Casablanca nos enseñó a decir adiós; La Strada a aceptar el misterio de la propia existencia y El ciudadano, a comprender la parábola de esplendor y derrota de todo hombre monumental. El cine ha moldeado nuestros gustos y costumbres aun en detalles insospechados. Y de él aprendimos prácticamente todo: desde cómo apreciar una obra de arte hasta cómo besar.
Inquietud social y estética
Casi siempre, una obra cinematográfica puede resumirse, o al menos quedar preservada por la memoria, en una escena o en una cara. Las obras de Eisenstein_ El acorazado (1925), Octubre (1928), Alejandro Nevski (1935), Iván el Terrible (1943-1945), La conspiración de los boyardos (1948-1958), llama la atención no sólo por el manejo de los grandes grupos y los primeros planos, sino también el hecho de que el director ruso no pudiera evitar la utilización de ciertos elementos que terminaban por exaltar la riqueza estética del mundo contra el que combatía. Por ejemplo en Octubre se puede reparar de inmediato en las enormes estatuas neoclásicas de San Petersburgo y la arquitectura de los palacios. A veces aparecen con fines sarcásticos; en otras ocasiones, surgen aisladas e imperturbables en su sueño de piedra. Es imposible no darse cuenta de que la cámara de Eisenstein registra con fascinación la noble grandeza de esas formas. El tamaño de las columnas, las escaleras, los muebles, resalta la pequeñez de los trabajadores que asaltan el Palacio de invierno y confronta la eternidad con el tiempo.
Luchino Visconti con sus films Livia (1954), El gatopardo (1963) y, sobre todo, en La caída de los dioses (1969), se observa ese contraste entre lo que el “argumento” y las declaraciones del director desarrollaban y la mirada admirativa del mundo aristocrático que la cámara delataba. La crítica que Visconti, como marxista, hacía de su propia clase social (la aristocracia y alta burguesía) se traducía en imágenes que tenían más bien el valor de un canto elegíaco y una declaración decadentista. En la vida real Visconti jamás protestaba cuando un asistente le daba el trato de “señor conde”. Más bien lo aceptaba con complacencia. Todo a su alrededor era lujo y voluptuosidad. Hasta los extras de sus películas eran seres de una hermosura que cortaba la respiración. La tensión que anima obras de Visconti no hacía sino revelar en imágines, de un modo lateral, involuntario como un exabrupto o un acto fallido, las mismas contradicciones ideológicas y estéticas de muchos de los artistas e intelectuales revolucionarios o comprometidos que produjeron sus obras después de la segunda Guerra Mundial y que debieron atravesar las décadas de plomo de 1960 a 1980.
Rosario Rodríguez