Las películas biográficas e históricas que produce la industria cinematográfica suelen conmemorar por lo menos un aniversario con cifra redonda (o terminada en cero o cinco). Mi semana con Marilyn apunta a dos: los cincuenta años del fallecimiento de Marilyn Monroe (que se cumplirán el próximo 5 de agosto) y los 55 de la filmación de El príncipe y la corista, comedia que la estrella de Hollywood co-protagonizó con Lawrence Olivier en 1957. El primer recordatorio encontró refuerzo promocional en la última entrega de los premios Oscar (Michelle Williams y Kenneth Branagh fueron candidatos a una estatuilla cada uno); el segundo vino como anillo al dedo para imaginar un homenaje premium (status que Hollywood acostumbra a vincular con la tradición británica).
El problema es que Marilyn queda reducida a la mínima expresión en un retrato que pretende capturarla no sólo lejos de su país y de la fábrica que la concibió, sino en el marco súper acotado de una filmación. La representación según el testimonio de Colin Clark (tercer asistente de director que contuvo a Monroe mientras filmó en Inglaterra*) nos salva de la biopic tradicional, que cuenta la niñeza-juventud-adultez-vejez de la celebridad en cuestión, pero no nos libra de la habitual fusión entre persona y personaje.
La promesa de relato íntimo se limita a confirmar lo leído y/o escuchado hasta el hartazgo sobre la psiquis frágil de Norma Jean: mujer acomplejada, insegura, paranoide, histérica, adicta a las pastillas, depresiva, incapaz de sostener sus matrimonios, acorralada por el recuerdo de una infancia desgraciada y presionada por las exigencias de la maquinaria hollywoodense.
O bien la admiración incondicional de Clark pesó mucho más que su rol privilegiado en esta porción de vida famosa. O bien la experiencia catódica del guionista Adrian Hodges y del director Simon Curtis inclinó la balanza a favor de un producto convencional, que satisface las expectativas del público masivo: en este caso reencontrarse con el mito y a lo sumo deleitarse con una anécdota narrada en primera persona (qué espectador no soñó con rescatar a la estrella de sus amores; Woody Allen ilustró mejor que nadie esta fantasía).
En una aproximación más osada, Williams y Branagh habrían sabido humanizar a sus personajes. En Mi semana…, en cambio, cumplen estrictamente con la misión de recrear una proyección mediática de Marilyn y Sir Lawrence.
Es probable que Hollywood ya esté pergeñando otro homenaje para 2016, con motivo del 90º aniversario del nacimiento de Monroe. Para ese entonces la película de Curtis habrá quedado en el olvido pero seguro habrá otro guión complaciente y sobre todo otra actriz ascendente capaz de teñirse de rubio, entonar “When love goes wrong, nothing goes right” (o la canción que mejor convenga) y mantener a raya a la persona detrás del mito.
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* Mi semana con Marilyn está basada en The prince, the showgirl and me, libro que Clark publicó en 1995 y que también inspiró este documental homónimo que Clare Beavan dirigió para televisión.