Revista Cine

Mar de agosto - cap. 8

Por Teresac
(En anteriores capítulos: Marta regresa a Castromar después de muchos años y se reencuentra con Tomás, Ana y Antón, sus amigos de toda la vida. Ana tiene problemas matrimoniales y discute con su marido por el cuidado de su hija. Sarai, les cuenta a Marta y Antón, que el secuestrador de la niña es "el fantasma de la playa", un vagabundo que ronda por el arenal. Las dos amigas recuerdan la noche de la fiesta del pueblo, veinte años atrás, cuando se quedaron dormidas en la playa. Marta coquetea con Antón, pero una llamada inoportuna de su ex novio les interrumpe. Cuando visita a Antón en la casa en la que está trabajando, una madre preocupada se acerca a preguntarles si han visto a su hija.)MAR DE AGOSTO - CAP. 8


– VIII – Ningún vecino había visto a la niña en la última hora y solo nos quedaba por registrar el bosque. La mujer que se había acercado a la casa en la que Antón trabajaba para preguntarnos si habíamos visto a su hija, una niña de ocho años, con vestido rojo y coletas, se llamaba Rocío. Calculé que tendría mi edad o quizá algún año menos; era baja y menuda, de cabello claro y rostro risueño, pero conforme iba pasando la hora del mediodía, la preocupación se reflejaba en su rostro, marcando hondas arrugas en su frente.–Hemos encontrado la bicicleta –dijo un vecino acercándose. Era un hombre mayor, un viejo pescador de rostro castigado por el sol y el mar–. Apoyada en un árbol, en el linde del bosque.–Se habrá extraviado en el interior –aventuré. Por el rabillo del ojo vi que la expresión preocupada de Antón iba en aumento–. Entre los árboles está más oscuro, quizá se ha despistado y cree que no es tan tarde.–Nunca entra en el bosque –dijo la madre, pálida, echando a caminar hacia la densa masa de árboles–. La tengo avisada, sabe que en la zona del coto hay jabalíes.Antón y yo la seguimos, así como tres vecinos más que se habían unido a la partida de búsqueda. Cuando llegamos al linde vimos la pequeña bicicleta, con cintas rosadas colgando del manillar, y un cesto repleto de moras negras.–Marta –Antón me sujetó por el brazo y detuvo mi marcha, alejándome del grupo–. Coge tu coche y baja al pueblo, avisa a Tomás o a la Guardia Civil. No me gusta nada esto –su sonrisa perenne había desaparecido en los últimos minutos.–¿Crees que se la ha llevado?... ¿El fantasma de la playa? –pregunté, poniendo en palabras algo que los dos llevábamos pensando hacia rato.–Espero que no, ojalá me equivoque pero...–Sí –acepté, sin esperar a que acabase la frase, le apreté la mano que tenía sobre mi brazo y eché a correr hacia el sitio donde tenía mi coche. Mientras, Antón se unió al grupo que ya se había internado en el bosque.Eran ya las dos. La gente del pueblo estaba en sus casas comiendo, las calles aparecían extrañamente desiertas y el cielo cubierto, amenazando tormenta, convertía la tranquila villa en una especie de siniestro polvorín ajeno al hecho de que estaba a punto de estallar.En el Ayuntamiento me dijeron que Tomás y su compañero acababan de salir tras recibir una llamada avisando de un accidente de tráfico en San Juan, una zona en los límites del municipio, que yo apenas conocía y donde tenía muy pocas posibilidades de dar con ellos. Pedí que les avisaran y sin detenerme a meditarlo, me dirigí a la playa.Antiguas costumbres me llevaron al parque de la Cruz, por más que ahora ya se puede acceder a la playa desde el paseo marítimo, pero en aquel momento de nerviosismo lo olvidé por completo. Aparqué mi coche al lado de unos coloridos columpios y corrí, atravesando el parque, hasta el caminito que lleva a las escaleras de bajada a la playa. Aquellas terribles, empinadísimas escaleras de cemento que aún poblaban mis pesadillas.Veinte años atrás, Ana y yo habíamos bajado aquellas escaleras huyendo del monstruo, con el aliento contenido, lágrimas pugnando por brotar de nuestros ojos, luchando contra las zarzas y las piedras que nos íbamos encontrando en la bajada.Respiré hondo para alejar a mis fantasmas y estiré el cuello intentando ver por entre árboles y malezas, la orilla del mar.Allí estaba, tal y como Sarai lo había descrito. Una gorra de visera calada hasta las cejas y un montón de ropa vieja cubriendo su cuerpo de tal forma que apenas se apreciaba si era hombre o mujer. Entre sus brazos llevaba el cuerpo desmadejado de la niña, con su vestido rojo y los pies descalzos. Caminaba hacia la orilla.

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