Todos poseemos un narrador interior. Un narrador secreto, omnisciente y Todopoderoso al que acostumbramos a llamar “conciencia”. Es el Pepito Grillo de todo humano, presente en todos los saraos del remordimiento, impertinente testigo de todo pensamiento. El mío hoy me ha recordado una de esas absurdas sentencias que hice hace algún tiempo, cuando era más joven y mi incipiente vista de lectora no me permitía entender los motivos que empujaban a alguien a releer un libro. Es decir –creía yo, en las postrimeras telarañas de mi adolescencia- que el revisionado de una película gozaba de justificaciones varias (con las siempre escurridizas imágenes salpicando la pantalla), pero un libro, con sus letras fijas e impresas... ¿qué motivos habría para volver a explorarlo?
Hace tiempo que me di cuenta de que tal sentencia poseía la certera estupidez que demasiadas veces acompaña a lo humano y como todo lo que aquél hace, hasta en sus axiomas preferidos, todo es revocable. El paso del tiempo y la pérdida de la pavería me han hecho caer alguna que otra vez en la relectura. Y, para asombro de aquella adolescente que llevo dentro, he descubierto que las letras no tienen nada de fijas e inmutables y que su propia melodía –al unirse unas con otras- no cesa de variar cada vez que los ojos retornan a ellas. Además –me digo ahora, a las puertas de un nuevo aniversario- creo que hay épocas en las que uno siempre vuelve, como arrastrado por una añoranza insalvable, como quien destapa la cajita de madera de su infancia para repasar sus tesoros. Llega el tiempo en el que uno siempre vuelve a releer porque, estoy convencida, de alguna forma, nos releemos a nosotros mismos. Se trata de algo más trascendental que transitar un camino ya andado: es descubrir y redescubrirse dentro de él. Alucinar con la oración más absurda –que en el pasado resultó tan ajena-, repasar las marcas en el texto, reexplorar el sentido oculto tras cada palabra. Quizás hoy peque de soberbia o de nostálgica al escribir esto, pero hoy me he enganchado a la relectura.
En este sentido, mi última gran re-adquisición ha sido Charlas con Troylo (1981) de Antonio Gala. Un tomo que me regaló en mi mayoría de edad una persona especial que apostó por los artículos periodísticos que con una sensibilidad evocadora, Gala compartía con su perro Troylo. Por aquel entonces, rememoro el olvido, el libro me gustó. Me ayudó a desvincular a su autor de aquella escena de La pasión Turca en la que Ana Belén respiraba agitada bajo su falda, extendida sobre sus labios, mientras yacía extasiada en el suelo de un autobús. Aquí he de explicar que Gala me sonaba como autor de aquella historia de adulterio a la que robé más de una escena en su versión cinematográfica, abusando de un despiste adulto más o menos ignorante de mi fascinación infantil ante aquellas imágenes. Charlas con Troylo también me hizo ver en su autor algo más que su presencia de excesiva y afectada galantería, que había presenciado más de una vez por televisión. Sí, es cierto, el libro me había mostrado algo que no veía, me había gustado. Hoy volvió a mis manos para engatusarme. Lo encontré con ese misticismo de las casualidades, olvidado en el fondo de un cajón que ahora está lleno de pañales. Al abrirlo, percibí que se había contagiado de la frescura de esas tiras de celulosa con las que compartía habitáculo. Un sospechoso olor a talco perfumado me invitaba a pensar que era nuevo y cándido otra vez, a pesar de los subrayados, a pesar de las páginas dobladas. Y al mismo tiempo yo me asomé a las páginas con la simpática ingenuidad de aquel aroma. Al igual que a su pasado, uno sólo puede enfrentarse a la relectura así: con una curiosidad que no inhibe el deseo de superación, de superarse a uno mismo, a aquel lector primerizo que permanece suspendido en la memoria. Salí, pues, al encuentro de aquella que fui leyendo el libro hace años. Aquellos en los que, con mi educación de colegio de monjas, alucinaba con que alguien pudiese decir que “el hombre tuvo que abandonar el Paraíso porque comió del fruto del Árbol de la Ciencia y aprendió a distinguir el bien del mal”. Hoy ya han sido otros autores –y otros amigos, y otros fantasmas- los que me han enseñado que los seres humanos podrían existir sin dioses, pero la deidad depende de la gente para existir. Y repaso con cierta altanería algunas de estas líneas y, en el extremo de este final de año, vuelvo a caer rendida en la profundidad de otras reflexiones medio caninas medio humanas que Antonio Gala hace en artículos como “Las doce uvas”. Un fragmento de este texto es el que reproduzco a continuación. Este es el regalo que desprendo de mi pasado y de mi relectura para todos aquellos que asomen el hocico curioso a este blog. Los últimos días del año siempre se prestan a la relectura, al recuerdo, al renacer. Son, de algún modo, eternos. Porque en ese tránsito, entre el repaso a lo vivido y los propósitos de lo que queda por vivir, también nos reinventamos. Gracias al narrador que todos llevamos dentro...
“Esta noche Troylo, atiende bien, va a empezar una década. ¿Te das cuenta? Empezar una década. Son palabras mayores. Los hombres no tenemos una vida muy larga. Nada de lo que vive tiene una vida demasiado larga: la vida es una historia que siempre acaba mal, porque siempre acaba con la muerte. Y, sin embargo, los hombres tenemos la necesidad de parcelar la vida, de trocearla, de marcarla con muescas, hitos, recordatorios, metas. Como si fuera tan inmensa que no pudiéramos mirarla, ni comprenderla, entera. Y es que nososotros somos todavía más cortos que la vida. Hablamos con indiferencia de días, horas, semanas, de meses. Cuando hablamos de años nos ponemos ya serios. Cumplimos años, nos dan miedo los años. Celebramos que se inaugure un año y nosotros sigamos con los ojos abiertos. Nos alegramos de que un año nuevo nos ofrezca su pequeña caja de sorpresas, porque eso quiere decir que estamos vivos. A pesar de que la caja esté vacía y seamos nosotros los que debamos tomarnos el trabajo de llenarla de cosas. De cosas confusas: un jazmín tardío, dos o tres atardeceres, alguna carta, la platilla de un caramelo, unas manos entrelazadas, un modo inolvidable de mirar, cierta música, una mañana limpia, el olor a fritanga de una verbena en la mitad de agosto, qué sé yo: la vida. Porque la vida, Troylo, por mucho que se diga, no es maravillosa, ni cruel, ni millonaria, ni apasionante, ni terrible. La vida, Troylo, es única: sólo eso. Es sencillamente lo único que tenemos. Y cada año viene, en nochevieja, con el regalo de su menuda cajita vacía.”