Este artículo siempre se presenta un poco complicado, pues cuesta elegir a unas lecturas frente a otras dentro de ese Olimpo de letras que todos guardamos en nuestra memoria, pero intentaré hacer un repaso lo más ajustado posible. Desde que no levantaba ni tres palmos del suelo me decanté siempre por obras de fantasía, tal vez porque me transportaban a un mundo donde todo podía ser posible, aunque reconozco que no hacía ascos a otras novelas más realistas.
Recuerdo con especial cariño a Angela Sommer-Bodenburg y su saga Pequeño Vampiro que tanto ha dado de sí (ya son más de quince secuelas): con ella disfruté como el enano que era. Por otro lado, resultan muy importantes en mi memoria lectora series tan edulcoradas como Los Hollister, Los Cinco, Puck o Pakto, que releí una y otra vez pese a mi preferencia por la fantasía. Qué maravilla esas pandillas que siempre se topaban con misterios que resolver; sus aventuras han encandilado a varias generaciones de lectores, incluida la mía.
A partir de los 11 años empecé a catar con ganas algunos clásicos de la mano de Julio Verne, como Cinco semanas en globo o Viaje al centro de la Tierra, y mis primeras sagas específicamente juveniles (aquí recuerdo La materia oscura, de Philip Pullman). No se me ocurriría obviar a autores españoles como Elvira Lindo y su Manolito Gafotas, cuyas historias conservo como oro en paño, o Montserrat del Amo, que es capaz de llevarte de lo cotidiano a lo extraordinario sin grandes artificios en libros como El abrazo del Nilo.
Al igual que para la mayoría, supongo que el punto de inflexión lo marcó Harry Potter: no en el sentido de que me incentivara a la lectura, dado que no necesitaba ese empujón, sino porque el universo y los personajes tiernos a la par que excéntricos y sinuosos a los que dio vida J. K. Rowling, gozaban de una originalidad y una magia envidiables que llevaban a sus lectores a morderse las uñas durante el tiempo de espera entre libro y libro. ¡Y fueron siete! Desde entonces mis lecturas juveniles se incrementaron, empezando por El Hobbit (J. R. R. Tolkien), pasando por Las Crónicas de Belgarath (David Eddings) y llegando hasta la aún inconclusa Eragon, de Christopher Paolini. Todas ellas contenían un viaje, una misión y un destino que unos personajes memorables debían llevar a cabo en medio de una acción trepidante.
En los últimos años mi hambre lijera no ha disminuido, y quizá se deba a la gran calidad demostrada por distopías como la trilogía Los Juegos del Hambre (Suzanne Collins) o la bilogía Incarceron (Catherine Fisher); sin olvidarnos de la saga fantástica paranormal La Puerta Oscura, del zaragozano David Lozano, o la preciosa historia de magia y romance protagonizada por Ethan y Lena en La saga de las dieciséis lunas, de Margaret Stohl y Kami Garcia. También es reseñable la ingente producción de literatura juvenil que desde hace un tiempo vive el mercado.
Cada obra llegó en el momento indicado, justo cuando necesitaba evadirme de los problemas propios y trasladarme a unas tierras lejanas donde, paradójicamente, los personajes pasaban por los mismos problemas que yo trataba de olvidar. Lo cierto es que las dosis de realidad que desprendían los libros siempre me proporcionaron alguna enseñanza interesante, y es que es indiscutible que leer nos permite conocernos mucho mejor y dar rienda suelta a una imaginación sin fronteras.Debo decir que, sin lugar a dudas, la literatura juvenil es mi campo de letras preferido, aunque debido a mis estudios también frecuento la novela histórica más adulta. Obras comoLa plata de Britania, de Lindsey Davis, Yo Claudio, de Robert Graves, o De parte de la princesa muerta, de Kenizé Mourad, ocupan un lugar predilecto en mis estanterías junto a Rowling o Gonzalo Moure.