Hacía tiempo que no me reía tanto y tan a gusto en el cine. Y no precisamente con un filme sin pretensiones que entretiene y hace bien su trabajo, al contrario, exhibiendo un interesante arsenal de transgresión social (algo en lo que los británicos son auténticos maestros) sin necesidad de recurrir a actores de primera fila ni a enrevesados argumentos. En este caso es suficiente un punto de partida de lo más cotidiano y --eso sí-- algunos tópicos del cine romántico y familiar. La cosa es que Nuestro último verano en Escocia (2014) posee un guión planificado al milímetro que además está desarrollado con ritmo e ingenio.
El cine británico puede presumir de una larga tradición de comedias en las que una situación poco probable pero verosímil pone a prueba las costuras de la biempensante sociedad inglesa, y debo confesar que el filme escrito y dirigido por Andy Hamilton y Guy Jenkin --un tándem habitual en la televisión británica que debuta en la gran pantalla en ambas labores-- no es una excepción (en este caso localizada en una Escocia espléndidamente fotografiada). Además, apuesta por la unidad de tiempo y espacio (las reuniones familiares dan para mucho en la ficción cinematográfica), lo que permite condensar aún más fricciones y reacciones. No obstante, renuncio a ofrecer dato alguno sobre el argumento, porque creo que eso arruinaría buena parte de la experiencia al espectador; lo único que adelanto es que la historia está muy bien desplegada a base de situaciones y diálogos ocurrentes (especialmente los que protagonizan los niños).
Después de pasar casi toda la película riendo gracias a un ritmo narrativo que hace que el humor no decaiga, en el momento de cerrar la historia, los autores sortean con habilidad y acierto parcial algunos tópicos a los que, por desgracia, el cine estadounidense nos tiene habituados, demostrando que no todo tiene que ser perfecto ni necesariamente rompedor o inesperado, ni la conciencia del público satisfecha y/o reconfortada por decreto (el cine español, sin ir más lejos, apenas logra escapar del imperio del romanticismo y de una extraña mezcla de sentimientos instintivos y de visceralidad que se pretenden hacer pasar por auténticos e infalibles).
Nuestro último verano en Escocia no es una comedia gamberra ni de ironía sangrante (que se abstengan los que esperen algo así), sino un nuevo ejemplo de las virtudes del humor sutil y de sonrisa que puede desembocar en carcajada; en otras palabras, humor británico --producido por la BBC-- que demuestra su capacidad y vigencia para proporcionar un buen rato de cine.