El vuelo desde el aeropuerto de Heho, el más cercano al Lago Inle, hasta Mandalay apenas duró media hora. No es tan larga la distancia que separa a estas poblaciones como el deficiente estado de la carretera que las une, por lo que el desplazamiento aconsejado es el avión o realizar un pequeño crucero por el río Ayeyarwady, esta última opción me la dejo anotada para la próxima vez.
Nosotros llegamos a media tarde, apenas faltaban un par de horas para el anochecer, y atravesar la ciudad hasta llegar a nuestro hotel, Mandalay Hill Resort Hotel, nos llevó más tiempo que la duración del vuelo. Así que tras disfrutar del cóctel de bienvenida, una bebida sin alcohol preparada a base de lima y pimiento verde, tonificante y muy refrescante, y una vez instalados, de una ducha reparadora, nos acercamos a cenar al único restaurante del hotel que permanecía abierto, ya que en temporada baja cierran el resto. Las instalaciones de este hotel, sus jardines y su piscina son magníficas, así que con el cansancio acumulado que llevábamos, disfrutar de ellas y no perdernos aquella noche por el bullicio de Mandalay fue una decisión de lo más acertada.
A la mañana siguiente madrugamos bastante. Nos esperaba un día de visitas intenso. Por cambios en los horarios de los vuelos, era el único día completo que nosotros pasaríamos en Mandalay, por lo que había que aprovecharlo al máximo.
Nos dirigimos al embarcadero Mayan Chan del río Ayeyarwady donde hay gente que vive en viejas barcazas varadas en la orilla. Nosotros subimos a una cuya parte superior se había habilitado con toldos y cómodas butacas de bambú, para realizar la travesía sin perder detalle de cuanto acontecía en los 360º que nos rodeaban.
El trayecto hasta Mingun me resultó de lo más agradable y me doy cuenta que me encanta navegar no importa cómo, ni a bordo de qué, ni por dónde. Una neblina espesa no dejaba que los rayos de sol incidieran directamente, pero el alto grado de humedad era palpable a pesar de la brisa que la suave navegación del barco nos proporcionaba y el calor, en algunos momentos, podía resultar sofocante.
No puedo asegurarlo por que en estas agradables condiciones perdí un poco la noción del tiempo, pero alrededor de una hora después comenzamos a ver a nuestra izquierda el gran templo inacabado, la Mingun Paya. Cada vez la veíamos más grande y al fondo, otra pagoda, la Hsinbyume Paya, nos estábamos acercando.
Cuando desembarcamos, primero nos dirigimos a visitar la gran campana de Mingun. Dicen que es la campana más grande del mundo que todavía está operativa y fue encargada por el rey Bodawpaya para la estupa de la pagoda. Viendo la envergadura de la campana e imaginando cómo de grande sería necesariamente la estupa que la albergara, nos da una idea de las enormes dimensiones que hubiera tenido esta pagoda de haber podido ser finalizada. A pesar de no estar completa, tiene el record mundial de la mayor pila de ladrillos del mundo.
En el pequeño camino que lleva del lugar donde está ubicada la campana hasta el templo, unos puestos de souvenir y cómida rápida birmana se han instalado. Me llama la atención uno que ofrece una especie de tortillitas de camarones y es que en Myanmar la oferta gastronómica es de lo más variado y apetecible.
Pasamos al recinto de una casa budista para gente mayor que había justo enfrente de los puestos de comida. Un conjunto de edificios, en los que vemos el ir y venir de algunos monjes, rodean un gran patio. Estos asilos los hemos visto en otros pueblos durante nuestro viaje y me he venido de allí con la impresión de que tienen muy en cuenta a los mayores, al menos a los budistas. Y hago este último comentario por que me duele el alma cuando escucho las últimas noticias de lo que está sucediendo con los musulmanes birmanos de la etnia rohingya en la frontera con Bangladesh y eso que se supone que la dictadura militar fue abolida hace unos años.
Atravesamos los tenderetes en nuestro camino hacia la Mingun Paya. Hace un calor realmente sofocante y da la impresión que el ladrillo rojo con el que está construida todavía retiene más el calor.
Viéndola de frente se aprecian grandes grietas en sus laterales y es que esta pagoda se vio muy afectada por los terremotos de 1838 y 2012, por lo que hace unos años en los que no se puede subir hasta arriba. Nosotros vimos una escalera en la parte derecha de la pagoda por la que subían algunas personas y allí que nos dirigimos. Cuando estábamos en lo alto, una guía enfadadísima se dirigió hacia mí indicándome que estábamos en un lugar sagrado y que debía quitarme mis sandalias.
Oooops! Prometo que no me dí cuenta de ninguna señal de advertencia abajo. Lo comprobé cuando bajamos y no había indicación de que había que descalzarse para subir a aquella escalera que estaba en el lateral de la pagoda. Es más, no creo que hubiera podido hacerlo. El sol pegaba muy fuerte y el ladrillo rojo absorbía el calor como una de estas piedras que se pusieron tan de moda hace unos años en los restaurantes para hacer "carne a la piedra". Imposible que las plantas de mis pies pudieran soportar aquello, tan sólo llevaban dos semanas de entrenamiento por Myanmar. Bajamos calzados, pensé que de perdidos al río, y una vez abajo nos dirigimos hacia la puerta de la pagoda. Allí si que vimos el cartel de advertencia y nos descalzamos. No sé cuanto tiempo duré sin mis sandalias por que el calor era irresistible y no había sombra en la que depositar nuestros pies, así que decidimos seguir observando la pagoda desde fuera del que se entendía como recinto sagrado y nos acercamos hacia un puesto de bebidas donde esperaba nuestro guía. ¿Sabéis que nos dijo? Que un mes antes una turista había sido detenida por subir con zapatos aquella escalera. Y lo mejor de todo es que nos había estado viendo como la subíamos sin descalzarnos y no nos dijo nada. ¡En fin! Atravesamos una puerta custodiada por dos enormes leones de piedra, aunque a mí me parecieron elefantes y volvimos a embarcar.
Ahora el calor ya era más que sofocante. La brisa que se producía con la navegación era menos apreciable que antes pero en el barco tuvieron el detalle de ofrecernos como aperitivo unas cervezas bien fresquitas y unos frutos secos, y todo comenzó a verse de otro color.
Ya en Mandalay visitamos un taller donde tejían la seda y hacían diseños que a mí me recordaron a los bordados de las telas de los trajes de fallera. Nuestro recorrido por el taller fue bastante breve por que, a pesar de apreciábamos el trabajo que realizaban, no estábamos interesados en comprar y comenzamos a tener algo de hambre. Así que tras unos minutos de atención casi protocolaria, abandonamos el local.
Un barco más pequeño nos llevó a un restaurante cerca del río, donde comimos. Después volvimos a embarcar y nos acercó a Ava, la que fue capital de los reinos birmanos durante casi cuatrocientos años entre los siglos XIV y XIX. Saqueada y reconstruida en diferentes ocasiones, llegaron a abandonarla, aunque ahora se ha convertido en un destino turístico cercano a Mandalay.
No hay otra forma de recorrerla y conocerla que a bordo de una calesa, y eso fue lo que hicimos.
Un enjambre de estrechas sendas entre tierras de cultivos se abrían en uno y otro sentido. Carros tirados por bueyes, motocicletas y bicicletas se cruzaban en nuestro camino. Nuestra primera parada fue el complejo de la pagoda Yadana Hsemee más llamativa por el enclave donde está situada y por cómo sus ladrillos rojos y piedras están siendo engullidos por la naturaleza que por su espectacularidad en sí.
Lo atractivo del paseo fue ver surgir de vez en cuando una pagoda en un campo cultivado, contemplar la Torre del Palacio de Igwa o torre del reloj, como se sostiene casi tambaleante después de tantos terremotos soportados o ver la piscina de la princesa, donde dicen que se bañaba desnuda, y donde la vegetación ha sustituido al agua.
Volvimos hacía el río y cogimos de nuevo la barca para volverlo a cruzar y desde la otra orilla dirigirnos hacia Amarapura donde visitaremos primero el Monasterio de Mahagandayon que se encuentra muy cerca del Puente U-Bein.
El Monasterio es uno de los más grandes de Myanmar y en él estudian y viven más de dos mil monjes, sólo hombres. El complejo está formado por diferentes edificios donde podemos encontrar desde las habitaciones hasta las escuelas pasando por la cocina.
Guardando el respeto, se puede visitar el recinto libremente e incluso alguno de los monjes nos puede acompañar y darnos información sobre el tipo de vida que allí se lleva. Nosotros visitamos las cocinas, muy sencillas, donde la alimentación es muy básica y sin lujo alguno.
Vimos a varios monjes en sus actividades diarias, dándose una ducha con la túnica, estudiando y recitando o leyendo.
Me llamó la atención ver a los más jóvenes salir de clase y demostrar que por muy monjes que sean, siguen siendo niños o adolescentes y realizan las travesuras que a estas edades se suelen hacer.
Salían de clase y se cubrían el torso con la túnica, señal de que iban descubiertos en clase por el calor. Los del primer piso les tiraban bolitas de papel a los que acababan de salir y andaban calzándose sus chanclas, que no sé yo como sabía cada uno cuáles eran las suyas con el montón de chanclas iguales que allí habían.
Ellos reían y nos miraban con timidez, para luego casi ignorarnos. Creo que estaban acostumbrados a la presencia de algún turista y que a los turistas nos llamará la atención.
Uno de ellos nos indico como salir por una puerta trasera que nos dejó casi enfrente del Puente U-Bein.
Una elegante y esbelta belleza, el Puente U-Bein. Parecía un ciempiés con las patas de una garza. Este puente de teca de casi kilómetro y medio de longitud construido sobre el lago Taungthaman, es todo un símbolo en Mandalay.
Fue construido con los pilares de teca desechados del palacio y de los templos de Amarapura cuando se decidió trasladar la capital a Mandalay y es el puente de teca más largo del mundo. Su diseño curvo es para hacerlo más resistente al viento y al agua.
En la caída de la tarde el puente es frecuentado por gente de los alrededores como zona de paseo, esto junto con los turistas y teniendo en cuenta que es la forma más rápida y corta de cruzar el lago, hace que esté bastante poblado.
Me gustó contemplar los colore grises y azules del atardecer desde el puente, observar a los pescadores, ver los pastores de patos en el lago que con sus pequeñas embarcaciones iban recogiendo a los grupos de patos que habían pasado la mañana desparasitando aquellas aguas, y sorprender a los monjes en actividades espontáneas e inesperadas como hacer fotos con la tablet, escuchar música a través de los auriculares o no soltar su teléfono móvil. Es frecuente verlos cruzar el puente ya que hay varios monasterios a ambos lados.
Lo recorrimos entero, en una dirección y en otra, con precaución por que no tiene barandilla y aunque no es demasiado estrecho a veces coincide mucha gente en un mismo punto. A lo largo del puente hay una serie de casetas cubiertas para descansar, donde se ubican vendedores ambulantes de comida y recuerdos.
Durante el camino de vuelta, por el puente, y viendo como el sol se escondía, pensaba en que era mi último día en Myanmar, al día siguiente iniciábamos nuestro viaje de regreso a España. En aquel puente de teca hice un repaso rápido de lo que había sido mi viaje, las últimas experiencias vividas, y también me vinieron a la memoria otros viajes realizados a otros puntos de Asia.
¿Merece la pena Myanmar? ¡Merece la pena!
Myanmar no destaca por algo en especial, por algo muy espectacular. Es un conjunto de pequeñas cosas, a todos los niveles, las que la hacen diferente y especial y que puede que otros destinos más espectaculares ya hayan perdido.
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