Revista Opinión

Lo público no es de todos

Publicado el 25 octubre 2014 por Percival Manglano @pmanglano

Lo público es de todos

Un lema común de los discursos en contra de la austeridad pública es que “lo público es de todos”. Se da a entender así que los que se manifiestan en contra de la contención del gasto público no lo hacen para defender sus propios intereses, sino que lo hacen para defender los del conjunto de los españoles. Al dar la cara ellos en nombre de todos estarían dando un ejemplo de generosidad y de sacrificio altruista.

Lo cierto es que lo público no es de todos. El eslogan es una conseguida artimaña intelectual para atraerse el favor popular. En realidad, los que se manifiestan lo hacen en defensa de unos intereses concretos, los cuales pueden ser contradictorios con los del resto de los ciudadanos.

Pero, vayamos por partes. ¿Por qué no es de todos lo público?

Lo público se define por ser algo de titularidad y/o gestión estatal. Lo público es del Estado. Y el Estado no es de todos. El Estado es una organización administrativa de Gobierno que se pertenece a sí misma. No es ni un pueblo, ni una sociedad, ni una Nación. Es una estructura que gobierna al pueblo; no es el pueblo. Confundir pueblo y Estado es una vieja aspiración totalitaria que, en la práctica, siempre ha terminado con el sometimiento y explotación del pueblo.

Dicho de otra forma, de la misma manera que un abogado representa a su cliente en un juicio y habla en su nombre por voluntad del cliente, el abogado no es el cliente. Si el cliente es condenado a una pena de prisión, el que irá a la cárcel será el cliente, no el abogado.

Otra forma de pensarlo es que el Estado son unas tres millones de personas, sus empleados. España, sin embargo, es la suma de 46 millones de personas. Las tres millones de personas que componen el Estado representan y están (teóricamente, aunque no siempre en la práctica) al servicio de los otros 43 millones de españoles. Pero son profesionales con reglas de juego distintas a las de los demás. Pueden obligar a los españoles a hacer cosas que no quieren hacer. Y, además, sus condiciones laborales llevan a que, en la práctica, no puedan ser despedidos.

Más aún, ninguno de los 46 millones de españoles tiene ningún título de propiedad sobre el Estado español. Ni el coche oficial del alto cargo, ni el aula del colegio público son de ningún español, ni tampoco lo sería la Catedral de Córdoba si ésta fuese expropiada por la Junta de Andalucía. El ciudadano de a pie no puede usarlos a su conveniencia, ni siquiera en la millonésima parte que le correspondería. Puede usar algunos servicios públicos si desea hacerlo, pero no es propietario de ningún bien del Estado.

Lo que sí que es el español medio es un financiador del Estado. El Estado vive de los impuestos que pagan los españoles. Y cuando digo el Estado, quiero decir los tres millones de empleados públicos (que cobran, en total, unos 120.000 millones de euros al año). Una cosa es pagar por un servicio y otra muy distinta es ser el propietario de la institución que provee dicho servicio.

Por supuesto que todos los españoles nos beneficiamos de algunos de los servicios que provee o financia el Estado. Por ejemplo, de la seguridad ciudadana o de la recogida de basuras. Pero hay otros servicios que muchos españoles pagan, pero deciden no usar. Por ejemplo, hay 7 millones de españoles que tienen seguros médicos privados. Además, más de la mitad de los hospitales en España son privados y también lo son un tercio de sus camas.

En cuanto a la educación, la escuela concertada y privada acoge a un 31,8% de los matriculados españoles. Sin embargo, sólo hay unos 166.000 estudiantes inscritos en universidades privadas (un 13,1% del total, aunque un 26% en las ciencias de la salud). Mucho tiene que ver en esta baja proporción el que la universidad pública esté subvencionada al 80%, independientemente de la renta del estudiante o de sus padres (lo que cuesta unos 15.500 millones de euros al año).

La cuestión no es que los españoles que optan por servicios privados dejen de pagar impuestos. La cuestión es que ni ellos ni los que efectivamente usan los servicios públicos son los dueños de estos servicios.

Todos los pagan; muchos los usan; bastantes se ganan la vida gestionándolos; nadie se los puede apropiar.

En resumen, lo público no es de todos, pero el gasto público sí que lo es. Todos somos contribuyentes. Nadie es dueño de lo público. Y sólo algunos derivan sus ingresos de lo público. Nada hay ilegítimo en que así sea. Pero que nadie intente engañar a los contribuyentes queriendo hacerles creer que se van a beneficiar de no aplicar la austeridad pública con el argumento de que lo público es suyo.


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