Como Antichrist, Melancolía sugiere que a Lars von Trier le cuesta cada vez más esfuerzo mantener su fama de “enfant terribe”. Quizás él mismo perciba la limitación y por eso, cuando en mayo pasado presentó su último trabajo en el Festival de Cine de Cannes, necesitó subrayar su pretendida naturaleza provocadora con declaraciones explosivas que terminaron valiéndole allá una sanción y aquí en Argentina la rescisión de un primer contrato de distribución local.
Los principios estéticos y narrativos de Dogma 95 brillan por su ausencia en un largometraje entre místico y de ciencia ficción, que recurre a efectos especiales para recrear el choque entre un planeta nuevo y el nuestro propio. En cambio sí reaparece una de las mayores obsesiones del cineasta danés: la crítica despiadada a la alta burguesía (en esta ocasión el realizador se da el gusto de filmar la aniquilación de tres exponentes).
Por supuesto, lejos de circunscribirse a una clase social, la metáfora del fin del mundo se extiende a toda la humanidad. De ahí el parlamento de Justine (Kirsten Dunst) sobre la maldad que reina en la Tierra y sobre todo en nuestra especie.
Von Trier incluye reproducciones de pinturas apocalípticas en algunos planos y una banda sonora acorde donde se destacan piezas del potente Richard Wagner. De esta manera convoca a una complicidad académica/cultural con el espectador, recurso que acentúa cierta sensación de masturbación intelectual.
El tufillo a “pieza destinada a una elite con formación” se completa con la intervención de un elenco internacional. Además de la mencionada Dunst y de Alexander True blood Skarsgård, actúan Charlotte Rampling, John Hurt, Charlotte Gainsbourg, Kiefer Sutherland, Udo Kier y Stellan Skarsgård.
Algunos espectadores habríamos preferido que Lars hubiera prescindido de la cuota futurística/mística para concentrarse en la idílica fiesta de casamiento que termina sacando los trapos sucios de una familia bien pero absolutamente disfuncional. Un poco como hizo Thomas Vinterberg con La celebración.
Sin embargo desistimos del reproche cuando imaginamos que el cineasta danés se siente en la obligación de probar la pretendida imprescriptibilidad de su condición de niño excéntrico. Entonces, más allá de las apreciaciones personales, volvemos a reclamar un distribuidor local para Von Trier (guiño para los compatriotas que vieron la película: Diego Gvirtz y los editores de 678 estarán chochos).