(JUAN JESÚS DE CÓZAR) El final de la década de 1980 estuvo marcado por varias tendencias cinematográficas. Una de ellas fue la irrupción de una serie de películas cuyos protagonistas resultaban ser personas disminuidas física o psíquicamente. Recuérdese, por ejemplo, Hijos de un dios menor (1986), protagonizada por una sordomuda; Rain man (1988), en la que Dustin Hoffman encarna el papel de un autista; o Mi pie izquierdo (1989), con Daniel Day Lewis interpretando a un paralítico cerebral.
Durante los años 90 se siguió cultivando un género que conectaba bien con el público, sensible a la atención de las personas con discapacidad. Una de las primeras muestras fue Despertares (1990), que llegó a ser candidata al Oscar a la mejor película.
Han pasado 25 años desde su estreno y Despertares sigue conservando la capacidad de emocionar al espectador como lo hizo en 1990. Como es frecuente en este tipo de filmes, su argumento está basado en hechos reales que el neurólogo norteamericano Oliver Sacks recogió en un relato autobiográfico del mismo título. Por delicadeza, los nombres de las personas en la vida real se sustituyeron por otros de ficción. El encargado de realizar la adaptación cinematográfica fue el entonces poco conocido Steven Zaillian, que logró su nominación al Oscar por este guión y que lo conseguiría más tarde con el que escribió para La lista de Schindler. Por su parte, Penny Marshall asumió la dirección.
Verano de 1969. Malcolm Sayer (Robin Williams), un médico tímido y poco sociable, es contratado por un hospital de Nueva York para cubrir una vacante. A pesar de su falta de experiencia clínica ‑es un investigador nato‑ no le falta sensibilidad y humanidad en el trato con los enfermos. Con gran empeño y con la ayuda de Eleanor (Julle Kavner), una inteligente y responsable enfermera, consigue “despertar” a una serie de pacientes del hospital, que sufrieron en los años 20 una encefalitis letárgica y que desde entonces se encontraban como ausentes: son niños que se quedaron dormidos, afirmará un veterano médico que conoció muchos casos. La administración a estas personas de la L-Dopa, una droga empleada contra el Parkinson, fue la clave para este regreso a la vida.
A partir de aquí el film se centra en Leonard Lowe (Robert de Niro), enfermo desde los 11 años, y en sus relaciones con el doctor Sayer. Los diálogos entre ellos están llenos de emoción y sinceridad. Sayer encuentra en el discapacitado Leonard un amigo a quien confiarse y una ayuda para resolver su problema de incomunicación. Especialmente sugerente resulta la escena en la que Leonard despierta de madrugada al doctor Sayer para transmitirle su entusiasmo: “La gente se ha olvidado de lo que es la vida ‑le dice Leonard‑; han olvidado el milagro de estar vivo. Necesitan que se lo digan. Necesitan que alguien les recuerde lo que tienen y lo que pueden perder. Necesitan que les hablen de la alegría de vivir, del don de la vida, de la libertad de vivir, de la maravilla de la vida”.
Robert de Niro borda su papel, que también mereció su nominación al Oscar. Robin Williams no le va a la zaga y el duelo interpretativo entre ambos es magnífico. A esto se añade una bella fotografía de Miroslav Ondricek y una preciosa banda sonora de Randy Newman, salpicada de temas de diversas épocas. La realización de Penny Marshall es algo efectista, pero eficaz, sabiendo no alargar los momentos de ternura y manteniendo una gran fluidez narrativa.
Película simpática y positiva, que transmite el optimismo del que ha aprendido ‑como acaba diciendo el doctor Sayer‑ “que el espíritu humano es más poderoso que cualquier droga y que eso es lo que debemos alimentar, con trabajo, ocio, amistad y familia, que son las cosas importantes, las que teníamos olvidadas, las más sencillas”.