Revista Cine

Mar de agosto - cap. 6

Por Teresac

(En anteriores capítulos: Marta regresa a Castromar después de muchos años y se reencuentra con Tomás, Ana y Antón, sus amigos de toda la vida. Ana tiene problemas matrimoniales y discute con su marido por el cuidado de su hija. Sarai, les cuenta a Marta y Antón, otro viejo amigo, que el secuestrador de la niña es "el fantasma de la playa", un vagabundo que ronda por el arenal. Marta y Ana recuerdan la noche de la fiesta del pueblo, veinte años atrás, en que se quedaron dormidas en la playa.)MAR DE AGOSTO - CAP. 6


– VI – 

Antón se empeñó en acompañarnos a casa aquella noche, cuando salimos del bar de Miguel, a pesar de las risas de Ana que aseguraba que no necesitábamos escolta. Yo sin embargo permanecí en prudente silencio, no pensaba desperdiciar la oportunidad de estar algún tiempo más con él.Llegamos ante la puerta de la casa de Ana mientras conversábamos sobre lo cambiado que estaba el pueblo y los muchos edificios de nueva construcción que nos íbamos encontrando por el camino.–Ahora no dejes sola a Marta –bromeó Ana con Antón al despedirse, agradecí que la calle estaba bastante oscura pues temía estar enrojeciendo como una adolescente.–No pensaba hacerlo, perdería mi buena fama de caballero.Me despedí de mi amiga y su hija con una sonrisa, sabía que en cuanto entraran en casa, Ana nos observaría por la ventana. Aquella situación estaba empezando a ponerme nerviosa, pero era una sensación agradable.–La casa de mi tía está apenas habitable después de un año cerrada sin que nadie la visite, pero he conseguido rescatar la cafetera... –dejé caer con tono ligero, sin asomo de insinuación, o al menos eso creía.–¿No tienes miedo de dormir en una casa tan grande tu sola?Reí mientras abría la puerta y le dejaba pasar. Sí, la verdad es que aquella casa de casi doscientos metros cuadrados, dos plantas y jardín, me imponía bastante, acostumbrada como estaba a mi diminuto apartamento. El teléfono sonó dentro de mi bolso en el momento en que entraba en la cocina para poner el café.–¿Qué quieres? –pregunté indignada al ver en la pantalla el nombre de Roberto.–Tu madre me ha dicho que te has ido a Castromar.–¿Y? –mi madre, siempre tan oportuna.–Voy a ir a verte.–Ni se te ocurra.–Tenemos que hablar.–¡No! –maldita sea. Le había dejado después de dos años de relación porque la comunicación entre nosotros era nula, cuando intentaba tener una conversación con él solo le arrancaba monosílabos, como no fuera si le hablaba de fútbol, claro. Y ahora llevaba tres meses repitiéndome aquella dichosa cantinela de que “teníamos que hablar”–. Escucha, el periódico me ha encargado un reportaje muy importante, sobre la niña secuestrada en el pueblo, es mi oportunidad para dejar de servir cafés en la redacción –mentí descaradamente–. Si vienes aquí y me lo estropeas todo nunca te perdonaré. Te lo juro Roberto, no volveré a hablarte en mi vida.–Pero Marta...–Hablaremos en septiembre, cuando vuelva a la ciudad, y no me llames más.Apagué el teléfono y lo arrojé con demasiada fuerza encima de la mesa. Antón se asomó a la puerta preocupado.–Tengo que irme –anunció.Forcé una sonrisa poco convincente.–Pero si aún no he puesto el café...–Mañana trabajo. Yo no estoy de vacaciones –me miró durante unos segundos interminables, sus ojos claros recorrieron mi rostro como la más sutil de las caricias. –¿En qué trabajas?–pregunté para retenerlo un poco más mientras caminábamos hacia la puerta.–Soy pintor.–¡Oh! Claro, ya recuerdo, siempre llevabas las mejores notas en dibujo.–¿Recuerdas eso? –Antón se detuvo con la mano sobre el pomo de la puerta y denegó con la cabeza incrédulo– Teníamos doce o trece años, qué memoria.–Recuerdo muchas cosas de entonces... Una vez que me invitaste a un helado, un beso en la mejilla que me diste el día de mi cumpleaños, aquella tarde que te vi nadando en la playa y lo bien que te quedaba cierto bañador rojo... Recordaba todo eso, pero no me atrevía a decírselo.–Pintor de brocha gorda –añadió–. Pinto casas, fachadas...–Bueno... No deja de ser artístico... A mí me encanta la decoración... –estaba balbuciendo y él ya había abierto la puerta y salía a la calle.–¿Quieres venir mañana a ver la casa en la que trabajo? Es cerca de la ermita de San Antonio.–Me encantaría, pero ¿qué dirán los dueños?–No hay nadie, la han comprado unos madrileños y la estoy restaurando; no vendrán hasta el año que viene. Estaré allí todo el día –dijo, alejándose mientras se despedía con un gesto de la mano–. Te esperaré.Vale. Yo llevo esperándote toda mi vida.

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