que, llegado el caso, ante un producto similar a Los Juegos del Hambre podamos actuar del mismo modo que los habitantes del Capitolio. El suyo es un distrito perfecto, moderno, con todas las facilidades y comodidades; viven bien, visten bien, asisten a fiestas fastuosas y jamás pasan hambre. Se han vuelto personas superficiales, su existencia es demasiado fácil e intrascendente, y se han acostumbrado a ver por televisión la desgracia de un puñado de jóvenes. ¿Acaso no nos hemos acostumbrado nosotros al dolor de otros que todos los días se nos cuenta en el telediario?

Más drama al pastel crudo, gracias

Con esta distopía Suzanne Collins ha dado inicio a una nueva etapa de la literatura juvenil. Hasta hace poco los vampiros hormonados y amorosos eran los reyes del mambo, y ahora, sin tiempo para una transición, son sagas como las de Collins las que mueven masas.

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En Los Juegos del Hambre el Capitolio observa y actúa, mientras que los tributos se limitan a sobrevivir, sin aparentar. En el caso de Isola (2007), de la alemana Isabel Abedi, su Gran Hermano hace las funciones del de Collins, pero los personajes filmados actúan frente a las cámaras, convirtiéndose para ello en personas diferentes. Así lo exige la historia, después de todo: uno de los más aplaudidos directores de cine del mundo quiere rodar una película muy especial, a caballo entre la ficción y la realidad, para la que escogerá a doce jóvenes a los que encerrará en una isla remota de Brasil. Podría haber sido una experiencia enriquecedora y bonita, pero el director quería apostar más fuerte, y cuando se juega a “Quién es el asesino”, resulta obvio que el final no será el típico de vivir felices y comer perdices. Precisamente será este juego, inocente al principio, el que desencadenará la tormenta y filmará por fin a personas reales, caído ya el velo de sus personajes.

Atrapada en directo (2003), de Gudule, es otra novela juvenil que continúa la línea en la que nos movemos: cuenta la historia de una chica de dieciséis años que recibe una propuesta muy curiosa de una cadena de televisión, convertirse en la protagonista de su propio programa, muy al estilo del ya mencionado El Show de Truman. Lógicamente, ni todo será lo que parece, ni lo que parece resultará tan bonito, inocente y apasionante. Por su parte, Incarceron, de Catherine Fisher y recientemente publicado en España, podría ser otro ejemplo de telerrealidad literaturizada: la cárcel en la que malvive el protagonista se transforma en la reina y señora, el ojo que todo lo ve y controla.

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Si rebuscáramos bien, encontraríamos infinitad de obras relacionadas aunque sea una pizca con el tema que nos ocupa: Un mundo feliz, Fahrenheit 451, Battle Royal, V de Vendetta, El corredor del laberinto… Podríamos continuar yuxtaponiendo títulos hasta cansarnos, pero las conclusiones serían las mismas: primera, ahora se llevan las distopías estilo Orwell y Collins; segunda, estamos asistiendo a una desensibilización de nuestra sociedad ante la tragedia ajena; y tercero, ¿en el fondo no somos los lectores el ojo que todo lo ve?


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