Mi refugio
Seguía la vereda rodeando los campos saeteados de viñas, bebiendo el aire seco que desprendía olor a tierra. El hombre se preguntaba si había sido lo más prudente emprender aquel paseo en las horas de más calor, con el Sol cayendo a plomo sobre la tierra reseca. Ya no era un jovencito, se sentía un hombre mucho más viejo que el que había cruzado esos campos veinte años antes, lo que venía a ser muy normal, pero se sentía también mucho menos sabio, lo que ya se salía un tanto de la lógica con la que solía desmenuzar las cosas. Quizás el amor, que le había dado una falsa sensación de sabiduría, que le había hecho creer que todos los demás secretos poseían el encanto aproximado de un prolongado dolor de muelas. Pensando en todo esto, más por distraer el calor que por un verdadero interés filosófico, superó el último viñedo y encauzó sus pasos por una estrecha senda que se ceñía a un monte pletórico de hierba. No tardó en ver la silueta del refugio, una silueta que iba haciéndose más grande a medida que él avanzaba. Por eso había salido del hostal y por eso había viajado hasta allí; dos iniciales y un corazón, sentir quizás una breve punzada donde se sienten las punzadas del recuerdo, poco más. Pero el tiempo había pasado, para él más que para nadie, el tiempo había pasado y las paredes del refugio estaban pintadas de blanco.
Texto: Javier Huertas Sánchez