¿De dónde proviene esa luz en el patio que molesta a los vecinos hasta las cuatro de la madrugada? ¿Cuál es exactamente el motivo por el que fulminamos con la mirada a la señora que nos arrebata el único asiento libre en el metro? ¿Dónde tienen su origen esas ojeras que surcan nuestros rostros a primera hora de la mañana en el trabajo o en clase de matemáticas? ¿Por qué cuando todos disfrutan de una animada charla después del café vespertino nosotros nos escabullimos y desaparecemos? ¿Hasta qué punto se puede eternizar una tarea tan simple como pasear al perro por el parque? ¿Con qué finalidad un día guardamos disimuladamente el ticket de la Coca-Cola, otro día el extracto de retirada de efectivo y al siguiente el billete sencillo del 25? ¿En qué ocupamos realmente la tarde cuando, estando de vacaciones en la playa, decidimos quedarnos en el hotel alegando un poco de malestar?
Croac-croac. El sujeto ha sido infectado: el virus de la lectura ya corre por sus venas. Croac.
-Doctor, doctor, ¿cómo puedo ser mejor persona?
-Tres dosis diarias de Gemma Lienas.
-Doctor, doctor, ¿cómo puedo ser más libre?
-Tres cuartos de Sierra i Fabra por la mañana, medio Gonzalo Moure después de cenar.
Croac-croac. Croac.
La literatura, lejos de hacernos más libres o mejores personas (lo cual supondría una reforma del código penal), constituye una oportunidad para pensar, la invitación a elegir un camino que nos lleve por la libertad o la dependencia, la buena o la mala fe. Pensar que un libro sobre la pobreza va a convertir por norma al lector adolescente en un tío generoso y empático es como pretender que todas esas niñas que un día disfrutaron viendo Pippi Calzaslargas hoy sean mujeres permisivas cuando sus hijos traen monos y caballos a casa. No, la literatura no impone ni cuando lo intenta; la literatura es cuando más el sereno de la vida de unos pocos; la literatura no hace magia, ni puede desprenderse de su carácter facultativo; la literatura, como cualquier otro arte susceptible a la moralidad, ofrece a los jóvenes la posibilidad de formarse como personas, pero desde luego no implica ni que el lector vaya a extraer algo más allá del entretenimiento, ni que lo que extraiga, si lo hace, sea precisamente lo que el autor pretendía. De otra forma no existiría el lector de Los Juegos del Hambre que idolatra y persigue a su autora como cordero, ni el lector de Las ventajas de ser un marginado que conspira en la red y aparta al bloguero más débil, ni el lector de La Emperatriz de los Etéreos que, preso de la razón, se niega a poner en práctica toda esa estricta teoría tan bien aprendida en la habitación.
Y es que los libros son capaces de mucho (de transportarnos, de acompañarnos, de mostrarnos, de encaminarnos), pero no son medicinas, ni siquiera guías de los que nos podamos fiar. La medicina está en la calle, en la vida, en la experiencia que nos hace entender y rectificar aquello que no nos gusta. Los libros, por tanto, quedan relegados a la función de encender la chispa en quien la busque y consolidar la llama en quien ya encontró su lugar.