Por: Vivian Martínez Tabares
Fecha: 2012-10-04 Fuente: CUBARTE
Anoche fui al teatro y en medio de la sala repleta de espectadores, algunos de ellos colegas de la escena pero sobre todo desconocidos, extrañé la presencia familiar de alguien a quien hasta hace poco tiempo podía encontrar con regularidad en cualquier circunstancia como esa: sentí la falta de Armando Suárez del Villar, a pocos días de haberlo despedido para siempre de los escenarios y las plateas. Era Armando uno de esos pocos artistas que entre nosotros no perdía jamás una oportunidad de ver qué ocurría en la escena, de confrontarse con los otros, interesado en mantener una conexión vital con compañeros y discípulos, abierto a descubrir nuevas tendencias expresivas y a repasar lo mejor de la tradición escénica, jamás cansado ni presa del hastío, aún cuando seguramente, en medio de tantas noches de teatro y transitando ya la séptima década de vida, muchas experiencias le hubieran decepcionado.
Armando nos deja en el recuerdo a un creador incansable, a un hombre noble y generoso que se prodigaba en compartir su saber, acumulado a lo largo de años de trabajo sobre la escena y de investigación rigurosa; pero también dispuesto a recordar y trasmitir historias y memorias aprehendidas en el sistemático bregar con dramaturgos, actores, cantantes líricos y humoristas, preparado para probar nuevos caminos de modo desprejuiciado y entusiasta, como cuando desempolvó de archivos la ópera cubana La esclava, de José Mauri, que llevó a escena con un elenco de la Ópera Nacional de Cuba en el afán de fortalecer un género propio, o cuando
se empeñó en actualizar el género musical al llevar a escena con un elenco de muy jóvenes intérpretes la ópera trova de Ángel Quintero Donde crezca el amor, que recibió a cambio una calurosa acogida por el público juvenil al que se dirigía de modo preferente para acercarlo a un género que quizás, hasta ese momento, le fuera del todo indiferente.
Ya Armando había rescatado también importantes textos del teatro clásico cubano del siglo XIX, en sostenida labor durante los años 60 y 70, primero en su ciudad natal desde el Centro Dramático de Las Villas —más tarde Centro Dramático de Cienfuegos—, del que fuera actor y director artístico y donde estrenó los Bufos cubanos y Don Centén, entre otros, y luego desde Teatro Estudio e invitado con la Ópera Nacional de Cuba y el Teatro Lírico Nacional y en proyectos independientes. Fiel al legado de la dramaturgia nacional, e interesado en dar a conocer a nuevas generaciones el precioso acervo que contienen muchas de sus piezas. La hija de las flores y Baltasar, de la Avellaneda —de la primera queda una hermosa huella y la presencia imborrable de Omar Valdés—, El becerro de oro, de Luaces, de la que recuerdo el juego vivo entre los actores —Adolfo Llauradó, Miriam Learra, Alicia Bustamante y Eduardo Vergara, entre otros, en delicioso juego de intencionada sobreactuación y eficaz sentido paródico—, caracterizados a la usanza del XIX, con la música en vivo y con el apuntador, rescatado de una vieja práctica, durante las funciones del Festival de Teatro de La Habana 1980, o La escuela de los parientes, que hizo vivir para las tablas apenas encontrado, en un juego de máscaras vital y cercano, con un elenco de jóvenes graduados del ISA —Hilario Peña, María Elena Soteras, Beatriz Valdés y Patricio Wood, en diálogo con el experimentado José Raúl Cruz—, y El conde Alarcos, de Milanés, a la cual supo despejar del acento melodramático para construir una tragedia moderna de aliento anticolonialista y en la que los actores hicieron fluir el verso con soltura y sentido.
Recuerdo también la sutileza del velo blanco a través del cual, en impolutas imágenes de elocuente contrapunteo simbólico, compartimos su visión de las angustias de Teresa Trebijo en Las impuras. Guardo en la memoria también el porte de Adria Santana, bella y vigorosa, invocando dioses y no dioses y alzando los brazos en armónico empaste con las columnas diseñadas para la Electra Garrigó, de Piñera. Y a la propia Adria, en alternado ejercicio con Verónica Lynn —en recuperación del referente histórico de la leyenda en su estreno absoluto— e Isabel Moreno, en la puesta de Armando de la Santa Camila de la Habana Vieja, de Brene, que había que repetir, de buen grado, para disfrutar de todas las gamas expresivas posibles.
No fue artista de efectos ni de algazaras, su gran virtud fue el tesón para consagrarse al trabajo y la garantía de profesionalidad y cabal desempeño. Supo vivir y crear con madurez y fortaleza, sobreponerse a la injusta experiencia de la UMAP, y no permitirle lacerar su espíritu ni torcer sus virtudes ni su empeño artístico. Sus puestas en escena no acumularon premios aunque sí recibió dos grandes y muy merecidos: El Premio Nacional de Enseñanza Artística y, un poco a destiempo para todo el valor de su presencia, el Premio Nacional de Teatro.
Tuve la suerte de compartir con él varias escalas profesionales en las que siempre algo aprendía, fuimos con Mirita Muñoz el jurado del más reciente Festival del Monólogo Cubano del Terry; fue uno de los oponentes —más bien un cómplice— de mi defensa de Doctorado, y le vi por última vez mientras aplaudía satisfecho el reconocimiento al actor Osvaldo Doimediós, uno de sus más cercanos y queridos discípulos, como Premio Nacional de Humorismo.
Armando nos deja una sólida y grata impronta, con múltiples pasajes de acción teatral bajo una luz cuidadosamente planeada, con su nobleza y su cubanísimo humor salpicado de ironía. Como expresó Doime en su despedida: fue sobre todo un hombre que nos enseñó a aprender y a amar esta tierra.