Esta es una película que habla de lo que sucede en los alrededores del muro de dolor, silencio, rabia y vergüenza que nos impide ver a un ser humano hundiéndose en la anomia. Es una historia situada --no por casualidad-- cerca de uno de los templos contemporáneos de la felicidad por decreto: el Walt Disney World de Florida. Allí, además de por el clima, el paisaje es igual de luminoso que el reino de la fantasía infantil: apartamentos de colores vistosos, tiendas enormes de formas llamativas, espacios abiertos, amplias autopistas que lo atraviesan todo... y por supuesto los outlets de objetos Disney, una metáfora perfecta de ese otro mundo de ocasión en el que se sitúa la historia. En ese universo de segunda mano y de existencias en vía muerta es donde transcurre la inclasificable The Florida Project (2017).
Coescrita por Sean Baker y su guionista habitual Chris Bergoch, narra la historia de Mooene, una niña de seis años que pasa los días del verano deambulando con sus amigos por los alrededores del motel donde malvive con su madre, una joven en pleno proceso de derrumbe humano y social. Baker se toma su tiempo para situar los acontecimientos y presentar debidamente a los protagonistas (entre ellos Willem Dafoe, nominado al mejor actor secundario de este año por su convincente interpretación): tras una hora de bien diseñadas y definitorias escenas, una travesura infantil de los menores desencadena la quiebra de la precaria red de apoyos de la madre de Mooene y el final de sus irregulares ingresos. Aun así, tras ese incidente, la narración no acelera su ritmo, sino que mantiene el tono pausado a base de escenas breves y cotidianas; la diferencia es que a partir de ese momento se centra en una única línea argumental: el hundimiento social de Halley (la madre de Mooene), un proceso en el que arrastrará inevitablemente a su hija.
The Florida Project atrapa por la ausencia de drama previsible en beneficio de un retrato en el que la narración no se involucra ni juzga, pero también por el realismo de las interpretaciones de los niños (sus diálogos son muy naturales), por la descripción de su día a día a base de pequeñas travesuras y hurtos. Ese mundo mínimo que les dejan las madres (por dejadez o por trabajo) es lo único que tienen; sin embargo, serán los actos de esos adultos que se suponen que les cuidan los que lo irán empequeñeciendo hasta hacerlo desaparecer.
Baker compone para la película un interesante esquema narrativo que combina ficción --centrada en el ambiente de los niños-- con un punto de vista semidocumental que sirve para aportar contexto humano y social. Con todo, el recurso más original lo compone una serie de elipsis de Mooene en la bañera, en las que, de entrada, el espectador no comprende a qué se debe esa restricción del punto de vista, cuando en realidad el director está haciendo lo mismo que la madre de la niña: evitar, obstaculizar, desviar la atención de su hija de la triste derrota que está teniendo lugar justo en la habitación de al lado. Es después, al revelarse el verdadero significado de las elipsis, cuando el espectador experimenta la misma mezcla de incomprensión y abandono que Mooene cada vez que es obligada a bañarse sin motivo ni horario.
De este desarrollo argumental no debemos esperar una redención de último minuto tan inesperada como optimista, sería una traición al relato que ha construido con tanto esfuerzo. Es más bien al contrario: The Florida Project se ocupa de cada miserable detalle en el descenso de Halley a los infiernos, hasta el previsible instante en que le arrebaten lo que más quiere. En ese momento, cuando la película desemboca en un clímax dramático en el que el drama previsible y lacrimógeno se va a adueñar de todo, Baker encuentra un resquicio magistral con el que recapitular el significado completo de todo lo que hemos visto y, de paso, culminar el filme con una escena antológica. Un final que amplía, matiza y actualiza el canon de los finales abiertos que estableció Truffaut en la última escena de Los cuatrocientos golpes (1959). Pero esta vez no es tanto una mezcla de liberación e incertidumbre, sino de huida triste hacia la felicidad que le debemos a la infancia, aunque sea una artificio, un sucedáneo, una ficción...