Cuenta Mari “la Negra” que cuando nació y su padre supo que era niña decidió ignorarla. De ahí dice que le viene su lucha contra el patriarcado a esta afrodescendiente que, ya a los catorce años, trabajaba en los barrios empobrecidos de Cartagena (Colombia). Con apenas veinte años y un bebé, es violada y encarcelada durante siete meses por su vinculación sindicalista. Mari se refugia entonces en una mina de carbón disfrazada de hombre. Pocos meses después, lideraba la formación del primer sindicato Sintracarbón. Las amenazas volvieron a obligarla a huir, pero allá donde ha ido desde entonces no ha cejado en su empeño por mejorar las condiciones de vida de las víctimas de la guerra y la pobreza: construyendo colegios y fomentando el asociacionismo y la denuncia social.
A María de Jesús de L’Hoeste nadie la conoce por este nombre, pero casi todo el mundo en el ámbito de los derechos humanos la conoce. Mari “la Negra” tiene 50 años y nació en Cartagena, ciudad turística por excelencia, donde se celebran los grandes fastos internacionales “en los que se reparten los recursos y riquezas de nuestro país” y donde la miseria se representa con frías cifras como un 76% de desempleo y sus miserables consecuencias, “niños que se mueren de hambre”, nos recuerda.
“A pesar de que nací del proceso universitario, lo mío eran las comunidades populares. Aunque no nací en ellas, de ahí salí, de ese cinturón de miseria de Cartagena, que es muy grande. Empecé en el Frente de Barrios Pobres, con los jóvenes y con las mujeres”. El pensamiento de Camilo Torres Restrepo, sacerdote que ingresó y murió en las filas de la guerrilla izquierdista Ejército de Liberación Nacional (ELN), y que conjugaba la teoría de la liberación con el marxismo en la organización A luchar, caló profundamente en las ideas políticas de Mari.
En Colombia más del 40% del territorio nacional –450.000 kilómetros cuadrados, casi la superficie total del Estado español– está asignado o solicitado por empresas mineras dedicadas a la extracción de carbón, oro, níquel y otros minerales, localizados en muchos casos en parques naturales, páramos donde afloran muchos de los acuíferos del país, así como reservas de territorios de campesinos, indígenas y afrodescendientes. Todo ello en un país donde el acceso a la tierra sigue siendo la gran cuestión pendiente: el 77% está en manos del 13% de la población, de los cuales una oligarquía integrada por el 3,6% son propietarios del 30% del territorio nacional.
Las empresas multinacionales, en algunos casos, se han aliado con grupos armados para acceder al territorio y reprimir la resistencia de sus pobladores y desplazarlos, aplastar sus reivindicaciones laborales y asesinar a algunos de sus líderes sindicales. Además, el paramilitarismo, el narcotráfico y, en menor medida, la guerrilla de las FARC han encontrado en las minas una vía muy barata para blanquear el dinero procedente de la exportación de la cocaína: lo retornan presentándolo como beneficios de la explotación y tributan menos de un 4% al Estado.
Colombia es un país que duplicó su PIB y el gasto público en los últimos veinte años, que sólo redujo la pobreza extrema en un 2% y que sigue aumentando el abismo entre pobres y ricos hasta encontrarse entre los cinco con mayor desigualdad en el mundo. Es también uno de los países más peligrosos para los sindicalistas: según Naciones Unidas, más de 2800 han sido asesinados desde 1984 y el 99% de los casos siguen en la impunidad. De hecho, durante la constitución de Sintracarbón, cuatro compañeros de Mari fueron asesinados y Héctor, presidente del sindicato y prometido de Mari, sufrió dos atentados de los que salió milagrosamente con vida. Por eso, una vez más, Mari, acompañada por su familia, tuvo que huir de pueblo en pueblo mientras los paramilitares, aliados con el Estado, les pisaban los talones. Hasta que decidieron volver a Barranquilla para casarse y encontrar algo de paz. Un par de meses después, Héctor moría en un extraño accidente de tráfico.
Sin embargo, en los últimos quince años Mari ha seguido luchando por la justicia social, construyendo colegios, fomentando el asociacionismo y formando en la denuncia social a las comunidades de desplazados de Barranquilla, la segunda ciudad que más familias ha recibido por el azote del paramilitarismo. Ahora, a sus cincuenta años, Mari se perfila como candidata a la Cámara de los Representantes a través de la organización Poder y Unidad Popular
“Necesitamos actuar en lo político. Ojalá que en cinco años si estoy viva, que yo sí creo, pudiéramos otra vez conversar sobre si valió la pena pelearse lo institucional”.
Mari sigue recibiendo serias amenazas de muerte pero, por ahora, se resiste a llevar escolta y coche blindado. “El día que yo no pueda ir a las comunidades, entonces sí habrán acabado conmigo”, reflexiona. Eso no significa que no tome precauciones, como no encontrarse jamás en espacios públicos con sus hijos o su madre, porque entre sus deberes hay uno que Mari siempre tiene presente: “Nuestra primera obligación es estar vivas. No nos podemos dejar matar”.