
Una muestra de su ADN y restos de fibra roja correspondientes a la tapicería de un Renault eran su único punto de partida. Las fuertes lluvias que se registraron aquella noche borraron el resto de vestigios del asesino y complicaron las pesquisas policiales que se sucedieron durante los 18 años posteriores. Más de 5.000 personas fueron las que investigaron los agentes, focalizándose principalmente en agresores sexuales, propietarios de vehículos Renault y presos que disfrutaban de permisos penitenciarios en aquellas fechas. Los avances de la ciencia al servicio de la investigación arrojarían luz sobre un suceso abocado a su prescripción. La cadena de cromosomas estudiada en nuevo análisis del ADN arrojaría la certeza de que el presunto asesino era una persona nacida en el norte de África. Una pista que condujo a los investigadores a poner la lupa sobre personas de origen magrebí que viviesen o hubiesen residido en aquella zona. Enseguida, uno de ellos llamó su atención. Se trataba de Ahmed Chelh, quien había abandonado Algete dos años después de haberse cometido el crimen y que, a su vez, había dado de baja su vehículo, un Renault 18. Uno de sus hermanos, que aún residía en Algete, sería la llave que abriría una puerta que llevaba muchos años cerrada al permitir confirmar su parecido genético con la prueba de ADN hallada 18 años atrás.
El presunto asesino de Eva Blanco, Ahmed Chelh, sería detenido al norte de Francia el pasado octubre. Su estancia entre rejas sería, desgraciadamente, muy breve. Tres meses después, se suicidó en su celda con los cordones de sus zapatos.
Una muestra actual y evidente que confirma que, en ocasiones, la ardua y constante labor de los investigadores, los avances científicos e, incluso, por qué no decirlo, el azar, llegan a truncar el que parece el crimen perfecto.
La clave: la nota de una cita.
El egocentrismo de Pichushkin le condujo a aumentar su cadencia asesina cuando fue otro al que detuvieron por unos homicidios que fueron generando mayor alarma social conforme menos cuidadoso se fue haciendo un asesino que ya no se molestaba ni en ocultar los cuerpos en el parque moscovita de Bitsevsky. Ese era el lugar al que conducía a sus víctimas con el pretexto de tomar un trago de vodka.
Pichushkin fue capturado el 16 de junio de 2006. Horas después de haber invitado a una compañera del supermercado a pasear por el parque. Aún a sabiendas de que ésta le había dejado a su hijo una nota escrita en la que le informaba sobre dónde y con quién estaría, lo que evidentemente apuntaría hacia él, Pichushkin no pudo reprimir sus instintos criminales. Esta nota, junto a las grabaciones del metro en las que se veían juntos a víctima y agresor, propiciaron que la policía entrase en casa de un asesino que ya les esperaba. “¿La policía? Debe ser para mí. Dejen que me vista”.
Su forma de conducir le delató

Nacido en 1946, era hijo de una madre joven y soltera de buena familia a la que obligaron hacer creer a Ted que era su hermana mayor, circunstancia que marcó su personalidad. Su carrera criminal la iniciaría después de ser abandonado por una chica en su etapa universitaria, estudió psicología y derecho. Pareja cuyos rasgos físicos serían similares a los de las víctimas que se sucedieron y con la que volvería a reanudar su historia sentimental años después con el único propósito de hacerla sufrir.
Su inteligencia y sus conocimientos de derecho le facilitaron esquivar las investigaciones policiales. Sus mudanzas eran constantes y su comportamiento distaba a ojos de la gente del de un sádico, violador, asesino y necrófilo. Educado y de buena planta, su modus operandi era casi siempre muy similar: convencía con alguna treta a las jóvenes para que se acercasen a su vehículo. Después, un golpe, su secuestro y el atroz desenlace.
Varios despistes acabaron por ofrecer un retrato robot suyo e, incluso, un nombre, ‘Ted’. Pero su primera detención -1975- vendría fijada por su manera de conducir. Su temeridad al volante favoreció que un agente le diese el alto en la carretera, apreciase los utensilios que tenía en el coche, esposas, cintas y una palanca de metal y le metiera entre rejas. Fue por poco tiempo. Despidió a sus abogados y apoyándose en sus conocimientos de derecho reclamó su auto defensa, lo que justificó su requerimiento, que le fue concedido, de acudir regularmente a la biblioteca de su primera prisión en Aspen, Colorado, para revisar libros de leyes. Desde aquel rincón no planteó su defensa, sino su huida. A los seis días de fugarse fue capturado, si bien en la siguiente cárcel también fue capaz de escabullirse por el tejado. A su salida, no se frenó, cometiendo tres asesinatos y dos ataques más. Y, de nuevo, fue capturado en un coche. Corría 1978 cuando un policía se percató que el coche que tenía delante suya, y en el que reparó porque llevaba una luz fundida, había sido denunciado por robo. Se acercó y encontró a Bundy. Fue su final.
Le pillaron por una multa de tráfico

David Berkowitz era el responsable. Se hacía llamar ‘El hijo de Sam’, a cuenta de que responsabilizaba de sus actos al perro de su vecino, que fue quien le poseyó y ordenó cometer esos homicidios. Un empleado de correos de 24 años al que le delató estacionar mal su vehículo.
Una multa por aparcamiento de 35 dólares de la época fue la pista que condujo a la policía a capturar a este asesino en serie. La noche del último crimen, una anciana vio un coche aparcado cerca de una bomba de agua al que habían sancionado por esta infracción. Un joven se acercó al automóvil y se dio media vuelta, desapareciendo en la oscuridad. Poco después sonaban cuatro disparos en un lugar cercano. Los investigadores, con los datos ofrecidos por la señora, investigó todas y cada una de las multas por aparcamiento puestas esa noche en la zona, cuatro concretamente. Un vehículo se asemejaba al nombrado por varias de las víctimas que sobrevivieron. Cuando los agentes dieron con el asesino rodearon el edificio de apartamentos donde vivía David Berkowitz, en el suburbio de Yonkers. Este salió sin ofrecer resistencia y se limitó a decir: “Bueno, ya me han cogido”.Una amenaza que le salió muy cara.

La finalidad de Onoprienko era el robo, siendo el asesinato el medio elegido para un fin que no era otro que no dejar pistas. En 1989 arrancó su carrera criminal, acabando con la vida de ocho personas antes de abandonar su país natal para evitar que se le relacionase con lo ocurrido. Después de divagar por Europa, en Alemania llegó a estar seis meses encarcelado antes de ser expulsado, regresó a Ucrania para acabar en seis meses, los que discurrieron entre octubre de 1995 y marzo de 1996, con 46 personas.
Abandonado de niño en un orfanato, su modus operandi consistía en entrar en casas alejadas, reunir a la familia, matar a tiros a los hombres y con cuchillos y hachas a mujeres y niños. Después, en muchas ocasiones, quemaba la casa para borrar huellas. Una forma de actuar que complicó la intervención policial, que sería desatascada por la llamada del primo con el que convivía Onoprienko y cuya relación no transcurría por su mejor momento. Éste, al ver una serie de utensilios extraños en casa, preguntó a su familiar por ellos y la contestación de este fue tajante, “métete en tus asuntos o tu familia y tú os arrepentiréis”. Inmediatamente después, llamada a la policía.
A Onoprienko, que nunca mostró arrepentimiento, se le conmutó la pena de muerte por la cadena perpetua. Murió de un ataque al corazón en agosto de 2013.
Un CD se 'chivó' de su identidad.
