Revista Cine
Uno de los tópicos conceptuales —uno más, de tantos— con que frecuentemente se suelen despachar reseñas relativas a películas (entre otras, y sin ir más lejos, mismamente las mías…), es el de su envejecimiento; idea que se aplica de manera casi automática cuando el texto se dedica al destripe de un film cuyo estreno se remonta ya a varios años atrás, y que parte de un grave error de apreciación, dada la inalterabilidad esencial de las pelis (entendidas como obra cinematográfica, y no como elemento incorporado a un soporte físico): los que sí que envejecemos, con peor o mejor fortuna en el empeño, somos los que las vemos. Y es ese envejecimiento propio, con todo lo que comporta, en términos de alforjas más o menos llenas, el que proyectamos sobre el nuevo visionado de la misma cinta que tuvimos ocasión de ver en un momento anterior. Cuando la película en cuestión no causó mayor impresión —ni en positivo ni en negativo—, su revisión no suele despertar mayores recelos previos. Pero cuando afrontamos el nuevo visionado de un film que nos impactó profundamente en el momento en que lo conocimos, es normal que se sienta un cierto temor (mayor en la medida en que más tiempo haya pasado entre ese primer visionado y el actual), un prejuicio —asentado en lo habitual que suele resultar— de decepción, que, cuando se confirma (por desgracia, en numerosas ocasiones…), tendemos a traducir en esa acusación de ‘mal envejecimiento’ a la que hacía mención en el párrafo anterior. Hace unos días, volvía a ver, después de haberlo hecho poco después de su estreno, en el año 2003, ‘Lost in translation’, de Sofia Coppola. Su primer visionado me había causado un impacto enorme, extraordinario: su línea argumental, con esa historia de amor tan improbable como el amor mismo; su ambientación, en ese mundo exótico, desubicado y alienante de un Japón de tremendos contrastes, escenificados en entornos fríos y solitarios; o su pareja protagonista, dos intérpretes en estado de gracia generando una química que nace de la historia, y no de sus particulares idiosincrasias. Y mis temores eran, obviamente, los que cabe abrigar en casos como éste: ¿se habría convertido todo ese entramado de elementos deslumbrantes en una amalgama de cursilería ñoña y vacuidad epatante, puro despliegue ‘pavorrealesco’ de catálogo o magazine de moda? Torres más altas se me habían derribado, cual castillos de naipes, en muchos casos precedentes.Pero no fue éste el caso: ‘Lost in translation’ sigue luciendo como una maravillosa historia romántica alejada de los cánones habituales en este tipo de tramas, dada la particular idiosincrasia —y circunstancia— de los personajes que la encarnan, pero que no por ello deja de ser una excelente disección del sentimiento amoroso y algunos de los aditamentos que lo complementan y distorsionan hasta convertirlo en ese motor del devenir humano que viene siendo desde la noche de los tiempos. Ahí radica su capacidad de atrapar emocionalmente al espectador e involucrarlo en una historia que, por localización geográfica (tan lejana) y posición socioeconómica de los personajes (tan alta), quizá sería más esperable que resultara distante y extraña; es la universalidad de sus mecanismos emocionales —desarrollados, por lo demás, a través de un guión ágil y limpio— lo que la humaniza y la acerca.También contribuye en gran medida al éxito del empeño el nivel que alcanzan las interpretaciones de sus dos protagonistas: Bill Murray borda, con su aparente estolidez, ese exitoso y desencantado actor maduro al que su pátina de humor soterrado no le borra la amargura de fondo, una amargura que, con sordina pero sin piedad, le va haciendo perder pie y ganar consciencia de su vacío, y que, por eso, está en condiciones óptimas para enfocar su periscopio hacia cualquier pequeño resquicio de luz; el resquicio de luz que aporta una luminosa Scarlett Johannson, que alcanza aquí, quizá, una de las cúspides de su no muy regular carrera, gracias a un trabajo en el que la expresividad siempre es huidiza y tenue, como corresponde a un personaje que aún está poco cuajado, desorientado y en búsqueda de anclajes ante la incertidumbre que solo alcanza a atisbar de manera muy difusa.Prueba, en definitiva, superada satisfactoriamente. Ya solo me resta, en un próximo visionado, dentro de algunos años, quizá, el llegar a averigurar el contenido de las palabras que, en uno de esos finales de leyenda con que el cine nos regala de vez en cuando, y gracias a las líneas de guión no escritas, Tom vierte en los oídos de Charlotte. Ése sí que es un misterio insondable, amigos lectores, y no el de la fórmula de la Coca-Cola…