Cuando era niña moría de ganas por tener una mascota. Siempre que le pedía a mis papás un nuevo amigo me respondía que un nuevo integrante a la familia trae consigo una gran responsabilidad. Debía aprender a bañarlo, sacarlo a pasear, limpiar su espacio, siempre tenerle croquetas y mucho tiempo para mimarlo. Yo juraba que podía hacer todo eso así que busqué demostrárselo adoptando a mi propia mascota.
Primero intenté adoptar pájaros dejándoles mi plato de comida, pero mi abuela llegó y me dijo que los pájaros no comían taquitos de chicharrón y que podían morir por comer eso. Llorando les quité el plato y no volví a acercarme más a ellos. Luego intenté con hormigas y empecé a juntar muchas. Un día perdí algunas y mi mamá se volvió loca al saber mi día. No hubo más envases vacíos de dulces para mí. Pasó lo mismo con moscas, mosquitos, gusanos y cochinillas.
Mis papás, cansados de mi intento de criar una plaga en casa, me dejaron quedar con un pez dorado que me regalaron en una granja. Al día siguiente de que llegara a la casa, saltó fuera de la pecera y murió. Enterré a Coco el pez dorado junto a mis insectos del jardín.
Un buen día del 2001, llegó uno de los hermanos de mi papá y me dijo que me tenía un regalo de reyes. Puso una caja de cartón en el piso y me ayudó a abrirla. Adentro había un hermoso cachorrito sharpei que apenas despertaba de su siesta. Mi hermano le puso Leo, era la única palabra aparte de mamá, papá y Vivi (Vivi era yo) que sabía decir. Total, apenas llegó Leo a la casa todos nos volvimos locos de emoción y así fue por once años.
Leo aprendió a ir al baño al mismo tiempo que mi hermano. Era muy divertido ver a mi mamá correr del baño al patio con los dos en brazos porque ambos querían ir al baño, y los dos no tenían problema con usar el baño o el patio. Mi hermano iba al patio, mi perro iba a la coladera de la regadera... mi mamá es la persona con más paciencia del mundo entero. Cuando a mí se me empezaron a caer los dientes, a Leo también. Todos mis vestidos tenían su sello personal: unos hoyitos que habían sido perforados por nuevos dientes caninos.
Crecer con un perro es lo mejor que nos pudo haber pasado. Nos divertíamos juntos. No entendíamos la diferencia entre un niño y un perro por lo que incluíamos a mi perro en todo. Si nos subíamos a la cama de mis papás a brincar, también subíamos a Leo. Si nos sentábamos en el escritorio a colorear, él también. Si salíamos a correr o a jugar fútbol, él igual. Nos caímos, lloramos, gritamos/ladramos, jugamos, comimos y dormimos juntos un montón de veces. Leo siempre fue un hermano más para nosotros.
Un día en el 2011, habíamos regresado de la escuela cuando fuimos a ver a Leo para que se quedara con nosotros en la habitación haciendo tarea. Cuando Leo entró a mi habitación, estaba raro. Parecía no reconocer el lugar y terminó haciéndose pipí a lado de mi cama. Lo que nos sacó más de onda no fue eso sino que su pipí tenía sangre. Leo sin duda alguna no estaba bien.
Esa misma noche mientras le decíamos a mis papás que queríamos llevarlo con el veterinario, mi mamá le sirvió sus croquetas para que cenara con nosotros. Apenas agarró un poco cuando se dejó caer boca arriba al suelo y empezó a hacer un ruido horrible. No dejaba de pegarse contra todo. Nos asustamos y creímos que se estaba ahogando por lo que intentamos ayudarlo.
Estábamos pasando por un muy mal momento por lo que no pudimos llevarlo al veterinario al día siguiente sino una semana más tarde. Mi papá lo llevó y nos dijo que lo esperáramos en casa, que él nos traería a Leo sano y salvo. Como el veterinario se encontraba a una cuadra de la casa, siempre nos íbamos caminando y Leo siempre iba rápido para llegar pronto con Gerardo, su veterinario. Ese día no, ahora caminaba lento y se cansaba más rápido.
Cuando mi papá volvió se le notaba que traía los ojos rojos y algo hinchados, sabíamos que nos diría algo feo. Resultó que Leo tenía un tumor en la garganta y que se había expandido tan rápido que ya cubría cerca del 70% de su tráquea. Lo mejor era dormirlo. Creíamos que no había nada más triste que saber que tu mejor amigo iba a morir; pero saber que sufría era aún peor. Programaron sedarlo para una semana más tarde. Esa semana previa, Leo se tiró al piso boca arriba al menos en tres ocasiones hasta que un día estuvo bien. Pasó todo un día corriendo sin asfixiarse en ningún momento. Estuvo jugando con nosotros como hacíamos antes y nos lamió muchísimas veces.
Al día siguiente creí que Leo despertaría estando mucho mejor, que quizás lograríamos llevarlo al veterinario y resultara que podía curarse. Esa mañana del 5 de septiembre, desperté temprano y le dije a mi mamá que me volvería a dormir otro rato para luego bajar al patio a jugar con Leo. Ella me dijo que no me sintiera mal si un día despertaba y Leo había muerto, que era lo más probable. Me enojé con ella por decir eso y terminé quedándome dormida por haber estado llorando. Y sí, desperté y mi mejor amigo ya no ladraba más. Esa misma mañana, cuando volví a despertar, Leo había querido ladrarle a uno de los pajaritos que viven en la ventana de mi hermano y al jalar aire para ladrarle, ya no lo hizo más.
Decidí escribir este recuerdo porque después de Leo me sentí sola por muchos años. Todavía ahora, después de siete años de estar sin él, a veces lo olvido y creo que si paso muy noche por el patio quizás lo despierte. No volví a tener mascota después de él, no podía con la idea de volver a ver morir a un amigo más. Es sólo que ahora creo que estoy lista para dejar atrás ese 5 de septiembre y aceptar a alguien más en mi vida para darle el hogar que merece.
Leo siempre será mi mejor amigo y el mejor compañero de aventuras que pudimos tener mi hermano y yo. Agradezco mucho haber crecido con él y contar con alguien a quien abrazar en las buenas y en las malas. Creo que él también estaría feliz de saber que ahora podemos cuidar a una perrita y que buscaremos que tenga una buena vida. Te quiero, amigo. Gracias por todo.