Tardó en usar los artilugios que sus nietos manipulaban con tanta destreza pero cuando lo hizo, dejó de comprar el periódico de papel para seguir la edición digital, la radio enmudeció como sintonía de sus mañanas de jubilado y los paseos que solía dar por el barrio se hicieron menos frecuentes y más apresurados. Las reuniones con amigos y conocidos se espaciaron tanto que aquel hombre no recordaba los días que habían pasado desde la última ocasión que jugó una partida de mus o tomó unas cañas con ellos.
Quien solía burlarse de todos los adictos a internet, sucumbió a los encantos de un mundo conectado y cargado de posibilidades. Frente a la pantalla y con el teclado bajo sus manos, como si de un cuadro de mandos se tratara, se sentía poderoso. Nunca antes había tenido tantos medios a su alcance. Contrastaba noticias, las comentaba; escuchaba música e hizo alguna compra on line; abrió un par de blogs para recopilar la música que le interesaba o escribir de vez en cuando. Algo parecido hizo con Twitter o Facebook y alcanzó cierta destreza en la comunicación mediante wasaps; recuperó contactos olvidados por la distancia o el tiempo y encontró nuevos amigos desconocidos.
Dejar su opinión, en los periódicos más importantes, consultar cualquier tema sin recurrir a la vieja enciclopedia que adquiriera con sus primeros sueldos o inundar las redes sociales de comentarios, le resultaba más estimulante que las conversaciones con amigos y conocidos. Estaba convencido que todos esos canales de participación y comuniicación forzarían a los gobiernos a ser más juiciosos y prudentes en la toma de decisiones. También, que los ciudadanos serían más conscientes del poder que tenían para condicionar la vida pública. Alguna vez sintió vértigo y temió convertirse en otro Gregorio Samsa o en el más cercano Gregorio Olías, aquel personaje de «Juegos de la edad tardía» que mutó en Faroni. Esos temores, le asaltaban de tarde en tarde pero, los ahuyentaba diciéndose que ser consciente de los riesgos era el mejor salvoconducto.
Un día, todo aquel fantástico divertimento se le derrumbó. Los medios digitales certificaron que la privacidad de la red, si alguna vez existió, había muerto. El espionaje masivo de llamadas telefónicas, correos y mensajes, bajo el pretexto de prevenir acciones terroristas, se hacía de manera indiscriminada. Al principio, cambió contraseñas e identidades; dejó de usar los correos habituales para abrir nuevas cuentas o usarlas con menos frecuencia y mayor prevención; recurrió a la navegación privada y pagó unos euros para dotarse de aplicaciones que le protegieran de riesgos y amenazas. Cuanto más se informaba sobre la seguridad más evidente le parecía que no había manera de pasar desapercibido, que alguien o muchos podían estar observándole al otro lado de la pantalla; que internet le observaba desde su propia webcam, desde los mensajes que enviaba o a través de cada una de las páginas que visitaba.
Convencido que la privacidad era inalcanzable, redujo su actividad. Para entonces ya había perdido los hábitos de salir, pasear o frecuentar a sus amigos. Volvió a los libros, a la radio, a la televisión; miró a la mujer que vivía con él y apenas si pudo reconocerla. Le angustiaba la posibilidad de que, su actividad como internauta, formara parte de algún dossier con no se sabe qué intenciones. Se maldecía por actuar como si no supiera que, en la red, era más vulnerable; como si ignorase que al navegar proporcionaba información sobre su localización, relaciones o intereses. Sabía que internet era un monstruo de fauces siempre dispuestas y sin embargo, actuó de manera temeraria. No hay peor sordo que el que no quiere oír, dijo mirando a su compañera, y volvió al crucigrama olvidado.
Es lunes y escucho música.
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