Nuestros amigos de la tele no nos dejan abandonados. Los de la tele americana, claro. Ya ha empezado la nueva temporada de Mad Men. He visto el primer episodio y puedo anunciar que la cosa promete. Arranca con elipsis -después del incierto final de la pasada temporada- y apunta buenas tramas, con los personajes desplazados del lugar en el que habían madurado y obligados a adaptarse al nuevo hábitat.
Varios escritores amiguetes y conocidos me han dicho alguna vez, sabiendo de mis aficiones catódicas: “Pero, ¿por qué tanto revuelo? Si en el fondo no son más que folletines como los del siglo XIX”.
Sí y no. Y en el caso de que así fuera, tampoco sería un argumento denigratorio.
En fin, que sí que hay para tanto. Cuando el cine nos ha abandonado como una mala madre, después de lo mucho que nos ha mimado y de lo mucho que le hemos querido. Cuando ya quedan muy pocos directores capaces de seducirnos como nos seducían hasta hace poco más de diez años, las series nos surten de todas esas emociones pantallosas sin las que ya no sabemos vivir. O sin las que no queremos vivir.
No me hagan explicarlo, por favor. A ustedes les gusta el fútbol y yo no les reprocho nada, déjenme a mí con mis vicios.
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