III
No sé exactamente cuanto tiempo ha pasado, solo se que a diferencia de Bruno y Mario no he conseguido dormir nada por culpa del bamboleo del camión. Gracias a eso, me doy cuenta de que estamos frenando, hasta detenernos completamente.
– Chicos despertad, nos hemos detenido – Les susurro.
Ellos se despiertan alerta, listos para salir corriendo, pero se quedan muy quietos, escuchando.
– Oigo voces – Dice Bruno – Hay varias personas hablando.
Yo también puedo oírlos, y por la cara de susto que tiene Mario, él también.
– Se acercan – Dice con miedo.
Me gustaría decir que se asusta porque es un mocoso, pero yo no me puedo ni mover y me están empezando a sudar las manos. Por suerte la tortura no dura mucho y el portón del camión se abre inundando nuestro habitáculo de luz.
– Se acabó el viaje pillines – Dice un hombre trajeado.
Cuando mis ojos consiguen acostumbrarse a la luz veo que estamos detenidos en medio de la carretera, y que tenemos ante nosotros a media docena de hombres, uno de los cuales parece ser el conductor mientras que el resto tienen aspecto de porteros de discoteca.
– ¿Cómo nos habéis encontrado? – Pregunta Mario con la voz cargada de frustración.
– ¿Qué te crees mocoso? Tenemos un buscador, y es muy bueno. Venga, todos abajo.
Poco a poco empezamos a movernos, hasta que estamos los tres de pie sobre el asfalto con todos los hombres trajeados formando un semicírculo ante nosotros. Ahora puedo hacerme una mejor idea de la situación. Estamos en una carretera, sobre un puente bajo el que pasa un caudaloso río y puedo ver que han obligado al camión a detenerse con dos todo-terreno negros.
– Ahora – Dice el hombre que parece ser el jefe – Vais a meteros en el coche, y cuando lleguemos a vuestro dulce hogar, vais a saber lo que es bueno.
– Y una mierda – Dice Bruno en un susurro sin levantar la vista del suelo.
No puedo creerlo, yo estoy aterrorizada, no me puedo ni mover, y el ha osado desafiar a esos hombres. Siento lástima por él, el cuarto oscuro me parece una bendición comparado con lo que le espera si mantiene esa actitud.
– ¿Qué has dicho? – Pregunta el jefe encarándose con Bruno.
Bruno levanta muy lentamente la vista y clava sus ojos en los del jefe.
– ¡He dicho y una mierda! – Grita mientras enviste contra el jefe como si fuera un toro embravecido.
El impulso de Bruno los lleva a ambos a invadir el carril contrario y como una exhalación pasa un camión a toda velocidad y los enviste. Un segundo antes estaban ahí, y un segundo después solo se oyen gritos, y el chirriar de las ruedas del camión intentando frenar.
– ¡Cuidado! – Grita uno de los hombres trajeados.
Un coche que venía detrás del camión se desliza hacia nosotros tras perder el control intentando esquivar al camión. Todo el mundo se mueve en una dirección distinta mientras mi mente se divide en dos. Una parte de mí está gritando de dolor por la muerte de Bruno, pues nadie puede sobrevivir a un impacto semejante, mientras que la otra mitad me impulsa a usar mi poder para huir de allí inmediatamente. Pero yo no puedo dejar atrás a Mario. Aunque suponga mi propia muerte, y aunque sea un mocoso que no deja de sacarme de mis casillas, no puedo dejarlo atrás, así que lo agarro de la camisa, corro hacia la barandilla del puente, y salto, con el detrás. En cuanto las aguas nos tocan se me escapa todo el aire de los pulmones. No esperaba que estuviese tan fría. La ropa se me empapa al instante y intenta tirar de mi hacia abajo. Mientras tanto, me agarro muy fuerte a Mario intentando mantener su cabeza por encima de la superficie. El río es muy caudaloso y el agua nos arrastra. Pronto dejamos atrás el puente y la lucha contra el río se hace rutinaria. Puedo observar a mi alrededor, no hay nada. No se ve ni una casa, ni una carretera, nada. Solo hay árboles y más árboles, hasta que tras una curva del río aparece una estructura medio cubierta por la maleza. Empiezo a patalear hacia allí y Mario enseguida comprende lo que pretendo. Cuando salimos del centro del río la corriente no es tan fuerte y las cosas se vuelven más fáciles, a pesar de todo nos pasamos por bastante y cuando llegamos a la orilla tenemos que desandar el camino. Al llegar podemos ver que se trata de una casa en ruinas cubierta casi en su totalidad por la maleza. Dentro no hay nada más que muebles medio podridos. Entramos y nos quitamos la ropa empapada. En lo que antaño podría haber sido un armario encuentro una manta medio carcomida y llena de telas de araña viejas, pero es lo único que tenemos así que Mario y yo nos acostamos y nos tapamos con esa manta roñosa mientras temblamos de frío.
Me quedo dormida mientras escucho a Mario llorar.
IV
Cuando por fin me despierto esta amaneciendo y es muy temprano. Mario sigue durmiendo, así que me levanto y lo arropo bien con nuestra sucia manta. Nuestra ropa ya esta casi seca, así que me visto y salgo afuera para estirarme y contemplar el lugar detenidamente. Todo parece igual que el día anterior, el río baja caudaloso, la casa esta cubierta de vegetación y si alguna vez ha habido un camino que condujera a la casa, este ha sido devorado por la maleza mucho tiempo atrás. En general, es un sitio perfecto para esconderse, si no fuera por el maldito buscador que tienen sería el sitio perfecto y aún así puede que ni siquiera el consiguiera encontrarlos. Me acerco al río que casi nos mata el día anterior, y me lavo la cara con su agua. Ya desperezada, vuelvo a entrar dentro.
Mario ya se ha despertado. Se ha vestido y ahora esta envuelto en la manta, llorando en un rincón. Me rompe el corazón verlo así. Mario siempre ha sido un niño que se ríe de todo. Todos los castigos o discusiones solo eran para él un motivo de mofa, y ahora esta ahí, llorando desconsoladamente.
– Yo también siento mucho lo de Bruno, pero hay que ser fuertes y seguir adelante – Le digo, en un intento por consolarlo.
Cuando pienso que ya no me va a contestar dice:
– No lloro por Bruno.
No lo entiendo, nuestra situación es bastante desesperada, pero no más que antes. Le pregunto:
– ¿Entonces porqué lloras?
– Lloro por ti – Responde Mario redoblando el llanto.
– ¿Cómo que por mí? – Le digo mientras me acerco y le acaricio la cabeza – Yo estoy bien Mario, todo está bien.
– Es por lo que tienes que hacer.
– ¿Lo que tengo que hacer? ¿Qué es?
– Tienes que irte, y hacer algo.
Prácticamente no puede terminar la frase, interrumpido por su desconsolado llanto.
– Yo no lo sabía Lucía, no sabía que ibas a tener que hacer eso. Lo siento mucho Lucía – Continuó, gritando mientras llora.
A mí me impacta más el hecho de que utilice mi nombre completo más que sus lágrimas o sus sollozos. Es algo que no encaja con la naturaleza de Mario.
Él sabe algo, y cuando eso ocurre, es mejor hacerle caso.
– ¡Pero que tengo que hacer Mario! – Le grito desesperada.
A pesar de todo, Mario sigue llorando y se niega a contestarme. Maldigo de nuevo el estúpido poder de Mario, que le dice lo que hay que hacer y donde, pero no cuando, o cuando y donde hacerlo, pero no el que. A pesar de todo, algo hay claro, tengo que irme, sin él.
Me inclino y le doy un beso en la coronilla.
– Adiós Mario – Él ni siquiera me contesta.
Empiezo a caminar por el bosque, alejándome del río y tardo un buen rato en dejar de oír los llantos de Mario, pero poco a poco se van difuminando.
Avanzo, apartando la maleza con los brazos y procurando no arañarme demasiado hasta que alcanzo una carretera. La carretera es muy estrecha, asfaltada, pero ni siquiera pintada. Empiezo a caminar en una dirección al azar con la esperanza de confundir al buscador, pero eso obviamente no funciona.
Unos minutos más tarde escucho el sonido de motores. No me da tiempo a reaccionar. Podría haberme escondido entre la maleza, pero aparecen de improviso. Ellos también deben haber sorprendido. Probablemente llevaban toda la noche buscándonos, y lo cierto es que se habían acercado bastante.
En cuanto me ven, comienzan a acelerar directamente hacia mí, como si tuvieran intención de atropellarme, y yo, en respuesta empiezo a correr para huir de ellos.
Nunca me había sentido tan libre. No tengo que esconder mi poder y tengo todo el espacio necesario para usarlo. Empiezo a correr, pero cada una de mis zancadas mide cuatro metros. Escucho a los dos todo-terreno negros acelerar detrás de mí, con sus motores esforzándose por alcanzarme, pero no pueden hacerlo por que yo soy viento, soy aire, soy el rayo. No hay nada más rápido que yo. Voy saltando entre zancada y zancada y nada puede pararme.
Tras la euforia del primer momento comienzo a pensar. La situación es insostenible. Estoy dejando a los coches atrás, pero no a la velocidad suficiente. Tarde o temprano me topare con otro vehículo, o tomare una curva demasiado cerrada, perdiendo el control. Tengo que encontrar un camino lo bastante estrecho para que no puedan seguirme con los coches, pero lo bastante ancho para poder saltar con la seguridad de no aparecerme con una rama atravesándome el costado.
Y de pronto lo veo, pasa tan rápido que lo paso de largo. Me paro en seco, pero sin ser consciente de la inercia que llevo acabo rodando varios metros por el suelo. Por suerte los coches tardan todavía más en frenar. Me doy la vuelta, desando el camino y me meto por ese sendero. No puedo saltar con la misma seguridad que en la carretera, pero como ellos vienen a pie les estoy sacando una buena ventaja.
Pronto, el sendero se termina, desembocando en un claro en el que hay un cobertizo de madera con aspecto abandonado. El sendero no continua. Si quiero seguir tendría que hacerlo a través de la maleza. Como les llevo una buena ventaja, decido entrar en el cobertizo.
La puerta chirría cuando la abro. El interior esta saturado de polvo. Comienzo a explorarlo. Lo único que hay es una cuerda y unas cuantas cajas de madera. Y entonces comprendo por que lloraba Mario. Todo cobra sentido para mí. Mario sabe perfectamente lo que yo tengo que hacer. En esta ocasión no han fallado sus poderes. Tengo que hacer algo, y es la única opción que hay.
Cojo la cuerda polvorienta y la paso por encima de la viga.
Solo dos personas conocen los poderes de Mario, Bruno y yo. Y Bruno esta muerto.
Un extremo lo anudo a la columna central, que sostiene el techo.
Para el resto del mundo Mario es un crío que no sabe sonarse los mocos. Un niño impertinente que ni siquiera sabe atarse los cordones. Probablemente pensarán que se ha ahogado en el río, o quizá, si ha tenido suerte, que ha muerto en la orilla a causa de la hipotermia. De todas formas, aunque haya sobrevivido, solo es un mocoso, pensarán. Ni se molestarán en buscarle.
En el otro extremo de la cuerda hago un nudo corredizo.
Pero yo lo sé, conozco su poder y sé que Mario esta vivo. A mí no van a dejarme escapar. Soy una chica, casi una adulta, y tengo un poder peligroso, un poder que no pueden dejar suelto.
Termino de hacer el nudo y coloco una caja en vertical.
Quizá consiga escapar de ellos hoy, pero tienen un buscador, y quien sabe que otra clase de sorpresas. En cuanto me hayan atrapado, me llevarán ante ciertas personas, personas con capacidades inhumanas que podrán decirme de que sabor fue mi primera papilla. Me sonsacarán hasta la última brizna de información que contenga mi joven cerebro y luego dejarán mi cuerpo como un despojo. En cuanto lo hagan no habrá cuartel. Movilizaran todos sus recursos y no descansaran hasta atrapar a Mario.
Me subo a la caja y me coloco la soga alrededor del cuello.
Él sabía esto. Mario lo sabía y por eso lloraba, porque conocía cual era la solución, la única solución. Solo queda una cosa por hacer.
Pienso en Mario y en Bruno, y me dejo caer hacia adelante.
La soga me aprieta el cuello, me aprieta terriblemente, no sabía que fuera a doler tanto. Empiezo a patalear. Me estoy quedando sin aire. Me arrepiento de haberlo hecho e intento saltar, pero la vista se me está nublando y no lo consigo. Intento soltar la cuerda con las manos, pero está demasiado apretada y yo cada vez tengo menos fuerzas. Los pulmones me arden, pero poco a poco me voy tranquilizando. Ya no duele tanto, ya no me duele nada.
Y así acaba todo.
Silvestre Santé