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El hombre número 7 está arrasado por el calor, con el sombrero de paja en su regazo no deja de pasarse el pañuelo por la cabeza, allí donde otrora hubo una buena mata hay ahora claros que se aguan con el asfixiante ambiente de la sala.
Los están despidiendo con las últimas instrucciones. Como si la cosa no estuviera ya lo bastante clara, pero bueno, hay que cumplir con las normas, piensa, no sea que luego llegue el picapleitos de turno y lo eche todo por tierra. Hace días que no mira a sus compañeros, sólo espera salir de allí cuanto antes, aunque reconoce que le inquieta el tipo delgado del traje blanco, siempre erguido, siempre anotando cosas en aquella pequeña libreta. Hoy le ha tocado sentarse junto a él y no ha parado de escribir, y aunque ha intentado averiguar a qué venía tanta letra, no ha podido leer nada, porque enseguida le miraba con aquella sonrisa serena que empezaba a sacarle de quicio.
No sabe qué hacer con la chaqueta, si no pensara que le acusarían de desacato se la quitaría, pero no, no vaya a ser que se le caigan las entradas y sea peor el remedio que la enfermedad. Sólo le faltaba perderlas, precisamente hoy que arrancan las series mundiales, sus Yankees no se lo perdonarían.
Otro sermón, y van ya ni sabe cuántos en las últimas horas. Se pregunta por qué no los sueltan ya, que los dejen solos para terminar su trabajo cuanto antes. Si ya está todo atado, a qué vienen ahora tantas prevenciones. Juguetea con el sombrero una vez más para no dejarse ganar por el bostezo, hoy ha madrugado más de la cuenta y este calor le está arrastrando hacia un sopor inevitable.
Por fin el alguacil se ha puesto en pie, es la señal. Aunque todavía queda una despedida, casi se levanta antes de tiempo. No sabe cómo lo soportan los demás, alguno ha visto tan inquieto como él, en otros también ve su deseo de terminar, menos en su compañero de asiento, tan delgado, tan tieso, ¿quién se creerá que es?
Salen de una vez de la sala y transitan varios pasillos desangelados, con las ventanas abiertas de par en par, bajan dos pisos en una rigurosa fila en la que nadie pronuncia palabra alguna. Llegan a su destino en pocos minutos. El jurado número 7 es el primero en entrar, se sienta y coge la navaja del chico, que está sobre la mesa. El viejo ya lo dijo todo así que será coser y cantar. Las ansias por llegar al diamante y las entradas en su bolsillo le están quemando. No hay duda alguna, el chico es culpable y todos estarán más que de acuerdo. No puede ser de otra manera.