Quién sabe por cuántas manos había pasado aquel objeto, ignorantes del poder que anidaba en su interior. Para él fue una sorpresa descubrir que en el frágil objeto se encontraba una criatura capaz de conceder nada menos que tres deseos. Al escepticismo inicial le siguió la codicia, la nueva aunque irresistible necesidad de poseer, de controlar, de ser el dueño y señor de su propio destino.
Por supuesto, una inagotable cantidad de dinero debía ser su primer deseo; y así lo hizo, convirtiéndose en la persona más rica del mundo. Su segundo deseo fue muy sensato, pues pidió una salud de hierro, la posibilidad de vivir muchos años sin los achaques que pudieran sobrevenirle tras el transcurrir de los años.
Pero, ¡ay! Llegó el momento de pedir su tercer deseo. Tenía dinero, mucho dinero, suficiente para varias vidas. Y tenía salud para disfrutarlo. Aun así, en lugar de dar por zanjadas sus pretensiones, pidió su tercer y último deseo: pasar el resto de su vida junto a alguien a quien amara y que le amara, y se encontró frente a frente consigo mismo. Pues tanto se había crecido que solo él podía amarse. Sin embargo, al ser tan ambicioso, era él mismo también su peor enemigo, esperando un movimiento en falso para adquirir todo lo que poseía. Vivió muchos años, rico, sano..., mas siempre expectante, alerta, con miedo a perder lo que tenía. En lugar de disfrutar con lo obtenido, tan solo ocupaba su mente la angustia de perderlo. Dicen que murió muy viejo y con mucho dinero, si bien nadie lo envidió jamás.
Excepto, quizás, él mismo.