Revista Cultura y Ocio
18:36. Números azules marcando la hora en el salpicadero del coche de al lado. 18:36 en el reloj de una extraña. Lleva el respaldo del asiento muy reclinado y por un momento creo que me ha pillado porque mira hacia su derecha, casi por encima de su hombro como tratando de escuchar lo que le dice alguien sentado detrás: un niño, un bebe. No hay nadie, cuando vuelvo a mirarla habla quitando las manos del volante, intentando que su interlocutor, el que ha llamado en medio del monumental atasco que se ha abatido sobre Madrid esta tarde, la entienda. Habla intentando hacerse entender. Sé que es una llamada de trabajo por como gesticula y me sumo a su indignación. El coche es un lugar sagrado, un refugio, un santuario al final del día en el que debería estar prohibido interrumpir con llamadas laborales intempestivas. Una llamada a las 18:36 nunca es urgente, la mayoría de las veces solo es impertinente.
Luces rojas, farolas blancas, gente corriendo cruzando entre los coches. Los coches parados. En la acera de la derecha veo a una mujer con un andador caminando tan lentamente que el esfuerzo me parece agotador. La imagino en su casa vistiéndose, poniéndose los calcetines, los zapatos, el abrigo, el pañuelo para el cuello. La veo en la puerta de su casa, el bolso cruzado, las llaves, el andador y la imagino saliendo al descansillo para afrontar esa salida diaria. Quiero bajar y decirle que la admiro, que me asombra que no se haya rendido incluso antes de ponerse los calcetines, que el pensamiento de «voy a tardar una hora en dar la vuelta a la manzana» no la venza cada tarde.
Avanzo tres manzanas, suena Dolly Parton en mi teléfono, pienso en tetas, en las suyas y en las mías y escucho las bromas que sobre las suyas ha tenido que sufrir toda su vida. Bromas a las que ella respondía con un chiste aún mejor. La admiro por eso, yo no hago chistes con eso casi nunca. Miro al coche a mi izquierda, el conductor es un hombre de unos cuarenta y de copiloto va la que supongo es su madre.Lo supongo por la edad de la señora y por la cara que tiene él, su expresión dice «esto es algo que tengo que hacer pero estoy agotado». A ella la veo poco, su cara queda tapada por la ventanilla pero lleva el pelo blanco arreglado con un caracolillo en la frente como una estrella del cine de los 40. Cuando arranco echo un vistazo furtivo y la madre del hombre agotado me recuerda a Olivia de Havilland.
Paso otra manzana, paso la calle que lleva a la consulta de mi psiquiatra y hago cálculos de cuánto hace qué no voy por allí. Hace cinco años me arrastraba hasta allí llorando dos veces por semana, hoy paso por aquí y casi no me reconozco en esa persona. Paso otra manzana, paso por delante de tiendas de muebles que resisten el asedio de Ikea. Recuerdo, de niña, pasar por esas tiendas con mis padres y soñar con tener alguna vez un cuarto para mí sola como los que exhibían en sus escaparates. Camas preciosas, mesas de estudio ordenadas con flexos que daban una luz que te hacia desear entrar con tu libro y sentarte allí mismo a hacer los deberes. Yo ya no tengo que estudiar pero las tiendas siguen ahí y a través de la ventanilla de mi coche intento ver a alguno de los dependientes que resisten la avalancha del mueble de usar y tirar. Los imagino mayores, los imagino canosos, los imagino con jersey de pico verde mirando por la ventana, mirando hacia los coches parados, mirando hacia mí.
Avanzo un poco y me paro justo delante del paso de cebra. Gente corriendo, madres empujando un cochecito de bebé, madres arrastrando niños y mochilas con esa actitud que mezcla «estoy agotada pero tengo que hacer esto» con «me muero de la risa con lo que me está contando» con «Dios mío, todavía tengo que preparar la cena, los baños... la comida de mañana» Me canso por ellas, yo he sido ellas. Quiero bajar del coche y decirle «vengo del futuro a decirte que se pasa». Más gente corriendo, con cascos y las manos en los bolsillos. Gente hablando con su móvil como si fuera una tostada. Gente en cafeterías en las que quiero que huela a las tostadas de mi infancia.
Sigue sonando Dolly Parton, sus primeras canciones son tristísimas. Miro ventanas iluminadas: en una una lámpara que grita que su dueño es carne de Instagram, en otra una silla de dentista y certificados colgados en la pared, en otra una televisión gigante colgada en una pared con dibujos animados que iluminan toda la habitación. Pienso en los niños de esa habitación, pienso en si sentirán abrumados por el tamaño de esos dibujos animados y si al acostarse tendrán pesadillas con enormes criaturas de colores invadiendo la ciudad.
Más peatones, más gente corriendo volviendo a casa, poniéndose a salvo. Este atasco no se acaba nunca y sigue sonando Dolly Parton.