Revista Cultura y Ocio

Los orígenes acuáticos de Ronnie Wood (Segunda parte)

Publicado el 19 enero 2014 por Portman918 @ecosdelvinilo

"Al principio todos tocábamos skiffle, incluso los Beatles."Los orígenes acuáticos de Ronnie Wood (Segunda parte)


[Ricardo Portmán]Continuamos con el relato de los primeros años de Ronnie Wood, publicado en su autobiografía, Memorias de un Rolling Stone (Global Rhythm Press). Su primer tocadiscos, su primera guitarra y recuerdos al por mayor de un chiquillo de la post guerra.Los orígenes acuáticos de Ronnie Wood (Segunda parte)"Las imágenes más vívidas que tengo de mi infancia son todas felices. Son imágenes de fiestas, montones y montones de fiestas, y de música sonando constantemente por todas partes.Todas las noches después de cenar, los adultos de la familia «se iban para arriba», lo que significaba que ponían rumbo al Nag’s Head. En algún lugar de mi mente puedo verme sentado fuera en el alféizar de la ventana del pub, con una Coca-Cola y una bolsa de patatas fritas Smith, mirando el viejo piano a través del cristal. Allí hay reunida gente de toda clase y condición. Puedo oír a papá cantando y aporreando las teclas del piano, y siempre sé cuándo está tocando porque no para de desafinar. Todo el mundo está sentado en largos bancos de madera, y cuando se arma una bronca y alguien se levanta en un extremo, el banco se vuelca y todo el mundo acaba por el suelo con las piernas en alto o las bragas al aire. Era un lugar lleno de botellas y canciones, peleas, cerveza y rostros fabulosos, como salido de una novela de Dickens.El sol no se olvida de una aldea aunque ésta sea pequeña.PROVERBIO AFRICANOOía cómo se lo pasaban en grande mientras en mi cabeza se iban fraguando riffs de guitarra que utilizaría en el futuro, hasta que alguno de mis tíos o algún amigo del barrio se daba cuenta de que yo seguía en el alféizar y me llevaba a casa. A la mañana siguiente me enteraba de que, a la vuelta, mi padre había dado un tumbo con la bicicleta, se había estrellado contra la cerca de alguien y había acabado durmiendo en un pequeño plantel de judías. Aquello no era nada nuevo. Lo encontrábamos a menudo durmiendo sobre las hortalizas que teníamos plantadas, entre las berzas o las patatas. Cochinillas, arañas y otros bichos correteaban por encima de él, pero era algo que no parecía importarle demasiado. Tampoco le importaba si nevaba. Cuando tenía que tomar una decisión trascendente y crucial, fuera o no de índole privada, se limitaba a decir: «Qué será será, whatever will be will be».Mi padre tenía una bicicleta, y me recuerdo de muy chico, con tres o cuatro años quizá, sentado en la barra de la bici mientras él pedaleaba completamente borracho. Incluso a esa edad yo sabía que tenía que manejar el manillar si queríamos llegar a casa. Todavía recuerdo la textura de su barba de pocos días, que frotaba contra mi cara en un gesto burlón y afectuoso mientras le daba a los pedales.Cuando no estaba en las barcazas, mi padre trabajaba en los almacenes de madera que había junto al canal cargando maderos en los barcos. Me hizo una pequeña caña de pescar, con una cuerda y un anzuelo también hecho a mano. Luego enganchaba un gusano, y yo me sentaba felizmente en la orilla durante todo el día mientras él se afanaba trabajando al otro lado de la valla.Los fines de semana siempre había fiesta. Cuando echaban a la gente del pub a las diez y media, mi padre gritaba: «¡Todos al número 8!». Los juerguistas agarraban tantas botellas de Guinness, rubia y negra, como se podían agenciar, ocupaban la casa y colocaban el piano entre la puerta principal y el salón. La gente siempre tenía que trepar por encima o arrastrarse por debajo para entrar y salir de la casa. Entonces empezaba la música.Todos en la familia tocaban música. Hasta el mismísimo día de su muerte, mi padre nunca fue a ningún sitio sin su armónica en el bolsillo. Su hermana, la tía Ethel, había trabajado como pianista poniendo música de acompañamiento a las películas mudas. Era una intérprete de gran soltura, con un talento excepcional. De hecho, todos en la familia tenían un piano, porque nunca se sabía con seguridad dónde podría seguir la fiesta cuando el pub cerrara.Además de las Guinness, todo el mundo llevaba sus instrumentos, lo que quería decir que había peines con papel, mirlitones, acordeones y cucharas. Y no sólo estaba la familia en esas fiestas. Papá tenía una panda de colegas con nombres tan estrafalarios como Onions, Tatters, Dingle, Treacle, Patsy, Chalky, Benny, Knobby, Butcher y Bongo. Unos eran gitanos de las barcazas y otros refugiados de los hipódromos, pero todos eran músicos, todos se emborrachaban como cubas y todos estaban chiflados. Se presentaban para la juerga el sábado por la noche, y cuando yo bajaba para desayunar el domingo por la mañana, esos tipos seguían aún allí tirados por toda la casa. Tumbados sobre cualquier mueble y envueltos en una rancia nube de alcohol. Mi madre bajaba y gritaba: «¡Fuera de aquí, todo el mundo, fuera...!», y entonces todos empezaban a gemir para que Archie acudiera en su rescate. Él bajaba a duras penas, todavía medio dormido, y le suplicaba a mamá: «Anda, sé buena, son mis colegas». Ella seguía gritando que tenían que marcharse, y él le explicaba: «No pueden irse todavía porque el pub aún no ha abierto». La camelaba con dulces palabritas y ella acababa cediendo y preparando el desayuno para todos.Por aquel entonces, el News of the World publicaba todos los domingos una canción en la página central del periódico, con las notas y la letra de temas como «Right in the Middle of the Road». Esa canción parecía tener un millón de versos y no acabarse nunca, y en cuanto empezaban a tocarla sabías que aquélla iba a ser una noche muy larga. El domingo por la mañana todos en la familia se pasaban un tiempo al piano con la última canción del News of the World, practicando para la próxima juerga musical. Papá preparaba temas tan fabulosos como «Yes We Have No Bananas» acompañado con «Get Off Me Barrow», y mientras se es- taba aseando siempre decía: «¡Nunca empujes a la abuela mientras se está afeitando!».Las fiestas solían ser los viernes y los sábados por la noche, pero si el domingo por la tarde conseguían recoger suficientes botellas vacías de Guinness, devolvían los cascos y con el dinero que conseguían compraban unas cuantas cervezas más para seguir la fiesta el domingo por la noche.Mi padre no sólo tocaba el piano, sino que también tenía madera de artista y showman. Solía cantar «Ragtime Cowboy Joe» simulando que montaba a caballo. En su tiempo libre, cuando no estaba dando el espectáculo en solitario, tocaba en una banda: una banda de veinticuatro armónicas formada con sus colegas de juerga. Se amontonaban todos en la trasera de una gran camioneta (excepto Archie, que se sentaba en la cabina junto al conductor) y salían de gira por los hipódromos de Inglaterra. A veces, cuando la camioneta pillaba un bache, perdían a alguno de los miembros sentado en la parte de atrás.Los orígenes acuáticos de Ronnie Wood (Segunda parte)No sé si la banda tuvo nombre alguna vez, pero la «estruendorquesta» siempre tocaba junto al poste de llegada, y por allí andaba siempre el príncipe Monolulu. Era un buscavidas negro de la Guyana llamado Pe- ter Mackay, que había fracasado como adivino, boxeador y presunto cantante de ópera antes de empezar a lucir amplios sombreros con plumas de avestruz y chalecos extravagantes. Se presentaba como miembro de la realeza etíope, vendía pronósticos al grito de «¡tengo un caballo!» y se convirtió en toda una institución de las carreras hípicas británicas durante los cuarenta y los cincuenta. Donde estaba el príncipe Monolulu estaba Archie con sus colegas de armónica. Todo el dinero que Archie y la banda conseguían pasando el sombrero se esfumaba en las apuestas del príncipe Monolulu o se gastaba en el camino de vuelta a casa desde Goodwood o Epsom. La camioneta no podía pasar por un pub sin hacer la parada de rigor. Años más tarde, Benny, el acordeonista, me contó que mi padre tenía la costumbre de saltar de la camioneta en cuanto paraban junto a un pub y, por alguna misteriosa razón, trepar directamente a un árbol. «Y allí tenías a tu padre, encaramado a un árbol.»Los vecinos sabían siempre cuándo estaba abierto el Nag’s Head por- que veían pasar a mi padre camino del pub. Al verlo aparecer, los otros clientes decían: «Vamos a tener una buena noche, Archie ha llegado». Y los vecinos también sabían cuándo el Nag’s Head cerraba, porque veían a mi padre pasar tambaleándose en la otra dirección.Pero un día estalló la tragedia: a mi padre se le prohibió la entrada.Por lo visto, el dueño del Nag’s se enteró de que Archie también frecuentaba el Red Cow, que estaba un poco más abajo en High Street, y en un ataque de celos echó a mi padre del Nag’s diciéndole que ya no era admitido allí. Archie protestó: «El Nag’s nos pertenece. Los Wood y los Dyer (el apellido de soltera de mi madre) hemos pagado con creces el derecho a estar aquí». Pero el dueño no dio su brazo a torcer, la prohibición continuó en vigor y mi padre tuvo que ir a beber al Cow. Aquello tampoco duró mucho, porque allí también se peleó con el dueño del local. No sé cuál fue el motivo de la disputa, pero no pasó mucho tiempo antes de que le prohibieran también la entrada en el otro pub. Por suerte, para entonces el dueño del Nag’s ya había entrado en razón. Se dio cuenta de que el ambiente y las consumiciones habían caído en picado, de que Archie era un cliente demasiado bueno para dejarlo escapar y de que, en efecto, los Wood y los Dyer habían pagado con creces sus derechos de parroquianos. Así que el tabernero levantó la prohibición y además le ofreció a mi padre un trabajo como limpiabotellas. Eso significaba que Archie podía entrar en el pub antes de que éste abriera y salir después de que cerrara.Al igual que el abuelo Fred, Archie también perdió una pierna hacia el final de su vida. Había cumplido ya los setenta cuando esto ocurrió, y vivió así ocho años más. Cuando le preguntó al doctor por qué tenían que cortarle la pierna, éste dijo: «La edad, señor Wood, la edad». Archie replicó: «¿Por qué? Esta pierna es igual de vieja que la otra». Al cabo de un día o dos de la operación, se incorporó en la cama, olvidándose de que ya no tenía ambas piernas y cayó sobre la cama de al lado. Aterrizó justo encima del tipo que estaba allí tendido. Los dos hombres se miraron duran- te un rato hasta que Archie preguntó: «¿Y cómo vamos a llamar al bebé?».Todos los miembros de la familia y todos los amigos de Archie (que se contaban por centenares) fueron a visitar a mi padre al hospital, y él preguntaba a todo el que se presentaba por allí: «¿Qué tiene dos cabezas, cuatro brazos y tres piernas?». Cuando le contestaban que no lo sabían, él respondía: «El señor y la señora Wood».Perder la pierna no hizo que Archie se amilanara, pues nada podía impedir que siguiera yendo al Nag’s. Una vez, un amigo estaba ayudándolo a salir de casa en la silla de ruedas: no sé qué pasó, pero la silla se fue rodando hacia la calle, se estampó contra un coche que pasaba y mi padre salió despedido hasta el jardín de enfrente. Todo el mundo corrió asustado temiendo que le hubiera sucedido algo, pero su única preocupación era que, para entonces, el pub ya estaría abierto. Sólo cuando regresaba a casa tras el cierre del local empezaba a quejarse de sus dolores y molestias.No comí demasiados filetes, excepto de rabada, hasta cumplidos los catorce años. No podíamos permitírnoslos, pero mamá siempre se las arreglaba para hacer un asado los domingos, lo que significaba que el lunes había carne con patatas y col fritas. Apenas podía encontrarse pavo, así que en Navidad siempre había pollo. Comíamos muchos guisos, montones de berza y muchas verduras frescas que yo recogía del huerto cuando mi padre no estaba durmiendo allí. También comíamos mucha fruta. El aeropuerto de Heathrow estaba rodeado de campos a los que acudíamos para hacer acopio de manzanas, frambuesas y arándanos. Eran gratis, así que nunca faltaron durante mi infancia.Hasta después de 1960 no tuvimos un televisor, pero Dinah y Ethel, las viejas solteronas que vivían en la casa de al lado, poseían un diminuto aparato de ocho pulgadas y yo solía pasarme por allí para ver la televisión. (Pensándolo ahora, no me cabe duda de que eran lesbianas.) Cuan- do tuvimos nuestro propio televisor, teníamos que estar mirándolo constantemente porque de lo contrario papá lo apagaba. La conversación solía ir así:—¿Por qué has hecho eso?
—Porque no estabas mirando.
—Porque te estaba mirando a ti, papá, por eso.
—No estabas viendo la tele.
Y eso era todo. Creo que detrás de aquello se ocultaba el temor a desperdiciar la recién adquirida novedad conocida como energía eléctrica. Entonces me iba a un pequeño cobertizo exterior de la cocina que llamábamos la «carbonera» y me ponía a hacer primitivos experimentos fotográficos con una cámara de agujero sin lente. Con una caja de zapa- tos, una lámina de papel de bromuro y una bombilla roja me construí un mundo al que podía escapar para acceder al reino de los grandes fotógrafos. Algunas fotografías eran bastante buenas. Me pregunto dónde estarán ahora. Al poco tiempo ingresé en la escuela Ruislip Manor y empecé a jugar al baloncesto en la cercana base aérea estadounidense. Llevábamos uniformes de color azul claro y zapatillas deportivas Converse. Yo era el más bajo del equipo, pero me dejaban jugar porque podía correr y escabullir- me bajo las piernas de los otros jugadores. Todos los miembros del equipo idolatrábamos a los Harlem Globetrotters, y siempre que venían a Wembley, Art y Ted me llevaban a verlos. Pensaba que eran unos auténticos magos, y no sólo por la forma en que jugaban al baloncesto, sino también por la música, ya que utilizaban de fondo musical el gran clásico del jazz «Sweet Georgia Brown».En la escuela, Art corría carreras de vallas, así que me uní al equipo de atletismo y me dediqué a las carreras de fondo. Eran algo así como diez o doce kilómetros y me encantaba correr, oyendo en mi cabeza retumbar los ritmos y riffs de guitarra, al igual que hacéis vosotros.Los orígenes acuáticos de Ronnie Wood (Segunda parte)Mis dos hermanos iban a la escuela de arte Ealing. Por aquella época yo ya había empezado a ganar premios por mis dibujos. Después de St. Stephen, mi primera escuela, en St. Martin había pintado un mural de san Francisco con los animales, y el director, el señor Scholar, apreciaba mi talento. Otro profesor, el señor Reasey, saludaba a mi madre como la «madre del artista». Gané el trofeo artístico del colegio y quería hacer un curso superior de arte, pero en el mismo centro le dijeron a mi madre que yo estaba malgastando mi tiempo y mi talento en aquella escuela. Así que mi madre acudió a ver al director de Ealing. Éste le preguntó por qué su hijo menor quería ingresar allí, y ella respondió: «Porque mis otros dos hijos han estudiado aquí y quiero que Ronnie tenga la misma oportunidad». Así es como conseguí entrar. Nuestros padres nos daban siempre su apoyo de esa forma. Por muy loca que fuese la empresa en que nos embarcáramos o absurdo el peinado que nos hiciésemos, ellos siempre nos ofrecían su amor y su apoyo constante.Ealing era la escuela idónea para mí porque, después de la música, pintar es lo que siempre he hecho, y lo hacía a todas horas. Aparte de la música, durante mis primeros años siempre estaba pintando, y enviaba mis obras al Sketch Club de la BBC. Era el primer programa dedicado al arte en televisión, y estaba presentado por un hombre llamado Adrian Hill. Los jueves, justo antes de la hora de cenar, se plantaba delante de un caballete con su bata blanca y hablaba sobre acuarelas y pinturas al óleo mientras enseñaba a los espectadores a pintar. Yo lo veía en nuestra diminuta tele en blanco y negro y, cuando pidió a los niños que enviaran sus dibujos, empecé a bombardearle con los míos. En aquella época yo tenía diez años, y él empezó a mostrar mis dibujos en la televisión. Unos años más tarde ganaría el gran premio del programa, con un dibujo del público de una sala de cine, vistos desde la gran pantalla, que reaccionaban impactados y aterrorizados ante una película de miedo. Gracias a aquel premio logré que mis dibujos formaran parte de una exposición, lo cual supuso mi presentación oficial en el mundo del arte. A veces pienso en ese dibujo como en la semilla de los dos mundos en los que he acabado. Plasmar a un público impactado, sobrecogido y fascinado en aquel pequeño dibujo era como fundir mis dos universos, el espectáculo y las artes plásticas, en uno solo, un precedente de mis trabajos diurno y nocturno.Cuando me quedaba sin papel y tenía que esperar a que mi padre me trajera nuevas provisiones, pintaba sobre cualquier cosa que encontrara. Papá me decía: «Un caballo nunca caminaría así, fíjate bien». Hasta que Art trajo a casa un caballete, utilizaba una lámina de cartón piedra apoyada contra unos libros. Me encantaba dibujar caballos, y me inspiraba en los tempranos anuarios de Buffalo Bill. Después de la escuela, trabajé durante un tiempo como artista publicitario, al igual que Art y Ted.También trabajé recogiendo patatas en los campos de un corpulento irlandés que me obligaba a presentarme a las siete de la mañana, con un frío que pelaba, y me gritaba: «Por Dios santo y la bendita Virgen María, re- coge esas malditas patatas...». No duré mucho en aquel trabajo. Tampoco duré en un empleo como cortador de fórmica, que era algo espantoso porque con ese material se te cortan mucho las manos. Luego me hice recadero de una carnicería, y tenía que entregar la carne montado en bicicleta. Siempre era el último en llegar a la tienda, así que siempre me tocaba la peor bici. Tenía una enorme cesta en la parte delantera y siempre cargaba con más carne que nadie pese a ser el más pequeño. Cuando me caía de la bici y el contenido de la cesta se desparramaba por el suelo, me pasaba un buen rato quitando la arena y las chinitas adheridas a los file- tes para que la gente no se diera cuenta. Finalmente conseguí empleo como artista... o algo parecido. Trabajé para una agencia inmobiliaria pintando los carteles donde se leía EN VENTA, VENDIDO o SE ALQUILA.Las actividades artísticas eran la parte más divertida de la escuela. Hacíamos action paintings, por ejemplo, conduciendo bicicletas sobre lienzos. La primera vez que lo hicimos todo el mundo se reía, pero cuan- do vi el resultado me dije: «Espera un momento... aquí está pasando algo». Me estaban explicando una nueva forma de expresión. A algunos de los chicos aquello parecía no importarles, salían de la escuela y se iban a casa, pero unos cuantos nos quedábamos con la recompensa de que se nos permitía fumar y rondar por allí, además de ser los que buscábamos realmente aprender cosas. Estudiábamos técnica, color, textura y dibujo lineal, y eso me llevó a leer libros sobre artistas, cosa que me permitió des- cubrir a Picasso y Braque. Fue una etapa muy excitante. Comenzaban los años sesenta y las cosas estaban cambiando muy deprisa.Los orígenes acuáticos de Ronnie Wood (Segunda parte)Pero algunas tradiciones no iban a cambiar en el número 8 de Whitethorn por mucho que estuviéramos en los años sesenta. Recuerdo cómo me iba armando de valor para dirigirle la palabra a mi primera novia, Linda, pasando constantemente con la bicicleta por delante de su casa hasta que un día en que ella salía casi la atropello. Luego recuerdo cómo me corrí en los calzoncillos bajo la oscuridad de una noche glacial estando con Taffy, una belleza galesa. En una ocasión mis padres dejaron que una de mis novias se quedara a pasar la noche en casa. Naturalmente, dieron por sentado que yo me acostaría en la otra habitación, pero en cuanto se fueron a dormir yo me metí a hurtadillas en su cuarto y pronto estuvimos durmiendo uno en brazos del otro. A la mañana siguiente, cuando mi padre fue a despertarla, yo aún seguía allí y los tres nos quedamos total- mente conmocionados. Nos miró durante lo que pareció una eternidad antes de decir por fin: «Supongo que entonces serán dos tazas de té...».Más tarde esa mañana, mi padre me llevó aparte y me habló en tono muy serio:—Quiero que sepas que tus hermanos nunca han hecho algo así —dijo sacudiendo la cabeza para mostrar su desaprobación—. ¿Dónde te crees que estás, en el yate de tu padre?Después descubriría que mis hermanos habían hecho algo así en más de una ocasión.Años más tarde, cuando compré una casa en Irlanda, rediseñé uno de los edificios para que pareciera un pub a la vieja usanza. En el letrero que cuelga sobre la puerta aparece Archie en uniforme naval con el nombre del pub en grandes letras: YER FATHER’S YACHT [el yate de tu padre]. Mi cuñado Paul se encargó de pintarlo mientras yo estrenaba la barra. En el dorso del letrero puede leerse: «Proveedores de los mejores vinos, cervezas y licores sin pedir nada a cambio».Cuando alguno de nosotros conseguía algo de dinero (como el que yo obtuve recogiendo patatas o el que Art y Ted cobraban por sus pequeñas actuaciones) le dábamos la mitad a mamá. Papá traía su salario, entregaba religiosamente a mamá el dinero para los gastos de la casa y, luego, también religiosamente, se gastaba lo que le quedara en el pub. Si me lo llegan a decir entonces, nunca habría creído que un día decoraría mi propio pub al estilo de aquella época, o que el alcohol que había entre sus paredes desempeñaría un papel tan turbio a lo largo de mi vida.La sala de atrás del número 8 de Whitethorn podría haber servido de comedor si no hubiese estado llena, desde el suelo hasta el techo, de discos e instrumentos. Era nuestra sala de música, y allí organizaban mis hermanos ruidosas fiestas con sus amigos beatniks de la escuela de arte. Mi tío Fred quitó unos cuantos ladrillos en el tabique que separaba la cocina de la sala para abrir un ventanuco a través de la cual mi madre llenaba las tazas de té o café sin necesidad de molestar a nadie. Aquello era como un bar clandestino.Me encantaba estar en las fiestas de mis hermanos, y no podía apartar los ojos de las chicas que iban a ellas. Llevaban vestidos de brillantes colores rojos, amarillos y verdes, con muchos brazaletes, y todas ellas lucían largos pendientes. Viv era una diosa egipcia, Helen una joven Audrey Hepburn y Jackie una Kim Novak de boca insinuante. Maria, Doreen y Julie son sólo algunas de las otras chicas que veo tendidas con aire deca- dente sobre el sofá. Eran soberbias, bohemias, realmente hermosas, y yo me enamoré de todas y cada una de ellas. Por desgracia, ellas tenían diecisiete o dieciocho años y yo sólo siete u ocho, y aún llevaba pantalones cortos de franela.En aquellos días todo el mundo tocaba skiffle, pero también había jam sessions de R&B y jazz tradicional interpretadas por tipos que llevaban pantalones pitillo y gafas oscuras. Yo quería desesperadamente alternar con ellos, formar parte de la panda, pero Art y Ted tenían que librarse de mí porque a nadie le apetecía darse el lote conmigo allí mirando. Así que Art o Ted me daban unas monedas y me decían: «Ronnie, acércate a la tienda y tráenos una tableta de chocolate y una botella de limonada». Las tiendas estaban al final de la calle, no demasiado lejos, pero lo suficiente para darles diez o quince minutos de privacidad. Pero yo les decía: «Muy bien, ¡cronometradme y veréis lo rápido que vuelvo!». No quería perderme nada de lo que pasaba allí dentro. Art me rogaba que me lo tomase con calma, y Ted me aseguraba que no había necesidad de que fuera y volviera en un tiempo récord, pero yo no entendía a qué se referían, y salía corriendo como un atleta olímpico. Y, antes de que pudieran ponerse en faena, estaba de vuelta en la sala de música con la limonada y el chocolate, muy orgulloso de mí mismo al cabo de sólo cuatro minutos.La música, el arte, el teatro, el humor y las chicas eran lo que convertía la vida de mis hermanos en algo tan atractivo para mí. Eso era lo que yo quería hacer, y además a lo grande, así que puse todo mi empeño en aprender a tocar todos los instrumentos que los amigos de mis hermanos llevaban a las fiestas. Había clarinetes, cornetas, banjos, guitarras, saxofones, trompetas, peines con papel, mirlitones, armónicas, una batería casera hecha con bloques de madera china y una tabla de lavar, que se convirtió en mi primer instrumento. Aprendí a tocarla tan bien que en 1957 Ted me llevó con él cuando su banda, el Candy Bison Skiffle Group, actuó en el cine Marlborough de Yiewsley. El skiffle era otra importación musical de Estados Unidos. En los primeros años del siglo XX, los músicos negros del Sur se hacían con todos los instrumentos normales que podían conseguir y, como no podían permitirse otra cosa, el resto de la banda tenía que tocar instrumentos caseros como chicharras, cucharas, cacerolas, sartenes, jarras de cristal, bajos hechos con cajas de cartón... Al principio todos tocábamos skiffle, incluso los Beatles.Pensé que aquella noche tendría oportunidad de tocar porque ahora formaba parte de la panda. Y dio la casualidad de que quien tocaba la tabla en la banda de Ted se puso enfermo ese día, y no se puede tocar skiffle sin una tabla de lavar. Ésa fue mi primera actuación en vivo. Tenía nueve años. Nosotros tocábamos en el intermedio, entre dos películas de Tommy Steele. Estaba muy nervioso mientras salía al escenario, pero una vez que me planté allí y empecé a rasguear mi tabla, una vez que comprobé el intimidante y excitante potencial de enfrentarse al público, supe que aquél era un buen trabajo.La verdadera pasión de Ted era el R&B, mientras que la de Ted era el jazz tradicional, así que crecí escuchando a los Jug Stompers de Gus Cannon, a Paul Whiteman, Leadbelly, Bix Beiderbecke, Sidney Bechet, Django Reinhardt, Louis Armstrong y Chuck Berry (a quien más adelante llegaría a conocer como uno de los mayores chiflados sobre la faz de la Tierra). Era una maravillosa mezcla de influencias.Fue Art quien me compró mi primer tocadiscos, un Dansette gris y granate. Era tecnología de lo más moderna, con un brazo de vaivén que permitía apilar varios discos y hacer que fueran sonando automáticamente, uno detrás de otro. Lo malo es que, con más frecuencia de lo normal, muchas veces caían dos o tres discos a la vez. Pero en el Dansette se podían poner discos de 45, 33 y 78 rpm, a los que mi madre llamaba siempre los 79 rpm. Aquel Dansette me permitió acceder a todo un universo de sonidos. Art me compró mis primeros discos, entre ellos el de Jerry Lee Lewis cantando «Great Balls of Fire», y el primero que yo me compré fue el de Big Joe Williams con Count Basie. La primera vez que escuché a Elvis fue cuando el primo Dougie vino a casa y puso «Hound Dog» y «Blue Suede Shoes». También en aquel Dansette escuché una de las primeras canciones con final gradual: «I’m Walking», de Fats Domino. El disco lo trajo a casa mi primo Rex, que murió trágicamente unas semanas después a la edad de dieciocho años cuando estalló uno de los tanques de oxígeno de la fábrica donde trabajaba. Las condiciones sanitarias y de seguridad en el trabajo eran por aquel entonces muy deficientes.Los orígenes acuáticos de Ronnie Wood (Segunda parte)Según la leyenda, Fats escribió la canción después de que su coche se averiara y un fan le gritase por la calle: «¡Por ahí va Fats, y está caminando!». Fats pensó para sus adentros: pues es verdad, estoy caminando, y escribió la canción. El caso es que aquel tema no acababa como las canciones que habíamos escuchado hasta entonces, sino que el sonido iba disminuyendo gradualmente hasta desaparecer. Todavía puedo ver a mi madre y a Rex inclinándose sobre el Dansette, con las cabezas muy cerca del altavoz incorporado en la parte frontal, preguntándose adónde se había ido la música. Y todavía puedo oír a mamá diciéndole a Rex: «Quita ese disco y pon otro que acabe como Dios manda».No descubrimos a Fats hasta que en 1955 Art fue llamado para cumplir el servicio militar. Fue justo después del período de instrucción, cuando lo destinaron a Devizes. Yo pensaba que habían enviado a mi hermano mayor a algún país extranjero, aunque en realidad la base estaba en Wiltshire, no muy lejos de Stonehenge. Pero para mí era como si lo hubieran enviado a la otra punta del planeta, porque la casa ahora parecía mucho más vacía. En el ejército Art formó un grupo de skiffle llamado los Blue Cats, y fue entonces cuando escuchó a Fats por primera vez en la gramola de la cantina y decidió que quería cantar como él.Unos treinta años más tarde, cuando conocí a Fats y me estaba enseñando su casa en Nueva Orleans, descubrí que en su dormitorio tenía exactamente el mismo Dansette granate y gris.En la calle principal de Yiewsley había una tienda de música llamada Franklin’s, en la que Ted tenía una cuenta, gracias a la cual podía comprarse todos sus discos de jazz. Cuando Art llegó del ejército sin blanca, escogía los discos que quería y se los apuntaba a la cuenta de Ted. Y cinco minutos después yo los estaba pinchando.Todo el mundo tenía muy claro el gran interés que yo mostraba por la música desde muy corta edad, y lo muy ansioso que estaba por aprender los acordes. Dos amigos de mis hermanos, Lawrence Sheaff y Jim Willis, se percataron de ello y tuvieron la amabilidad de trazar en un trozo de papel una serie de líneas y trastes, dibujando pequeños puntitos sobre las líneas para indicarme cómo debía colocar los dedos sobre las cuerdas de una guitarra. Siempre llevaba aquel trozo de papel conmigo, y con el tiempo mi hijo Jesse también aprendería a tocar siguiendo ese método. Me dejaban practicar con sus guitarras, hasta que Art me dio una para poder ensayar. Pensé que me la había regalado sin saber que en realidad pertenecía a su colega Peter Hayes, que vivía calle abajo. Nadie me dijo que Peter tan sólo se la había prestado a Art. Y, cuando empezaba a acostumbrarme a ella, mi hermano me dijo que lo sentía, pero que tenía que devolverla. Art y Ted debieron de verme tan deshecho que juntaron dinero para comprarme una guitarra. Era una acústica preciosa, una bendición del cielo, aunque el mástil sobresalía un poco por encima de mi cuello y los dedos me dolían mucho al tocarla. Pero mis manos estaban dispuestas a lidiar con las ampollas y los calambres, y no iba a permitir que el dolor me impidiera llegar a conocer lo mejor posible a mi nuevo portavoz. Art me la entregó diciendo: «Ésta no se la va a llevar nadie. Ésta es tuya».No hay ningún misterio. Sólo tienes que pulsar las notas adecuadas en el momento justo y el instrumento toca solo.JOHANN SEBASTIAN BACHPor aquel entonces, me fijaba sobre todo en Lawrence Sheaff, el amigo de Art y Ted, porque su estilo era alucinante. Yo quería tocar así, quería sonar así. Intentó enseñarme «Guitar Shuffle». Digo que lo intentó, porque, aunque le vi tocar un millón de veces, todavía hoy sigo tratando de averiguar cómo podía tocar así. Lawrence había nacido sabiendo tocar la guitarra —de seis, de doce cuerdas, no importaba—, y, como solía decir mi padre: «Puede hacer que ese banjo hable». Ahora sé, después de todos estos años tocando junto a los mejores músicos del mundo, que él era también uno de los grandes, aunque estoy seguro de que nunca se percató de lo buenísimo que era.Fue Lawrence quien me introdujo en el sonido de Big Bill Broonzy, que sigue siendo una gran influencia para mí. Sé que también lo es para Keith, así como para Clapton y para cualquier otro de los grandes guitarristas de rock de mi generación. Big Bill fue uno de los músicos más importantes, que ayudó a crear el primitivo sonido Chicago, aunque había nacido en Mississippi en 1893 y creció tocando el violín. Pero lo cambió por la guitarra en cuanto pudo hacerse con una, y para la década de los treinta ya estaba en lo más alto tocando con los grandes nombres de la época, como Memphis Slim, Washboard Sam, Sonny Boy Williamson, Tampa Red y Blind Willie McTell.Seguí tocando la guitarra que me compraron Art y Ted hasta los trece o catorce años. Pero, después de hacer algunos trabajillos, empecé a ahorrar algo de dinero. Fui a la tienda de música de Franklin’s y me compré una guitarra nueva mediante el sistema que solíamos llamar «de nunca acabar»: unos plazos tan pequeños y con intereses tan altos que nunca acababas de pagar. Mis padres firmaron por mí y religiosamente pagué a Franklin’s dos con seis peniques semanales durante los siguientes no sé cuántos años. La guitarra costaba veinticinco libras, que era toda una fortuna para la época.Hace unos cuarenta años que ninguno de nosotros vive en el número 8, y en la actualidad hay un pequeño porche construido en la parte de delante. El hombre que vive allí ahora le contó al primo Beryl que todo el mundo sigue refiriéndose al edificio como «la casa de los Wood». Un día, al cavar en el patio trasero, desenterró unas mil setecientas botellas de Guinness. Admito haber usado un centenar para construir hogares para mis galápagos, pero las demás debo adjudicárselas a mi padre.Los orígenes acuáticos de Ronnie Wood (Segunda parte)Mi madre sabía juzgar muy bien a la gente. Recuerdo que una vez les pidió educadamente a unos policías que salieran de la casa después de haber conseguido mi autógrafo. Se volvió hacia mí y me dijo: «Sé cuándo alguien no me cae bien, porque me duelen los pies». Justo antes de morir, antes de tomarse su último sorbo de Jameson’s, mi madre me contó que la casa del número 8 de la avenida Whitethorne tenía una gran grieta que la atravesaba justo por en medio. Me dijo que aquella grieta se había abierto cuando la casa dio un gran suspiro de alivio al enterarse de que la familia Wood finalmente dejaba el lugar. Pero yo no lo creo así. Puede que fuera una casa diminuta, pero era una casa alegre y llena de vida, y sé que la grieta no era más que una gran sonrisa por todas las fiestas vividas allí."


Fuente: Ron Wood / Memorias de un Rolling Stone (Global Rhythm Press)
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