Las batallas en el desierto debería ser lectura obligatoria, porque todo mexicano que lo lee puede encontrar un reflejo de su entorno en él. Yo lo encontré en Yolanda, mi Mariana personal, la que me conquistó siendo yo un niño y ella ya una mujer, igual que le sucede a mi homónimo en la novela.
Viva José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 30 de junio de 1939 – Íbidem 26 de enero de 2014).
Este es un pequeño relato que escribí hace tiempo para la revista terral (www.revistaterral.com) basado en una historia real personal y teniendo siempre como piedra angular a Carlos y Mariana con el fondo musical de Café Tacuba.
Inocencia Perdida
Lo que recuerdo de ella son sus pantalones arremangados hasta la rodilla. Sus pantorrillas y pies desnudos eran exclusivamente para mí, y sólo para mí, aunque fueran por unos momentos, míos y de nadie más.
Siempre sucedía a la misma hora, por ahí de medio día, una o dos veces a la semana, mi madre ya me había bañado y dado el desayuno. Yo hacía tiempo, tirado en el suelo del salón de casa jugando con carritos o aviones, atento, esperando el ruido de las cubetas de plástico, el chirriar de la llave del agua, las cubetas estrellando contra el agua de la pileta de piedra roja de cantera. La radio sonaba de fondo, era ella quien la encendía, y yo quiero creer que disfrutaba lavando el patio porque cantaba. Cuando lanzaba las primeras cubetadas y éstas hacían splash contra el suelo, también de piedra roja, yo ya estaba instalado y guarecido en mi secreto rincón, con los ojos bien abiertos entre las rendijas del hueco de la lavadora. Ella esparcía un poco de jabón en polvo y comenzaba a fregar con la escoba, la espuma crecía entre sus pies y yo apretaba las piernas al verlos, no tenía más ojos que para los pies de Yolanda, sus pies eran mi todo, quería besarlos, acariciarlos. No sabía qué día de la semana era porque aún yo no conocía los días de la semana, pero lo esperaba con devoción. La señal para dejar absolutamente cualquier juego o pasatiempo era el ruido de las cubetas y la radio. Supongo que Yolanda era una joven ama de casa, no lo sé. Cuando platicaba con mi madre por el vecindario, en el mercado o en la calle, yo veía para arriba sus caras y de forma discreta bajaba la mirada para buscar y concentrarme en sus zapatos y el secreto que guardaban, intentar traspasarlos con la mirada, eran momentos de gran ilusión y placer. Un placer que era culminado hasta la siguiente lavada de patio.
Dicen y todo mundo habla de la pérdida de la inocencia como un momento puntual en nuestras vidas. Yo no creo que sea así. Al menos en mi caso la he ido perdiendo a cachos, y aún la sigo perdiendo. Quizá los pies de Yolanda fueron el primero de ellos. Nos mudamos muy pronto de esa vecindad con patio común, yo lloré y lloré. Mi madre, mis tías y mi yaya decían que era normal, que me había encaprichado con esa casa y temía una nueva, pero yo era el único que conocía la verdadera razón.
Carlos Alberto GutiérrezMédico Veterinario Col.5950