Posted by diego ospina on 04/10/2014 · Dejar un comentario
Estábamos rodeados. Jimbo del batallón ciento once se estaba desangrando en el suelo, tirado junto a uno de los muros del ruinoso edificio donde nos guarnecíamos. Le pregunte si estaba bien. El respondió con una evidente ironía, le era natural –Claro que sí, es solo un rasguño.- luego su cabeza apunto al gris cielo que se escurría gota a gota sobre el campo. Los cadáveres apilados uno tras otro habían empezado a descomponerse y su olor penetrante provocaba a todos nauseas. Yo mismo vomite sobre el cadáver de Jimbo.
Fue impensable lo que ocurriría luego. El encargado de la radio nos informaba que la fuerza aérea bombardearía el lugar en siete minutos. Nadie tenía casco y las trincheras eran poco profundas. Cuando ya habían transcurrido cinco minutos, todos nos dábamos por muertos. Era soportable la muerte si por lo menos lográbamos llevarnos también a esos bastardos.
El soldado Hoi, Houtsubo Hoi de la división extranjera que rescatamos cinco días antes nos decía en algún maldito idioma asiático alguna clase de trabalenguas. Maldije al malnacido por no usar las manos, le levante el dedo del medio y comprendió aquel símbolo universal de desprecio, entonces señalo entre las paredes derrumbadas una cloaca.
Cleim a lo lejos grito –No creas que pienso morir en una cloaca como una rata- todos lo apoyaron, pero les mande al diablo, el capitán de la compañía era yo y de no obedecer irían a corte marcial, aunque es dudoso que sobreviviéramos. Me levante y corrí agachado hasta el soldado Robinson, dejar a Jimbo atrás era doloroso, fue como mi hermano en la academia, ahora solo un saco de huesos morado con una laceración en el cuello quedaría como mi último recuerdo del gran hombre que fue.
–Señor- Dijo Robinson mientras separaba de sus cinturón una granada –Permítame encargarme de estos canallas- Robinson estaba herido en el pie derecho, bueno realmente ya no tenía pie, quedaban solo tirones de piel que colgaban debajo de su rodilla, asentí con mi rostro.
Existen dolores indescriptibles y profundos, sentimientos horribles como el que produce la muerte cuando pasa junto a tu alma y se pesca al tipo de al lado, cuando el compañero de campaña vuela por los aires convertido en una especie de rompecabezas ininteligible y abstracto.
Solo me quedaban las balas del revolver, las otras armas fueron tomadas por el enemigo al alcanzar la parte baja de la colina, llevamos 16 horas resistiendo. Paton, Higs, Heleon, Mirele y Martins murieron.
El asiático sabe algo de primeros auxilios e intenta hacer un torniquete a mi pierna. Me pregunto si será un maldito japonés, tal vez un chino ¡cómo saberlo!
Mi mente divaga en pensamientos estúpido, tal vez sea lo mejor, una muerte tranquila. No tengo familia en la que pensar, nadie me espera tras la guerra en casa, no tengo esperanza de encontrar una linda esposa que me hornee pasteles y que me obligue a ir a misa los domingos. El capitán está al otro lado del edificio, contra la pared, junto al cadáver de Jimbo, se le ve la pena en el rostro, cualquiera diría que llora cual bebe, pero en la guerra hay momentos en que hasta los hombres deben llorar, pues resulta lo más humano que puede hacer uno entre la pólvora y la sangre.
Me siento casi en el cielo, la pérdida de sangre me ha dejado débil y casi no puedo moverme ya, me cuesta prestar atención a lo que sucede, a Heider le acaban de volar los sesos, el chino hace señas pero mis piernas ya no se mueven.
La extraña embriagues que produce el vaciarse por dentro como una botella, es liberadora, podría decirse que es una muerte placida.
El capitán corre hacia mí, me dice cosas que ya no escucho, no quiero oírle en cualquier caso, no importa nada ya. Empujo mi chaleco y levanto la mano tambaleante con una granada de mano de las que llevaba en mi cinturón, le digo algo estúpido, el asiente con su cabeza. Cretino. No pensé que tomaría tan fácilmente lo del sacrificio.
El capitán tomo la granada en sus manos y las cerro como diciendo una oración, el muy maldito estaba sonriendo. Fitzcher y Colins me levantaron por los hombros y los otros tres esperaban a lo lejos entre las alcantarillas. Empezamos a avanzar entre las balas que zumbaban de aquí para allá.
El paso era lento y la muerte segura, asi que Colins que era más fornido que el cadavérico Fitzcher, me levanto y me doblo sobre su hombro. Mientras nos alejábamos pude ver al capitán correr hacia los malditos con su granada en las manos, juro por dios que estaba orando, aunque tal vez estaba pensando en su esposa, en sus hijos o en el último plato de albóndigas que disfrutamos hace dos días, quien sabrá. Vi los aviones surgir de repente de entre las nubes lloronas, vi el fuego místico surgir del cuerpo del capitán y reventar por los aires su corpulenta autoridad, vi a los ángeles llorar aquel día, ángeles de metal que desde el cielo lloraron balas sobre el cadáver de una deidad.
Filed under Historias · Tagged with belico, chino, Colombia, cuento, español, guerra, guerra mundial, japones, literatura, panama, relato breve, war