Se acaba de presentar De reparto, un documental sobre la vida de Carlos Lucas, un actor con casi cien películas a sus espaldas y ni un solo papel protagonista. En muchos de los trabajos de su larga carrera, ni siquiera aparece en los créditos, y en los que sí aparece, la mayoría de las veces, su personaje ni siquiera tiene un nombre. Su currículum está lleno de apariciones en los títulos de crédito como esta (todas reales, recogidas del IMDB): cajero, paciente, obrero, gay en lavabo, hombre en la parada, detenido, mendigo, encargado coche cama, camarero, charlatán tren, teniente guardia civil, hombre de luto, gasolinero… Su penúltima aparición en el cine, de 2004, fue como vejete vestuario, y la primera vez que apareció en unos créditos, en 1971, lo hizo como hombre que se cruza con Julieta. Poca evolución en más de treinta años de curro.
El documental De reparto es un homenaje a estas caras que siempre aparecen en las pelis, pero cuyos nombres nunca retenemos. A esa gente que está siempre haciendo bulto, confundiéndose con el decorado, ejerciendo de la masa que sostiene el tinglado industrial del cine. Y pensando en ello me he dado cuenta que también aquí hay clases.
Con todos los respetos, no me interesan los casos como los de Carlos Blanco. A mí me gustan los secundarios de alcurnia, esa especie que parece que se va muriendo, pero que ha sido una estirpe maravillosa que nos ha dado horas y horas de felicidad cinéfila.
Nada tienen que ver con estos chicos de reparto que rellenan huecos. Son actores; a veces, actorazos, cuyos papeles tienen peso en el guión, su talento se valora y se les deja espacio para brillar. En la edad de oro de los grandes estudios americanos, en los 40 y en los 50, las majors tenían en nómina a un buen puñado de supporting actors a los que mimaban casi tanto como a sus estrellas. La Warner era especialmente pródiga en su plantel de secundarios.
De ellos, siento debilidad por Peter Lorre, de quien creo que nunca he escrito en este blog (o sí, pero no me importa repetirme), y hoy me voy a permitir hacerle un pequeño retrato.
Nacido en 1904 como Lászlo Löwenstein en Rózsahegy (hoy, Eslovaquia, entonces, Imperio Austrohúngaro), en una familia judía de clase media que le mandó a estudiar la secundaria a Viena. Fue educado en alemán, como correspondía a un chaval con aspiraciones cultas, pero ya muy pronto demostró que la comodidad aburguesada no era lo suyo, y se escapó a correr por los caminos con unos cómicos de la legua que iban interpretando sus obras por Suiza, Austria y el sur de Alemania. No le fue mal como actor de teatro, y se convirtió en un habitual de los carteles de Zúrich y de Viena a comienzos de los años 20.
En 1925 se marchó a la mucho más interesante y caótica Berlín, y allí adoptó el nombre artístico de Peter Lorre.
La fama desbordada le llegó de la mano de Fritz Lang, que lo eligió como prota en la desasosegante M, de 1931. Como la historia, vista desde el presente, tiende a explicarse con facilidad, muchos historiadores han visto en esta peli una especie de premonición sobre la pesadilla nazi en la que estaba a punto de meterse Alemania. Yo dudo que sea otra cosa que un entretenimiento de la agonía del expresionismo que impactó demasiado a una sociedad predispuesta al impacto.
Para Lorre, la cosa tuvo dos caras: la del éxito y la consagración, y la del terror, porque Goebbles utilizó el cartel de la película con su cara en varias campañas antisemitas, del rollo: “Así son los judíos, aprenda a identificarlos”. Así que, aconsejado por su amigo Lang, y viendo cómo se estaban poniendo de feas las cosas en la deliciosa Berlín, hizo las maletas y se piró en cuanto Hitler ganó las elecciones.
Pasó por París, y de ahí saltó a Londres sin saber casi nada de inglés, pero dispuesto a suplir esa carencia lingüística endureciendo su jeta, que ya era de cemento armado. Allí conoció a un joven, talentoso y cínico director llamado Alfred Hitchcock, que le hizo una prueba de casting para uno de los papeles principales de la primera versión de El hombre que sabía demasiado. Hitchcock sospechaba que Lorre no entendía ni papa de inglés, porque gesticulaba mucho y no paraba de reírse, pero apenas decía otra cosa que no fuera yes, yes o well, well. Aun así, le hizo gracia y le contrató. La leyenda dice que Lorre memorizó fonéticamente sus frases y las soltó en la peli entendiendo menos de la mitad de lo que decía.
A Hitchcock le encantó. Le entusiasmaban los caraduras, porque él mismo lo era, y sabía que para tener jeta y salir con bien, incluso brillando, hacía falta un talento especial y precioso que no se aprendía en ninguna escuela.
Y ahí empieza la historia de Lorre como actor a sueldo de los estudios. En los años 30 protagonizó una serie de pelis infames y tremendamente populares interpretando a Mr. Moto, un detective japonés que va resolviendo crímenes en ambientes lujosos y viajando por todo el mundo.
Hizo ocho de estos bodrios. La mitad habrían bastado para tirar por los suelos la carrera de cualquier actor. Ocho largos haciendo de un detective japonés, imitando un acento grotesco y poniendo caras ridículas acaban con cualquier pretensión artística, por fuerte que sea. Pero Peter Lorre era mucho Peter Lorre, y era capaz de reinventar su cara dura cuantas veces fuera necesario.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Londres se convirtió en una ciudad invivible para un tipo refinado y cínico como él, cruzó el mar y se marchó con otros amigos actores a California, donde decían que había mucho curro para actores europeos en los estudios de Hollywood. Al poco de llegar, consiguió un buen contrato con la Warner Bros, que sería su empresa prácticamente hasta su muerte, y se convirtió en el mejor Peter Lorre posible, en el Peter Lorre objeto de mis amores.
En la Warner le hacían trabajar a destajo. Casi siempre papeles de malo o exóticos, aprovechando su retorcido acento alemán, su extraña y modulada voz y su apariencia meliflua y sexualmente ambigua. Lorre trabajaba mucho y bien en variados registros, así que pronto destacó entre la troupe de secundarios de lujo del estudio, esa pequeña corte que rodeaba a su alteza, mister Humphrey Bogart.
Bogart y Lorre se cayeron de puta madre desde la primera vez que coincidieron en una peli. Fue en El halcón maltés, donde encarnó al ridículamente misterioso Joel Cairo.
Sólo por ese papel, Peter Lorre se merece un hueco en el olimpo del cine. Qué grande su aparición en el despacho de Sam Spade, con su tarjeta de visita impregnada en perfume de gardenias, su pistolita pequeña, su bastón, su bombín y su aire altivo. El halcón maltés fue la primera de una serie de pelis que hizo con Bogart, siempre dando realce a los personajes engabardinados de su amigo.
También me gusta mucho el trágico Ugarte de Casablanca, el personaje que desencadena toda la trama, el portador del Macguffin de la historia (los salvoconductos que han robado a unos correos alemanes). Cuando la policía de Vichy va a detenerlo en Rick’s, desesperado, coge de las solapas a Bogart y le grita: “¡Tienes que esconderme!”, a lo que Bogart-Rick responde: “Yo no me la juego por nadie”.
Su sacrificio sirve para que otros personajes se salven.
Tuvo otros papeles espléndidos, como en Arsénico por compasión, pero los años 50 fueron los de su decadencia. Ya sólo salía como caricatura de sí mismo, y empezó a ponerle voz a algunos dibujos animados de la Warner. Este ocaso coincidió con su gloria como alma de la fiesta de Hollywood. Muerto su viejo amigo Humphrey (a quien dicen que convenció de que se casara con Lauren Bacall en una noche de borrachera), se fue centrando en un excéntrico grupo de viejas glorias de los estudios que se juntaban para hacer fiestas raras y cultivar un humor cruel y negro que los más jóvenes no pillaban.
Su gran amistad del final de sus días fue Vincent Price. Les unía su gusto por lo macabro y por hacer chistes en los (cada vez más frecuentes) entierros de sus amigos.
Hay una película, que pretende ser una comedia aventuresca, pero que tiene un resabio amargo, titulada en España La burla del diablo. Es de 1953, se rodó en Italia, el guión es de Truman Capote y la dirección, de un John Huston comedido y en horas bajas (aunque las horas bajas de Huston son mucho más altas que las más inspiradas de cualquier otro director) que no encontraba una buena historia desde La reina de África.
Creo que La burla del diablo es la última peli que hicieron juntos Bogart y Lorre. Y a los dos se les ve viejos y cansados. Bogart parece especialmente triste bajo el sol de Italia, aletargado y posiblemente intimidado por el poderío sexual de Gina Lollobrigida.
Bogart aún rodaría dos tristes epílogos más a su carrera: Sabrina y Más dura será la caída. Pero su despedida de Lorre me suena más melancólica, más sentida. Parece que se están diciendo adiós durante toda la película. Esas miradas expertas de tantos años trabajando juntos, ese subtexto oculto en la entonación y en los gestos que revela cientos de noches de borrachera, varios desencuentros y un cariño a prueba de bombas de dos tíos de la vieja escuela, pertenecientes al mundo anterior a la guerra, inadaptados de lujo, alcohólicos de corazón.
Ya no se hacen tipos como Lorre.
Hace un par de años, en una exposición en el Museo Picasso de Málaga, vi un retrato de Peter Lorre hecho por la artista alemana Lotte Jacobi. Me encantó. Creo que transmite toda la ambigüedad y la ironía del personaje.