Dice la crítica de arte María Minera en la revista mexicana Letras Libres, a propósito de la muestra de Gabriel Orozco en el Moma:
“Marcel Duchamp fue el primero que movió la línea, en realidad delgadísima, que separa a los objetos ordinarios –las ruedas de bicicleta, los peines, los urinarios– de las obras de arte (y se deshizo de paso del elemento imitativo del arte, un verdadero lastre, del que ni siquiera los cubistas se habían podido librar: si no hay nada más parecido a la cosa que la cosa misma, ¿cuál es el sentido de recurrir a sucedáneos?)”.
¿Qué les parece? ¿No es un párrafo descacharrante y trepanador?
La agudísima crítica de arte de Letras Libres nos aporta la repentina y tardía iluminación de que los quince mil años de historia del arte, contados desde las pinturas rupestres de Altamira, con su ristra de equivocados apeles, leonardos, velázquez, vermeer, picassos y lucian freuds fueron un error innecesario, un lastre del que al fin nos hemos librado gracias a la sin par agudeza de María Minera, quien acaba de descubrir que el gran secreto del arte es… “la cosa misma”.
La mexicana Minera ratifica así la intuición del crítico argentino H. Bustos Domecq, alter ego de Borges y Bioy Casares, quien ya en 1964 celebró al poeta Urbas, ganador de un concurso de poemas sobre la rosa con el envío “sencillo y triunfador” de una fresca, verdadera y aromática rosa recién cortada.
“Las palabras, artificiosas hijas del hombre, no pudieron competir con la espontánea rosa, hija de Dios”, escribió Bustos Domecq en esa memorable jornada.
Como antes el urinario y la rosa, y como hoy el archiconocido tiburón en formol, o la caja de zapatos, el zapato y el esqueleto de ballena recolectados por Gabriel Orozco, la irresistible magia de la cosa misma proyecta un brillo enceguecedor sobre el territorio del arte, y marca un camino directo e instantáneo a los creadores presentes y futuros.
¡No más representaciones previsibles, falsas y tediosas que nunca lograrán competir con la rotunda presencia de la cosa misma!
¡Adiós a los desnudos, las manzanas y los paisajes trabajosamente pintados que pretendían competir con la obra de Dios!
De aquí en más, sólo veremos en los museos las mismas cosas que vemos desde que llegamos al mundo, pero las veremos incorporadas al sagrado territorio del arte por la genialidad del artista que tropezó con ellas.
¡Cuántas delicias y emociones nos esperan!
Solo queda repetir, como quien recita una plegaria, ¡gracias, María Minera!