Revista Viajes

Lo que me enseñó el japonés

Por Tiburciosamsa


El japonés venía los sábados a las cinco de la tarde. Tenía que recibirle con un traje negro ajustado, que me llegaba hasta los tobillos. Debía llevar medias y ligas, pero no bragas.
Siempre, antes de entrar, se demoraba un momento en el umbral. Me miraba, sonriendo mucho y mostrando unos dientes blanqueados por el dentista y me saludaba inclinando un poco la cabeza. “Buenas tardes, Verónica-san”. Luego se encaminaba al cuarto del fondo a cambiarse y yo me iba al dormitorio a esperarle.
El japonés llamaba a la puerta con unos toques muy suaves, casi inaudibles. Yo le decía: “Adelante” con voz severa. Entonces entraba. Se había puesto un pantalón corto rojo y unas medias blancas, que dejaban ver unas rodillas huesudas. También llevaba una camisa blanca con una corbata que le llegaba sólo hasta el ombligo y unos tirantes para sujetarse los pantalones. En la mano llevaba una carterita de cuero.
- ¿Ha estudiado la lección esta semana, Keiichi?
- Sí, profesora.
- Sí, señora profesora.
- Perdón, quería decir señora profesora-
- ¿Quién escribió “El cuento de Genji”?
Hacía como si dudase y lo hacía también que a veces una gota de sudor le cruzaba la frente y podía oírse el chasquido nervioso de sus dedos buscando la inspiración.
- ¿Kawabata?
- No. La Dama Murasaki.
- ¿Cómo murió Yukio Mishima?
Se pasaba un pañuelo por la frente, o bien miraba al techo azorado. “No mire al techo. La respuesta no está ahí. ¿Cómo murió Mishima?”
- ¿Se pegó un tiro?
- Se hizo el sepukku- respondía sombría y dejaba que hubiera un momento de silencio, la pausa antes de la tempestad.- ¡Es usted un imbécil! Es incapaz de memorizar las cosas más sencillas. ¡Peor que un imbécil! Es usted un mentiroso. Merece un castigo.
- Sí, señora profesora- compungido, miraba al suelo, sin atreverse a confrontarme.
Se aproximaba a la butaca en la que yo estaba sentada. “Bájese los pantalones”. Se los bajaba y dejaba ver unos calzoncillos con estampados de Doraemon, que también se bajaba. Tenía el pene escuálido, con más pinta de dedo meñique que de cualquier otra cosa.
Se tumbaba en mis piernas y yo empezaba a darle azotes en las nalgas con la mano abierta. Él los recibía dando gemidos en los que se mezclaban el placer y el dolor. A mí me gustaba dárselos. Con cada azote descargaba algo de mi ira contenida. Éste por Mariano, que es un soso y le huelen mal los sobacos. Éste por el banquero, que es un zafio y me duele cada vez que me la mete. Éste por Pedro, que no quiso retirarme y convertirme en su mantenida. Éste por… Después de tantos años de puterío, aunque fuera de lujo, tenía razones más que de sobra para haber estado dando azotes hasta el anochecer, pero siempre había un momento en el que me pedía que parara. Se bajaba de mis rodillas, se arrodillaba ante mí y me iba desabrochando el vestido hasta la altura del ombligo. Entonces me metía la lengua en el coño y ahí se quedaba, jugando con mi clítoris hasta que terminaba la sesión.
Muchos sábados, al japonés le seguía Mariano, que era diputado por Zamora. A su manera, Mariano era igual de repetitivo y de soso que el japonés. Llegaba y a los cinco minutos ya estábamos en el dormitorio, él con unos calzoncillos estampados con el escudo de la guardia civil, que anda que no hay que ser raro para fabricar unos calzoncillos así y más raro todavía para comprárselos, y yo completamente desnuda. Me tumbaba en la cama y lo hacíamos en la postura del misionero, que la imaginación de Mariano no daba para más.
Un sábado el japonés vino y desde que entró le noté como triste. Respondió con desgana a las preguntas y no pareció que mis insultos le animasen y eso que le llamé “gilipollas”, que era algo que nunca le había llamado. Tampoco los azotes parecieron hacerle mucho efecto. Los gemidos no eran de dolor ni de placer, sino de compromiso. De esa manera no había manera de concentrarse en nadie para desahogar mi ira. Luego me comió el coño con el entusiasmo que le echaría un vegetariano a una buena hamburguesa. Hubo un par de veces que se despistó y se puso a lamerme el ombligo y creo que no se dio ni cuenta.
Al final, cuando se despidió, me lo dijo: “Verónica-san. Hoy es el último día que nos vemos. Mi compañía me manda de regreso a Tokio. El lunes me voy.” Lo dijo en un tono tan sentido que hasta me dio pena y anda que no me he despedido de clientes.
Media hora después, llegó Mariano. Venía sudoroso y ese día los sobacos le olían peor que de costumbre.
Pasamos al dormitorio. Se metió en el cuarto de baño. Cuando salió, se había quitado todo menos los calzoncillos de la guardia civil. Pero yo no estaba desnuda. Estaba sentada en la butaca y llevaba puesto el traje negro que me llegaba hasta los tobillos. Me miró desconcertado.
- A ver, Mariano- casi le grité.- ¿Quién escribió “El cuento de Genji”?

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