Juego de lágrimas (The crying game, Neil Jordan, 1992), además de suponer, en su tenor literal, uno de los títulos más hermosos del cine de los noventa y puede que de todos los tiempos (algo que no se ha hecho nunca, creo, es clasificar o listar los mejores títulos -que no necesariamente películas- de la historia del cine), es todo un contenedor de emociones y temas de muy diversa condición y prodecencia, cuya amalgama, sorprendentemente sencilla y desprovista de todo forzamiento o pomposidad, ofrece un conjunto extrañamente coherente, bien trabado y por momentos muy emotivo, cuyo guión original fue premiado con un Oscar en una de esas pocas ocasiones posteriores a los años 80 en los que ganarlo ha sido un resultado inevitablemente ligado a la calidad del trabajo, por más que Miramax, con sus habituales tácticas gangsteriles, manipulara como de costumbre el estado de ánimo colectivo en favor de uno de sus productos. Dejando todo eso aparte, nos encontramos ante una hermosa película con amplios y divergentes niveles de lectura, prácticamente inagotables y tratados con riqueza, profundidad y profusión, y cuyos elementos, a menudo expuestos de manera aparentemente azarosa, banal o meramente ambiental, resultan encajar en el último momento como precisas piezas de un puzle que, más allá de la primera vista, siempre ha constituido un engranaje, un esqueleto, que ha ido revelando los pormenores de su arquitectura a capricho, hasta conformar una estructura sólida de cine de muchos quilates. Así, el drama personal, el análisis de un conflicto político, las reflexiones sobre el amor y el deseo y, por encima de todo, la comedia, se dan la mano en una película sobresaliente.
Desde un principio, nada es lo que parece o, mejor dicho, nada de lo que vamos viendo al inicio adquirirá finalmente la importancia que Neil Jordan nos hace creer. Jody (Forest Whitaker), un soldado británico destinado en Irlanda del Norte, es secuestrado por un comando del IRA gracias a que cae en las seductoras redes de uno de sus miembros, Jude (Miranda Richardson). Puesto al cuidado de otro de los miembros del grupo, Fergus (Stephen Rea), se teje entre ellos desde el comienzo una extraña intimidad repleta de confesiones y complicidades que juega en contra del más que previsible desenlace: si el Gobierno británico no accede a las reivindicaciones del IRA, Jody será asesinado. Los otros terroristas del comando, Jude y Maguire (Adrian Dunbar) no ven con buenos ojos esa estrecha relación, y la muerte de Jody termina convirtiéndose en una prueba de fidelidad para Fergus. Antes de que ese momento llegue, Jody arranca a Fergus la promesa de que irá a visitar a su novia, Dil (Jaye Davison), para explicarle lo ocurrido. Fergus, apartado de sus compañeros cuando el ejército británico asalta su escondite, aprovecha para huir del IRA, instalarse en Inglaterra, y frecuentar la compañía de Dil, de la que termina enamorándose… O algo así.
Así, a primera vista, poco de comedia aparenta haber. Y menos aún si pensamos en que, previsiblemente, la felicidad y la tranquilidad de Fergus será puesta en riesgo cuando sus antiguos camaradas lo localicen y le obliguen, como pago a su pasada traición, a cometer un último asesinato bajo amenaza de acabar con Dil en caso contrario. Poco de humor parece haber por tanto en la idea de un amor descubierto tras un asesinato y sometido a los dictados de otro. Y sin embargo, bien pensada, Juego de lágrimas es un compendio de sarcasmos en el que los planteamientos presuntamente serios y trascendentes son teñidos de una ironía (amarga, es cierto, pero ironía al fin y al cabo, punteada con momentos de comedia, como son los avatares de Fergus en su nuevo empleo en la construcción, o la figura del barman, interpretado por Jim Broadbent, con sus comentarios sardónicos o sus conversaciones “a tres bandas”, ejerciendo de traductor entre Fergus y Dil) y unos sutiles y rocambolescos giros (por más que el mayor y más importante de ellos sea esperado por todos, espectadores y personajes, excepto por Fergus) que poco a poco alejan la historia de las grandes cuestiones relacionadas con la política y la violencia y la acercan a un terreno de juego más limitado, coqueto y emocional, a los mecanismos del remordimiento, del amor, del deseo, incluso del honor y de la fidelidad a uno mismo, a la conciencia de la propia identidad e incluso, obviamente (repito, para todos menos para Fergus), a la supeditación de la condición sexual a esa idea de supremacía de la identidad sin etiquetas. Y la gran virtud de la construcción de la película (el guión es del propio Jordan), estriba en que muchos de esos elementos que despiertan el humor que encierra la paradoja no son en sí mismos propiamente humorísticos, y además parecen caprichosos, deslavazados. Uno de ellos, el primero, un guiño todavía desconocido para el espectador, que sólo comprenderá mucho después, es el tema musical que Jordan elige para abrir sus 113 minutos de metraje, mientras la cámara recorre el perfil de una feria, con su noria, su montaña rusa, sus casetas…, nada menos que el famoso When a man loves a woman, de Percy Sledge. Lo mismo ocurre con algunos de los comentarios de Jody, atado a su silla, en sus conversaciones con Fergus, que le observa pistola en mano. Muchas de sus réplicas o palabras cuando se refiere a Dil encierran claves, por momentos no poco socarronas, de lo que se avecina. El propio asesinato de Jody no deja de ser, en cierto modo, en su desenlace final, una broma macabra, por no hablar del primer encuentro íntimo de Dil y Fergus, colosal por más esperado que sea (menos por Fergus, insistimos) o el hecho de que en el desencuentro entre Fergus y Jude pese más el desengaño, los celos, el resentimiento y el rencor por la traición física y sentimental que la de la causa irlandesa que presuntamente el comando defendía.
De esta manera, toda la seriedad de las grandilocuentes cuestiones que, en apariencia, la película va planteando, van quedando subsumidas en lo que es una comedia de sentimientos en los que, como dice el manual, elementos externos impiden la felicidad de unos protagonistas que entienden que su único destino es estar juntos, si bien con un aliciente muy enriquecedor, la presencia además de elementos internos que dificultan la satisfacción de sus deseos emocionales, el éxito de sus ambiciones sentimentales, ambos signos muy evidentes: en el caso de ella, lo tiene entre las piernas; en el de él, lo tiene en su memoria (ha sido, en cierta manera, el brazo ejecutor de Jody). Este segundo es quizá el único cabo suelto de la trama, el lugar en el que Jordan cedió -seguramente por presiones de los hermanos Weinstein de Miramax- en aquello que resultaba necesario, imprescindible, crucial, para el desarrollo del guión y del personaje, en aras de contentar al público con un protagonista con el que pudiera identificarse. El hecho de que Fergus sólo sea tangencialmente culpable de la muerte de Jody, que su final dependa en última instancia más de la intransigencia de los políticos británicos, el fanatismo de sus compañeros terroristas o el infortunio de una triste casualidad que de su dedo apretando el gatillo (la peor secuencia del filme es la de Jody y Fergus corriendo por el bosque, por más que su conclusión sea incluso ovacionable), debilita la posición del personaje, deja una puerta abierta, una pata coja que, de haber sido filmada hasta sus últimas consecuencias, hubiera podido añadir al argumento cuestiones de profundísimo calado ligadas al concepto de culpa, a la mentira vital, al interés egoísta por encima del deber ético, a la absolución de los pecados o a la expiación de los mismos.
Con todo, Juego de lágrimas implica, además de todas las virtudes que atesora por sí misma, y que incluyen las excelentes interpretaciones de los protagonistas (se aconseja vivamente verla en versión original, especialmente en lo que al personaje de Dil se refiere), la exposición de la quintaesencia de lo que significó en un momento dado el cine independiente, su capacidad para exponer historias valientes, inusuales, de factura técnica impecable, con puntos de vista nuevos, distintos, fácilmente accesibles para el público y al mismo tiempo alejados de los conservadores planteamientos de los estudios y de los timoratos miedos ante el resultado en taquilla, y que, como consecuencia, vino acompañado de un gran éxito de público y crítica que resultó, en cierta manera, contraproducente. El gran recibimiento de películas como Juego de lágrimas, Sexo, mentiras y cintas de vídeo o Reservoir dogs, tres producciones de Miramax al inicio de los noventa, algunas de ellas salidas del taller de guión del Sundance de Robert Redford, supusieron, paradójicamente (otro giro cómico final, aunque involuntario y extracinematográfico), la liquidación del cine independiente tal y como surgió desde mediados de los ochenta, su asunción por parte de los grandes estudios, su adquisición por las grandes compañías (Miramax se vendió ese mismo año a Disney), su rebozado ideológico, su vaciado intelectual y social, y su sustitución por sucedáneos meramente formales, auspiciados por las filiales independientes de las grandes compañías, y que, más allá de aciertos ocasionales, no se han convertido en otra cosa que en otra mera etiqueta comercial más.
El cambio de tendencia es tan importante y decisivo para el futuro del cine (para mal) como en su día fue la muerte del Nuevo Cine Americano a manos del fenómeno blockbuster provocado por los éxitos comerciales de Spielberg y Lucas, entre otros, aunque, afortunadamente, como entonces, conservamos estupendas cintas como Juego de lágrimas que dan testimonio de lo que, como tantas veces en tantas cosas, queda como lo que pudo ser y no fue.