Una llamada telefónica (generalmente en el momento más especial del día: en la sobremesa, en ese momento en que el cuerpo y los sentidos dormitan para recargar pilas), un saludo interminable con el bello acento sudamericano que te llama por tu nombre como si fueras un ser especial y muy querido para él.
Después comienza el mercadeo.
La voz sin rostro, empieza a desgranar datos que conoce mejor que uno mismo: lo que gastas, lo que podrías ahorrar, lo que ellos te regalan, en aras de no se sabe qué. Te habla de sistemas analógicos digitales, de megas reales, de megas ficticias…
Me costó coger el hilo de un diálogo basado en unos cálculos económicos que otros conocían mejor que yo y que, sin embargo, afectaban directamente a mi bolsillo. Y qué decir de la jerga técnica, que desconozco y aborrezco.
Recordé el mercado de los jueves. Deseé estar allí contratando mi operador de telefonía, con una mañana soleada por medio y un ambiente desenfadado, y no con grabaciones interminables y mi momento preferido del día como moneda de cambio; si tuviera un rostro frente a mí, podría evaluar su expresión, tantear sus palabras, jugar con los gestos…, pero la voz, bien modulada, me arrastra, -sutil-, hasta lograr que la mía termine diciendo: “sí”, “no”, “acepto”, al son que me requiere una máquina, con un tono impersonal y un toque hipnótico.Texto: Yolanda Nava Miguélez