El dulce de membrillo salpica.
Por eso, allá por los 50, mi abuela Blanca se mandó hacer un banco alto, cómodo, para sentarse en él y poder revolver el dulce de lejos. Cuando la familia se mudó a la capital, una decena de años después, la abuela se trajo el banco consigo.
A la abuela le quedaban deliciosos los dulces; los tengo claros en la memoria y el paladar, así como su imagen. Parece que la veo, sentada en su banco alto -haciendo naranjas en almíbar para mamá, la jalea de guayabas del tío Heber, o el dulce de higos enteros que tanto me gustaba- con las piernas trabadas en las patas de madera y una cuchara larga en la mano, revolviendo de lejos para no quemarse con el azúcar caliente y rebelde.
Hoy en día el banco está en casa. Se tambalea un poco y está lisito de tantas capas de pintura, pero sigue firme y cómodo. Lo uso para sentarme a una distancia prudente cuando tengo que revolver la jalea de limón, o la crema de maracuyá, o la mermelada de frutillas que adoran mis hijas.
Porque si me acerco mucho salpica, ¿vieron?
EriSada