Hay días en los que me preocupa especialmente ver el miedo a decir lo que realmente se piensa. Parece que defender nuestras ideas o creencias con argumentos es una actividad demasiado arriesgada para muchas personas que, hasta hace poco, no tenían tanto pudor a la hora de expresarse.
Las leyes, que deberían ser concebidas para salvaguardar nuestros derechos, están siendo interpretadas por la opinión pública como armas de represión, censura y desigualdad, en muchas ocasiones. Quienes actuamos de buena fe no solemos preocuparnos demasiado por las posibles consecuencias legales de nuestros actos, ya que no pensamos que estemos violando ninguna ley, pero últimamente la línea que separa lo legal de lo ilegal está moviéndose tanto que empezamos a sentir esa inseguridad. Y en el caso de que quienes solemos opinar en redes sociales, blogs, etc, ese riesgo es cada vez mayor.
Por todo eso, hoy, quiero aprovechar estas líneas para dejar clara una cosa: escribo con la mejor intención. Así de simple (de ingenua, de tonta, de ilusa, de romántica). Punto. Escribo pensando en el mundo en el que vivo, en el que quiero vivir mañana, en el que quisiera que vivieran mis seres queridos siempre.
Hace una semana me arriesgué y escribí un comentario en Facebook que obtuvo muchas aprobaciones pero, también, alguna que otra interpretación errónea que creo que pude aclarar (pincha en el enlace y lee mi comentario y las respuestas):
A partir de aquel momento comencé a ver en otros lugares mensajes parecidos al mío: no era la única que pensaba que el mundo tiene capacidad para resolver el problema de los refugiados de una manera mucho mejor que simplemente repartiéndoselos/as para darles limosna. Hasta entonces, desde el momento en que había comenzado este éxodo, no había visto más que consternación, egoísmo, hipocresía y compasión muy mal distribuidas, pero a nadie oí decir “acaben con esa guerra y reconstruyan ese país para que esa gente recupere lo que les pertenece y puedan volver a tener sus vidas. Devuélvanles la paz, sus derechos, sus casas, sus vidas”. A nadie. Todo el mundo se dejaba llevar por la corriente detrás de la bandera de la foto de aquel niño: “hay que acoger a los refugiados”. Pero ahora sí. Por fin empiezan a hablar y a pensar por sí mismos/as, creo (y deseo).
¿Alguien se ha parado a pensar de quiénes huyen, cómo, por qué medios? ¿De dónde vienen? ¿Dónde han estado hasta ahora? Si realmente la solución es ayudarlos a rehacer sus vidas en el resto del mundo, ¿por qué se permite que tengan que huir de esa manera: a pie, en barcos que se hunden en el Mediterráneo, o pagando a traficantes? ¿Por qué no se organizan corredores seguros desde el origen, con medios de transporte dignos, aunque sean militares, que los lleven a sus destinos? ¿Por qué no se pone orden en el punto de partida, para asegurarse desde el principio de que todo va a ir bien: identidades, reagrupación de familias, filtrado de posibles terroristas, etc? ¿Por qué? Si de verdad esa es la solución y hay tan buena predisposición por parte de tantos países, ¿por qué lo están haciendo de esa manera?
De la forma en la que todo está siendo retransmitido por los medios, me da la impresión de que lo que se está consiguiendo es fomentar el recelo, incluso en quienes tienen la mejor de las predisposiciones. Surgen rumores sobre la posibilidad de que se trate de una operación de “Caballo de Troya”, de que se filtren terroristas (como si no los tuviéramos desde siempre entre nosotros/as), de que no habrá suficientes recursos para compartir (y se empieza a hablar de endofobia, es decir, de que algunos de nuestros dirigentes quieren muy poco a sus conciudadanos y prefieren ayudar a los de fuera). Si se hicieran las cosas de otra manera, esos rumores no prosperarían pero, tal y como está desarrollándose todo, es inevitable que surjan esas dudas.
Pero, entonces, lo que me planteo es lo siguiente: ¿a quién le puede interesar, ahora, esto? Y, como siempre, la siguiente pregunta es: ¿a quién beneficia? Solo se me ocurre que a mí, desde luego, no. Tal vez a los fabricantes de armas, a quienes las venden, a quienes se van a repartir ese país, a quienes transportan a los refugiados, a quienes quieren fomentar la islamofobia y la xenofobia, etc. Pero a mí, desde luego, no me aporta nada bueno ni lo que veo ni lo que me hace sentir como persona y como madre.
Si aquí estallara una guerra como aquella, yo pediría al mundo que nos ayudaran. Pediría que ayudaran a pararla, y que ayudaran a la gente inocente mientras tanto, claro que sí. Si pudiera, me llevaría lejos a todos los que pudiera, empezando por mis hijos, si no pudiéramos quedarnos aquí a luchar y defender la paz. Pero en estos momentos, si miramos el mapa, vemos que existe realmente una amenaza de que, si no se paran esas guerras, pronto las tendremos aquí, y no habrá lugar en el mundo al que podamos pedir refugio. No es inteligente abrir los brazos para recoger a los refugiados si, al mismo tiempo, no se hace todo lo que se puede (y debe) hacer para conseguir la paz. Es lo mismo que llevo años pensando y diciendo sobre la violencia de género: hacer huir a las mujeres y a sus hijos y acogerlas en pisos tutelados y casas de acogida ayuda a salvar vidas, pero no es la solución, ni lo será nunca: porque refuerza a los agresores, que siguen, casi siempre, libres y ocupando su espacio, y conservando sus vidas, mientras debilita y estigmatiza a las mujeres y a sus hijos, que se ven (nos vemos) obligadas a perderlo todo a cambio de seguir vivas y, para colmo, con el sambenito de víctimas (que, para mucha gente, equivale a cobardes, mentirosas, aprovechadas, etc). Es lo mismo: ayudar y proteger solo sirve si, al mismo tiempo, se lucha. No sirve de nada un escudo sin una espada cuando se está en plena batalla. Hay que luchar. Hay que anular al enemigo, o mañana vendrá también a por ti. Y no estoy hablando de violencia, ojo:
“El supremo arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar” (Sun Tzu).
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